Los tontos mueren (28 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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A Cully le había divertido este exabrupto. Evidentemente, Gronevelt se había enterado de sus actividades con las mujeres, pero era evidente, asimismo, que Gronevelt no entendía tan bien a las mujeres como el propio Cully. Gronevelt no comprendía el masoquismo de las mujeres. Su deseo, su
necesidad
de depender de un hombre.

Pero no protestó. Dijo irónicamente:

—No es tan fácil como tú lo pintas, ni siquiera siguiendo tu método. Con algunas no serviría ni un millar de billetes.

Y, sorprendentemente, Gronevelt se echó a reír, y dijo que estaba de acuerdo. Incluso contó una curiosa historia que le había sucedido a él mismo. Al principio de la historia del Hotel Xanadú una mujer de Texas se había jugado varios millones en el casino y él le regaló un antiguo abanico japonés que le costó cincuenta dólares. La heredera tejana, una guapa mujer de unos cuarenta años, viuda, se enamoró de él. Gronevelt se asustó muchísimo. Aunque le llevaba diez años a ella, le gustaban las jovencitas. Pero, obligado por los intereses del negocio, la había subido una noche a la suite del hotel y se había acostado con ella. Cuando ella se fue, por costumbre y quizá por estúpida perversidad o quizá con el cruel sentido del humor de Las Vegas, le dio un billete de cien dólares y le dijo que se comprara un regalo. Jamás supo por qué lo hizo.

La heredera tejana contempló el billete y luego se lo guardó en el bolso. Le dio afectuosamente las gracias. Siguió acudiendo al hotel y jugando en el casino, pero no estaba ya enamorada de él.

Tres años después, Gronevelt buscaba inversores para construir habitaciones adicionales en el hotel. Como Gronevelt explicaba, siempre era deseable tener habitaciones extra.

—Los jugadores juegan donde cagan —decía—. No les gusta andar por ahí. Dales una sala de espectáculos, un bar, varios restaurantes. Mantenlos en el hotel las primeras cuarenta y ocho horas. Para entonces ya están liquidados.

Y acudió a la heredera tejana. Ella le dijo que sí, que por supuesto. Extendió inmediatamente un cheque y se lo entregó con una sonrisa de lo más dulce. El cheque era de cien dólares.

—La moraleja de esta historia —dijo Gronevelt— es que nunca debes tratar a una tía rica y lista como a un pobre coño tonto.

A veces, en Los Angeles, Gronevelt iba a comprar libros antiguos. Pero normalmente, cuando estaba de humor, iba en avión a Chicago a subastas de libros raros. Tenía una magnífica colección guardada en una biblioteca cerrada con paneles de cristal en su habitación. Cuando Cully se trasladó a su nueva oficina, encontró un regalo de Gronevelt: una primera edición de un libro sobre juego publicado en 1847. Cully lo leyó con interés y lo dejó un tiempo en su mesa. Luego, sin saber qué hacer con él, lo llevó al apartamento de Gronevelt y se lo devolvió.

—Aprecio el regalo, pero en mis manos es un desperdicio.

Gronevelt cabeceó y no dijo nada. Cully pensó que le había decepcionado, pero, curiosamente, eso ayudó a cimentar su relación. Unos días después vio el libro en la biblioteca especial de Gronevelt. Se dio cuenta entonces de que no había cometido un error y le complació mucho que Gronevelt le hubiese dado una prueba tan genuina de afecto, aunque no hubiese acertado.

Pero luego vio otro aspecto de Gronevelt que siempre había sabido que tenía que existir. Cully había convertido en costumbre estar presente las tres veces al día que se contaban las fichas del casino. Acompañaba a los jefes de sección cuando contaban las fichas de todas las mesas, de veintiuno, de la ruleta, de los dados y la caja del bacarrá. Incluso iba a la caja del casino a contar allí las fichas. El encargado de caja se ponía siempre un poco nervioso, a criterio de Cully, pero Cully lo atribuyó a su carácter suspicaz, porque las liquidaciones y las cuentas eran siempre correctas. Y el encargado de caja del casino era un veterano en quien Gronevelt confiaba plenamente.

