Los tontos mueren (43 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Por entonces salió la novela. Figuró en todas las listas de libros más vendidos del país. Fue un gran éxito de ventas, y sin embargo no pareció cambiar mi vida en ningún sentido. Al pensar en esto, comprendí que era por los pocos amigos que tenía. Tenía a Cully, a Osano, a Eddie Lancer, y eso era todo. Por supuesto, mi hermano Artie estaba orgullosísimo de mí y quiso dar una gran fiesta, en mi honor, hasta que le dije que podía dar la fiesta pero que yo no iría. Lo que me conmovió de veras fue una crítica de mi libro firmada por Osano y que apareció en la primera página de la publicación literaria en la que habíamos trabajado. Me alababa por motivos justificados, e indicaba los verdaderos fallos. A su modo habitual, exageraba el mérito del libro porque yo era su amigo. Y luego, claro, continuaba hablando de sí mismo y de la novela que estaba escribiendo.

Llamé a su casa y no contestó nadie. Le escribí una carta y recibí contestación. Cenamos juntos en Nueva York. Tenía un aspecto horrible, y le acompañaba una joven rubia muy guapa que apenas hablaba, pero que comía más que Osano y yo juntos. La presentó como «Charlie Brown» y comprendí que era la chica de Cully, pero no le transmití su mensaje. ¿Por qué iba a hacer daño a Osano?

Hubo un curioso incidente que siempre recuerdo. Le dije a Valerie que fuese a comprar ropa nueva, lo que quisiera, que yo me ocuparía aquel día de los niños. Se fue con unas amigas y volvió cargada de paquetes.

Yo estaba intentando trabajar en mi nuevo libro, pero en realidad no lograba entrar en él. Así que me enseñó lo que había comprado. Deshizo un paquete y sacó un vestido amarillo nuevo.

—Cuesta noventa dólares —dijo Valerie—. ¿Te imaginas? ¡Noventa dólares por un vestidito de verano!

—Es bonito —dije, obligado. Se lo puso por delante, sin enfundarse en él.

—Sabes —dijo—, en realidad no pude acabar de decidir si me gustaba más el amarillo o el verde. Al final me decidí por el amarillo. Creo que me sienta mejor el amarillo. ¿Qué crees?

Me eché a reír.

—Querida —dije—, ¿no se te ocurrió que podías comprar los dos?

Me miró un momento asombrada y luego también ella se echó a reír.

—Puedes comprar —le dije— uno amarillo, otro verde, otro azul y otro rojo.

Y los dos sonreímos, y creo que por primera vez nos dimos cuenta de que habíamos entrado en una especie de nueva vida. Pero, en conjunto, el éxito no me parecía tan interesante ni tan satisfactorio como había creído. Así que, tal como solía hacer, me puse a leer sobre el tema y descubrí que mi caso no era insólito; que, en realidad, muchos individuos que habían luchado toda su vida por llegar a la cima en sus profesiones, lo celebraban de inmediato tirándose por la ventana de un octavo piso.

Era invierno, y decidí llevar a mi familia de vacaciones a Puerto Rico. Sería la primera vez en nuestra vida de casados que podíamos permitirnos salir fuera. Mis hijos nunca habían ido a un campamento de verano.

Lo pasamos muy bien nadando, disfrutando del calor, de las calles pintorescas y de la comida exótica. Era una delicia alejarse del frío por la mañana y por la tarde estar bajo el sol tropical, gozando de una brisa balsámica. De noche, llevé a Valerie al casino del hotel mientras los niños nos esperaban sentados en los grandes sillones de mimbre del vestíbulo. Cada quince minutos o así, Valerie bajaba a ver si estaban bien, y por último se los llevó a todos a nuestra suite y yo estuve jugando hasta las cuatro de la mañana. Como ya era rico, naturalmente, tuve suerte. Gané unos miles de dólares y disfruté más y me divertí más ganando en aquel casino que con el éxito y las inmensas sumas de dinero que el libro me había proporcionado hasta entonces.

Cuando volvimos a casa, me aguardaba una sorpresa aún mayor. Unos estudios cinematográficos, Malomar Films, habían pagado cien mil dólares por los derechos cinematográficos de mi libro y otros cincuenta mil, más gastos, para que yo fuese a Hollywood a escribir el guión.

Hablé del asunto con Valerie. En realidad, no quería escribir guiones de cine. Le dije que vendería el libro, pero que rechazaría el contrato del guión. Creí que esto la complacería, pero, por el contrario, dijo:

—Creo que sería bueno para ti ir allí. Creo que te conviene conocer más gente. Ya sabes lo mucho que lamento a veces el que seas tan solitario.

—Podríamos ir todos —dije.

—No —dijo Valerie—. Yo estoy muy feliz aquí con mi familia, no podemos sacar a los niños del colegio y no me gustaría que se criasen en California.

Como todo el mundo en Nueva York, Valerie consideraba California una exótica avanzadilla de los Estados Unidos llena de drogadictos, asesinos y predicadores locos que le pegarían de tiros a un católico nada más verle.

