Los tontos mueren (54 page)

Read Los tontos mueren Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
2.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero el poder fluye mágicamente de una fuente a otra. Cuando Moisés se convirtió en jefe de estudios de TriCultura, fue como si la varita mágica de un hada hubiese tocado a Bella Wartberg. El peluquero de moda le moldeó el pelo con una corona de negros rizos que le daban un aspecto regio.

Nunca se perdía la clase de gimnasia en el Sanctuario, un lugar al que acudía toda la gente del mundo del espectáculo, y donde Bella castigaba su cuerpo implacablemente. Bajó de sesenta kilos a cuarenta y cuatro. Hasta sus pechos se encogieron. Pero no lo bastante para corresponder al resto del cuerpo. Un cirujano los rebajó convirtiéndolos en dos capullos de rosa perfectamente proporcionados. Al mismo tiempo, le rebanó los muslos y le cortó un pedazo de las nalgas. Los especialistas en moda de los estudios le diseñaron un guardarropa adaptado a su nuevo cuerpo y su nueva posición social. Bella Wartberg se miraba al espejo y no veía una princesa judía de opulentas carnes y de vulgar belleza, sino una linda y esbelta norteamericana anglosajona, vivaz y llena de energía. Y gracias a Dios no veía que su apariencia era una deformación de lo que había sido, de su antiguo yo, que, como un espectro, persistía en los huesos de su cuerpo, en la estructura de su rostro. Era una delicada y elegante dama encajada en los pesados huesos que había heredado. Pero se creía bella. Y así, se mostró muy dispuesta cuando un joven actor que pretendía subir se fingió locamente enamorado de ella.

Y respondió a aquel amor apasionada y sinceramente. Fue al apartamento que él tenía en Santa Mónica, y por primera vez en su vida jodieron de veras. El joven actor era viril, amaba su profesión y se entregó en alma y cuerpo a su papel, de forma que estuvo a punto de creerse enamorado. Hasta el punto de que le compró a Bella un lindo brazalete de Gucci que ella guardaría cual tesoro el resto de su vida, como prueba de su primera gran pasión. Y así, cuando él le pidió que le ayudara a conseguir un papel en una importante película de TriCultura, se quedó absolutamente atónito cuando ella le dijo que jamás interfería en los negocios de su marido. Tuvieron una discusión feroz y el actor desapareció de su vida. Ella le echó de menos, echó de menos su sucio apartamento y sus discos de rock; pero había sido una muchacha equilibrada y se había educado para ser una mujer equilibrada. No repetiría el mismo error. En el futuro, elegiría a sus amantes tan cuidadosamente como el cómico elige su sombrero.

En los años que siguieron se convirtió en experta negociadora en sus relaciones con los actores, discriminando lo suficiente como para elegir a personas de talento y no a quienes carecían de él. Y, además, disfrutaba más con la gente de talento. Parecía como si la inteligencia general acompañase al talento. Les ayudaba en sus carreras. Nunca cometía el error de acudir directamente a su marido. Moisés Wartberg era demasiado olímpico para que le molestasen con tales cuestiones. Acudía a uno de los tres vicepresidentes. Alababa el talento de un actor que había visto en un grupito artístico que representaba a Ibsen, e insistía en que ella no le conocía personalmente aunque estaba segura de que sería interesante para los estudios. El vicepresidente apuntaba el nombre y el actor conseguía un pequeño papel. La noticia corría enseguida. Bella Wartberg se hizo tan famosa por su costumbre de follarse a cualquiera y en cualquier lugar, que cuando se pasaba por una de las oficinas de los vicepresidentes, el vicepresidente que recibía su visita procuraba que estuviese presente una de sus secretarias, lo mismo que el ginecólogo procura que esté presente la enfermera cuando examina a una paciente.

Los tres vicepresidentes que se disputaban el poder tenían que someterse a la mujer de Wartberg, o se creían en la obligación de hacerlo. Jeff Wagon se hizo muy amigo de Bella y llegó incluso a presentársela a algunos jóvenes especialmente atractivos. Al fracasar todo esto, Bella recorrió las tiendas caras de Rodeo buscando mujeres, celebró largas comidas en elegantes restaurantes con lindas aspirantes a estrellas que llevaban gafas de sol de hombre lúgubremente grandes.

Debido a su estrecha relación con Bella, Jeff Wagon era el favorito para el puesto de Moisés Wartberg cuanto éste se retirase.

Había un inconveniente: ¿qué haría Moisés Wartberg cuando se enterase de que su esposa, Bella, era la Mesalina de Beverly Hills?

Los reporteros de chismografía hablaban veladamente de las aventuras de Bella; no obstante, Wartberg tenía que darse cuenta. Bella era ya famosa.

Como siempre, Moisés Wartberg sorprendió a todo el mundo. Lo logró no haciendo absolutamente nada. Sólo raras veces se vengaba del amante. Contra su mujer, jamás tomaba represalias.