Pero un día, movido por un impulso extraño, Cully decidió sacar las bandejas de fichas de la caja. Nunca pudo entender más tarde el motivo de este impulso. Pero al sacar las bandejas de fichas de la oscuridad de la caja de caudales e inspeccionarlas detenidamente descubrió que dos bandejas de fichas negras de cien dólares eran falsas. Eran cilindros negros vacíos. En la oscuridad de la caja de caudales, allí metidas, al fondo, sin que nunca se utilizaran, habían pasado por legítimas en los cuenteos diarios. El encargado de caja del casino fingió horror y asombro, pero los dos sabían que el fraude no se habría intentado siquiera sin su consentimiento. Cully cogió el teléfono y llamó a Gronevelt. Gronevelt bajó inmediatamente a caja e inspeccionó las fichas. Las dos bandejas totalizaban cien mil dólares. Gronevelt señaló al encargado de caja. Fue un momento terrible. El rostro rojizo y tostado de Gronevelt estaba blanco, pero su voz era controlada y medida:

—Lárgate de esta caja —dijo; luego, se volvió a Cully y añadió—: Que te entregue todas las llaves. Y luego que vengan todos los jefes de sección de los tres turnos a mi oficina inmediatamente. Me importa un carajo dónde estén. Los que estén de vacaciones que vuelvan de inmediato en avión a Las Vegas y pasen a verme nada más llegar.

Luego Gronevelt salió de la sección de caja y desapareció.

Mientras Cully y el encargado de caja del casino cumplimentaban los trámites de entrega de las llaves, entraron dos hombres que Cully no había visto nunca. El encargado de caja del casino les conocía, porque se puso muy pálido y empezaron a temblarle las manos.

Los dos hombres le saludaron con un gesto y él contestó también con un gesto. Uno de ellos dijo:

—Cuando acabes, el jefe quiere verte, arriba en su oficina.

Hablaban con el encargado de caja e ignoraban a Cully. Cully cogió el teléfono y llamó a la oficina de Gronevelt.

—Han llegado aquí dos tipos que dicen que los mandaste tú —le dijo a Gronevelt.

—Yo les mandé, sí —dijo él. Su voz era como hielo.

—Sólo quería comprobarlo —dijo Cully.

Gronevelt suavizó la voz:

—Buena idea —dijo—. Hiciste un buen trabajo además. Hubo una breve pausa.

—Pero esto no es asunto tuyo, Cully. Olvídalo. ¿Entendido?

Su voz era casi suave ya, y había en ella, incluso, un matiz de cansina tristeza.

El encargado de caja anduvo unos cuantos días más por Las Vegas y luego desapareció. Al cabo de un mes, Cully se enteró de que su mujer había pedido información sobre él a la sección de personas desaparecidas. Al principio, no podía creer lo que implícitamente pudiese significar aquello, junto con los chismes que oía en la ciudad sobre un encargado de caja que estaba enterrado en el desierto. Ni siquiera se atrevió a mencionárselo nunca a Gronevelt y Gronevelt jamás habló con él del asunto. Ni siquiera para felicitarle por su buen trabajo. Lo cual era justo, además. Cully no quería pensar que su buen trabajo hubiese tenido como consecuencia que el encargado de caja acabase enterrado en el desierto.

Pero en los últimos meses Gronevelt había mostrado su temple de un modo menos macabro. Con la típica agilidad y agudeza de ingenio de Las Vegas.