La primera vez que tomó venganza fue cuando un joven actor del rock-and-roll se ufanó de su conquista calificando a Bella Wartberg de «viejo chocho loco». En realidad, para él esto era un magnífico cumplido, pero para Moisés Wartberg era tan ofensivo como si uno de sus vicepresidentes apareciese en el trabajo con vaqueros y jersey de cuello de cisne. El cantante ganaba diez veces más dinero con un disco que con lo que le pagaban por el papel que interpretaba en la película. Pero se había contagiado del sueño norteamericano; el narcisismo de interpretarse a sí mismo en una película le embrujaba. La noche del estreno había reunido a su corte de compañeros de oficio y de chicas, y les había llevado a la sala de proyección privada de Wartberg, donde se apretujaban los artistas más destacados de los estudios TriCultura. Era una de las grandes fiestas del año.

El cantante se sentó allí y esperó. Fue pasando la película. Y en la pantalla no se le veía por ninguna parte. Su papel había quedado en la sala de montaje. Perdió absolutamente el control y tuvieron que llevarle a casa.

Moisés Wartberg había celebrado su paso de productor a jefe de unos estudios con un gran golpe. A lo largo de los años se había dado cuenta de que los peces gordos de los estudios estaban furiosos por la gran atención que se prestaba a actores, guionistas, directores y productores en los premios de la Academia. Les enfurecía el que sus empleados recibiesen todos los honores por las películas que ellos habían creado. Fue Moisés Wartberg quien años antes apoyó por primera vez la idea de que se entregase un premio Irving Thalberg en las ceremonias de la Academia. Fue lo bastante listo para incluir en el plan el que el premio no fuese anual. Eso habría significado que se adjudicaría al productor que mantuviese una calidad elevada de modo constante, a lo largo de los años. Fue también lo bastante listo como para introducir una cláusula según la cual no pudiese adjudicarse el premio a un individuo más de una vez. Y así, muchos productores, cuyas películas nunca ganaban premios de la Academia pero que tenían mucho peso en la industria cinematográfica, obtenían su cuota de publicidad ganando el Thalberg. De todos modos, esto dejaba al margen a los jefes concretos de estudios y a las auténticas estrellas taquilleras cuya obra nunca era lo bastante buena. Y entonces Wartberg apoyó la creación de un Premio Humanitario para el individuo de la industria cinematográfica de más altos ideales que se entregase denodadamente a la mejora de la industria y de la humanidad. Por fin, dos años atrás, Moisés Wartberg había recibido este premio y lo había aceptado en televisión ante cien millones de admirados telespectadores norteamericanos. Le entregó el premio un director japonés de fama internacional, por la sencilla razón de que no se había podido encontrar un director norteamericano que pudiese darle el premio sin que se le escapase la risa (o al menos eso dijo Doran cuando me lo contó).

La noche que Moisés Wartberg recibió su premio, dos guionistas sufrieron ataques al corazón de rabia. Una actriz tiró el televisor desde el cuarto piso del Hotel Beverly Wilshire. Tres directores presentaron la dimisión en la Academia. Pero ese premio se convirtió en la posesión más preciada de Moisés Wartberg. Un guionista comentó que era como si los internados en un campo de concentración votasen a Hitler como su político más querido.

Fue Wartberg quien perfeccionó la técnica de cargar a un actor de éxito, desde sus comienzos, con inmensos pagos hipotecarios por una mansión en Beverly Hills para obligarle a trabajar duramente en malas películas. Y eran los estudios de Moisés Wartberg los que pleiteaban constantemente ante los tribunales, hasta las últimas consecuencias, para privar a los verdaderos creadores del dinero que les correspondía. Y era Wartberg quien tenía los contactos en Washington. Entretenía a los políticos con guapas actrices, fondos secretos y lujosas vacaciones pagadas en las instalaciones que los estudios tenían por todo el mundo. Era un hombre que sabía utilizar a los abogados y utilizar la ley para el asesinato financiero, para robar y engañar. Al menos, eso decía Doran. A mí me parecía un hombre de negocios norteamericano como los demás.

Aparte de su astucia, sus relaciones en Washington eran el valor más importante de que disponían los estudios TriCultura.

Sus enemigos hicieron correr muchos rumores escandalosos sobre él que no eran ciertos. Difundieron rumores de que se iba en avión a París en secreto, todos los meses, para gozar con prostitutas infantiles. Se corrió la voz de que era un
voyeur
, que miraba por una rendija del dormitorio de su mujer cuando ésta estaba con sus amantes. Pero nada de todo esto era cierto.

De lo que no cabía duda era de su inteligencia y del vigor de su carácter. A diferencia de los otros peces gordos del cine, rechazaba los focos de la publicidad, con la única excepción de su persecución del Premio Humanitario.

Cuando Doran entró con el coche en el recinto de los estudios TriCultura, sentí el rechazo. Los edificios eran todos de hormigón, el recinto era como esos parques industriales que hacen que Long Island parezca un benigno campo de concentración para robots. Cuando cruzamos las verjas, los guardias no tenían sitio especial de aparcamiento para nosotros, y tuvimos que utilizar la zona de parquímetros, con su brazo de madera a fajas rojas y blancas que se alzaba automáticamente. No caí en la cuenta de que necesitaría una moneda de veinticinco céntimos para poder salir.

Creí que se trataba de un accidente, un olvido de una secretaria, pero Doran dijo que formaba parte de la técnica de Moisés Wartberg para colocar a talentos como yo en su sitio. A una estrella la hubiesen conducido inmediatamente a la parte de atrás. Nunca la habrían puesto con directores, ni siquiera con un actor importante. Pero querían que los escritores supiesen que no debían hacerse ilusiones de grandeza. Pensé que aquello era paranoia de Doran y me eché a reír, pero supongo que me fastidió, aunque sólo fuese un poco.

En el edificio principal, un agente de seguridad comprobó nuestras identidades y luego hizo una llamada para asegurarse de que nos esperaban. Bajó una secretaria y nos acompañó en el ascensor hasta la última planta. Y aquella última planta era bastante espectral. Elegante pero espectral.

Pese a todo esto, he de admitir que me impresionó la simpatía y la habilidad de Wagon. Sabía que era un tramposo y un embustero, pero eso, en cierto modo, me parecía natural. Como no deja de serlo el encontrar un fruto de aspecto exótico no comestible en una isla tropical. Mi agente y yo nos sentamos ante su mesa y Wagon dijo a su secretaria que bloquease todas las llamadas. Muy halagador. Pero evidentemente no le había dado la consigna secreta que realmente bloqueaba todas las llamadas, porque atendió por lo menos tres durante nuestra entrevista.

Aún tuvimos que esperar media hora a Wartberg para empezar la conferencia. Jeff Wagon contó algunas historias divertidas, incluso aquella de la chica de Oregon que le dio una cuchillada en los huevos.

—Si hubiese hecho mejor trabajo —dijo Wagon—, me habría ahorrado un montón de dinero y de problemas en estos años.

Sonó el teléfono de Wagon, y nos acompañó a Doran y a mí pasillo adelante, hasta una lujosa sala de conferencias que podía servir de plató.

En aquella gran mesa se sentaban Ugo Kellino, Houlinan y Moisés Wartberg. Charlaban tranquilamente. Al fondo de la mesa había un tipo de mediana edad de enmarañado pelo blanco. Wagon me lo presentó como el nuevo director de la película. Se llamaba Simon Bellfort, nombre que identifiqué. Veinte años atrás había hecho una gran película de guerra. Inmediatamente después había firmado un contrato por mucho tiempo con TriCultura y se había convertido en el director de toda la basura de Jeff Wagon.

Al joven que le acompañaba nos lo presentaron como Frank Richetti. Su cara respiraba agudeza e ingenio y vestía una mezcla Polo Lounge-estrella Rock-hippie californiano. El efecto me resultaba asombroso. Correspondía perfectamente a la descripción que había hecho Janelle de los hombres atractivos que vagaban por Beverly Hills y que eran proxenetas y donjuanes. Ella les llamaba Ciudad Lobo. Pero quizás dijese eso sólo por divertirme. No entendía cómo una chica podía aguantar a un tipo como Frank Richetti. Era el productor ejecutivo de Simon Bellfort en la película.

Moisés Wartberg no perdió el tiempo en preámbulos. Con voz desbordante de energía, puso inmediatamente las cosas en su sitio.

—No me gusta el guión que nos dejó Malomar —dijo—. El enfoque me parece totalmente erróneo. No es una película de TriCultura. Malomar era un genio, él podría haber filmado esta película. No tenemos a nadie de su clase en los estudios.

Frank Richetti interrumpió, suave y encantador.

—No sé, señor Wartberg. Tiene usted aquí a algunos magníficos directores.

Sonrió amablemente a Simon Bellfort.

Wartberg le miró con frialdad. No volveríamos a oír hablar a Richetti. Y Bellfort se ruborizó un poco y apartó la vista.

—Tenemos presupuestado muchísimo dinero para esta película —continuó Wartberg—. Es una inversión que hay que asegurar. Pero no queremos que se nos echen encima los críticos. Que digan que destruimos la obra de Malomar. Queremos utilizar su reputación
para
la película. Houlinan emitirá una declaración de prensa que firmaremos todos los presentes, diciendo que la película se hará tal como Malomar quería que se hiciera. Que será una película de Malomar, un último tributo a su grandeza y a todo lo que ha aportado a la industria.

Wartberg hizo una pausa mientras Houlinan iba pasando copias de la declaración de prensa. El encabezamiento era magnífico: el membrete de TriCultura en resplandeciente rojo y negro.

Kellino dijo tranquilamente:

Other books

Cynthia Manson (ed) by Merry Murder
The Mandolin Lesson by Frances Taylor
The Lost Labyrinth by Will Adams
Summer's Indiscretion by Heather Rainier
The Intelligent Negotiator by Charles Craver
Mine To Lose by Lockhart, Cate
Star Cruise: Marooned by Veronica Scott