Todos los propietarios de casinos de Las Vegas andaban a la caza de jugadores extranjeros. Los ingleses estaban descartados, pese a su fama de ser los mayores perdedores del siglo
XIX
. El final del Imperio Británico había significado el final de sus grandes jugadores. Los millones de hindúes, australianos, isleños del Pacífico y canadienses no vertían dinero en los cofres de los
milords
jugadores. Inglaterra era ahora un país pobre, cuyos ricos se esforzaban por evadir impuestos y por mantener en pie sus propiedades. Los pocos que podían permitirse jugar preferían los aristocráticos y elegantes clubs de Francia y Alemania y de su propio Londres.

Los franceses quedaban también descartados. Los franceses no viajaban y jamás aceptarían el doble cero extra de la casa de las ruletas de Las Vegas.

Pero se perseguía a los italianos y a los alemanes. Alemania, con su economía de postguerra en expansión, tenía muchos millonarios, y a los alemanes les encantaba viajar, les encantaba jugar y les encantaban las mujeres de Las Vegas. Había algo en el estilo de Las Vegas que atraía al espíritu teutónico. Los alemanes eran, además, jugadores de buen carácter y más hábiles que la mayoría.

Los millonarios italianos eran premios muy apreciados en Las Vegas. Jugaban sin control en cuanto se emborrachaban; dejaban que las hábiles busconas empleadas por los casinos les retuviesen en la ciudad seis o siete días suicidas. Parecían tener inagotables sumas de dinero porque ninguno de ellos pagaba impuestos. Lo que debería haber ido a las arcas públicas de Roma, pasaba a las cajas de los casinos de aire acondicionado. A las chicas de Las Vegas les encantaban los millonarios italianos por sus regalos generosos y porque en aquellos seis o siete días se enamoraban con el mismo abandono con que se lanzaban a las absurdas y cuantiosas apuestas que hacían en las mesas de dados.

Los jugadores mexicanos y sudamericanos eran más estimados aún. Nadie sabía lo que pasaba realmente allá abajo en Sudamérica, pero se enviaban allí aviones especiales para traer a Las Vegas a los millonarios de las pampas. Todo era gratis para aquellos caballeros que dejaban las pieles de millones de reses en las mesas de bacarrá. Venían con sus mujeres y con sus amantes, con sus hijos adolescentes ansiosos de convertirse en jugadores. Estos clientes eran también los favoritos de las chicas de Las Vegas. Eran menos sinceros que los italianos, quizás algo menos corteses en sus galanteos según algunos informes, pero, desde luego, mucho más voraces. Cully estaba un día en la oficina de Gronevelt y llegó el encargado del casino con un problema especial. Un jugador sudamericano, un jugador de primera fila, había pedido que le enviasen ocho chicas a su suite, rubias, pelirrojas, pero no de pelo oscuro y ninguna más baja del uno sesenta y cinco que medía él.

Gronevelt recibió la petición con frialdad.

—¿Y a qué hora quiere que suceda ese milagro? —preguntó Gronevelt.

—Sobre las cinco —dijo el encargado del casino—. Quiere llevarlas a todas a cenar después y quedarse con ellas toda la noche.

Gronevelt esbozó una sonrisa.

—¿Qué costará?

—Unos tres grandes —dijo el encargado del casino—. Las chicas saben que él les dará dinero para jugar a la ruleta y al bacarrá.

—De acuerdo. Hazlo —dijo Gronevelt—. Pero diles a las chicas que le retengan en el hotel todo lo que puedan. No quiero que ande perdiendo la pasta en otros locales.

Cuando el encargado del casino se iba ya, Gronevelt dijo:

—¿Y qué demonios va a hacer con ocho mujeres?

El encargado se encogió de hombros.

—Eso le pregunté yo. Dice que tiene con él a su hijo.

Por primera vez en la conversación, Gronevelt sonrió abiertamente.

—Eso es lo que se llama verdadero orgullo paterno.

Luego, cuando el encargado del casino se fue, Gronevelt sacudió la cabeza y le dijo a Cully:

—Recuérdalo, juegan donde cagan y donde joden. Cuando el padre muera, el hijo seguirá viniendo aquí. Por tres grandes tendrá una noche que no olvidará en su vida. Le dará al Hotel Xanadú un beneficio de un millón de pavos si no hay una revolución en su país.

Pero el primer premio, los campeones, la perla de valor incalculable que los propietarios de casinos anhelaban eran los japoneses. Eran unos jugadores que ponían los pelos de punta. Y siempre llegaban a Las Vegas en grupo. La alta dirección de un complejo industrial llegaba a jugar dólares libres de impuestos, y sus pérdidas en una estancia de cuatro días superaban muchas veces el millón de dólares. Y fue Cully quien cazó al primer premio absoluto de los jugadores japoneses para el Hotel Xanadú y para Gronevelt.

Cully había tenido una relación amorosa y de amistad del tipo «ir al cine y joder luego» con una bailarina del Follies Oriental que actuaba en un hotel del Strip. La chica se llamaba Daisy porque su nombre japonés era impronunciable. Sólo tenía unos veinte años, pero llevaba en Las Vegas casi cinco. Era una magnífica bailarina, linda como una perla en su concha, pero estaba pensando operarse para occidentalizar sus ojos e hincharse los pechos al nivel de las norteamericanas alimentadas con trigo y maíz. A Cully esto le pareció horrible y le dijo que si lo hacía destrozaría su atractivo. Daisy hizo caso del consejo sólo cuando él fingió un éxtasis mayor del que sentía por sus pechos como capullitos.

Tan amigos se hicieron, que ella le daba clases de japonés cuando se acostaban y él se quedaba toda la noche. Por las mañanas ella le servía sopa de desayuno y cuando protestaba le decía que en Japón todo el mundo comía sopa para desayunar y que ella hacía la mejor sopa de su pueblo, que quedaba cerca de Tokio. Cully se quedó asombrado al descubrir que la sopa era deliciosa y fuerte y que sentaba muy bien al estómago después de una fatigosa noche de beber y hacer el amor. Fue Daisy quien le avisó que un gran gerifalte japonés de los negocios pensaba visitar Las Vegas. Daisy recibía por avión periódicos japoneses que le enviaba su familia. Sentía nostalgia y disfrutaba leyendo cosas del Japón. Le contó a Cully que un millonario de Tokio, un tal señor Fummiro, había concedido una entrevista diciendo que iría a Norteamérica a abrir sucursales ultramarinas de su empresa, que fabricaba televisores. Daisy dijo que el señor Fummiro tenía fama en el Japón de ser un terrible jugador y que iría sin duda a Las Vegas. Le dijo también que el señor Fummiro era un pianista de mucho talento, que había estudiado en Europa y se habría convertido sin lugar a dudas en músico profesional si su padre no le hubiese ordenado hacerse cargo del negocio de la familia.

Ese día, Cully se llevó a Daisy a su oficina del Xanadú y dictó una carta que ella escribió con papel especial del hotel. Siguiendo los consejos de Daisy, procuró respetar las, para los occidentales, sutiles normas de etiqueta niponas y no ofender al señor Fummiro.

La carta invitaba al señor Fummiro a ser huésped de honor del Hotel Xanadú por el tiempo que desease y en cualquier momento que quisiese. Invitaba también al señor Fummiro a llevar cuantos invitados quisiera, todo su séquito, incluyendo a sus colegas de los Estados Unidos. Con lenguaje delicado, Daisy comunicó al señor Fummiro que esto no le costaría un céntimo, que ni siquiera los espectáculos le costarían un céntimo. Todo sería gratis. Antes de enviar la carta, Cully obtuvo autorización de Gronevelt, pues aún no tenía autoridad suficiente para disponer a su gusto de «el lápiz». Cully tenía miedo de que Gronevelt quisiese firmar la carta, pero no lo hizo. Así pues, aquellos japoneses, si es que aparecían, serían clientes de Cully. Él sería su anfitrión.

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