—El contrato es por seis meses —dije—, pero yo podría trabajar un mes y luego volver y continuar aquí.

—Eso me parece perfecto —dijo Valerie—, y además, si te he de ser sincera, a los dos nos vendría bien un descanso.

Esto me sorprendió.

—Yo no necesito descansar de ti —dije.

—Pero yo necesito descansar de ti —dijo Valerie—. Destroza los nervios tener a un hombre trabajando en casa. Pregúntale a cualquier mujer. Altera muchísimo toda la rutina de las tareas domésticas. Hasta ahora, nunca pude decirte nada porque no podías permitirte tener un estudio fuera para trabajar, pero ahora sí puedes, y me gustaría que no trabajases más en casa. Puedes alquilar un sitio, ir por la mañana y venir a casa por la noche. Estoy segura de que trabajarías mucho mejor.

Ni siquiera ahora sé por qué me ofendió tanto que dijese aquello. Me había sentido feliz quedándome en casa y trabajando allí y me dolió de veras que ella no sintiese lo mismo. Y creo que fue esto lo que me hizo decidirme a escribir la versión cinematográfica de mi novela. Fue una reacción infantil. Si no me quería en casa, me iría, y ya vería ella lo que era bueno. Por entonces, yo estaba seguro de que lo que habría emocionado a cualquier otro escritor a mí no me emocionaba. Hollywood era un sitio del que resultaba agradable leer cosas, pero yo ni siquiera tenía ganas de visitarlo.

Comprendí que una parte de mi vida había concluido. Osano había escrito en su comentario: «Todos los novelistas, malos y buenos, son héroes. Luchan solos. Han de tener la fe de los santos. Para ellos la derrota es más frecuente que el triunfo. Y el mundo cruel no muestra la menor piedad. Les fallan las fuerzas (por eso la mayoría de los novelistas tienen puntos débiles, son fácil blanco para el ataque); los problemas de la vida real, las enfermedades de los niños, la traición de los amigos, las traiciones de las mujeres, son cosas todas ellas que deben dejar a un lado. Ignoran sus heridas y siguen luchando, pidiendo el milagro de nuevas energías.»

Desaprobaba el tono melodramático, pero era cierto que tenía la sensación de estar desertando del grupo de los héroes. No me importaba nada el que esto fuese típico sentimentalismo del escritor.

LIBRO QUINTO
27

Malomar Films, aunque subsidiaria de los Estudios TriCultura de Moisés Wartberg, operaba sobre una base completamente independiente en el aspecto creador, y tenía un pequeño estudio propio. Y así, Bernard Malomar trabajaba con libertad total para la película que proyectaba sobre la novela de John Merlyn.

A Malomar únicamente le interesaba hacer buenas películas, lo cual nunca era tarea fácil, y menos con los Estudios TriCultura de Wartberg vigilando constantemente todos sus movimientos. Odiaba a Wartberg. Eran enemigos reconocidos, pero Wartberg, como enemigo, era un individuo interesante con el que resultaba divertido tratar. Además, Malomar respetaba el talento de Wartberg como financiero y como ejecutivo. Sabía que no podía haber cineastas como él sin alguien detrás que tuviese ese talento.

Malomar, en sus elegantes oficinas situadas en un rincón de su propio estudio, tenía que enfrentarse con un grano en el culo mayor que Wartberg, aunque menos mortífero. Si Wartberg era como un cáncer en el recto, según decía en broma Malomar, Jack Houlinan era unas hemorroides y, en el trato diario, mucho más irritante.

Jack Houlinan, vicepresidente a cargo de las relaciones públicas en el departamento de creación, jugaba su papel de genio número uno en su oficio con tremenda sinceridad. Cuando te pedía que hicieras algo desagradable y te negabas, admitía con violento entusiasmo tu derecho a negarte. Su frase favorita era:

—Cualquier cosa que digas es válida para mí. Jamás intentaría convencerte de que hicieras algo que no quisieras hacer. Yo sólo preguntaba.

Esto lo decía después de un discurso de una hora explicándote por qué tenías que tirarte del rascacielos Empire State para conseguir que tu nueva película ocupase mayor espacio en el
Times
.

Pero con sus jefes, como el vicepresidente a cargo de la producción de los estudios internacionales TriCultura de Wartberg, con aquella película de Merlyn para Malomar Films, y su propio cliente personal, Ugo Kellino, era mucho más franco, más humano. Y ahora hablaba con toda franqueza con Bernard Malomar, que en realidad no le concedía tiempo para contar tonterías.

—Estamos metidos en un lío —dijo Houlinan—. Creo que esta condenada película puede ser la mayor bomba desde Nagasaki.

Malomar era el jefe de estudio más joven desde Thalberg, y le gustaba mucho interpretar el papel de genio tonto. Muy serio, dijo:

—No conozco esa película, y creo que exageras mucho. Creo que te preocupa por Kellino. Quieres que gastemos una fortuna sólo porque ese tipo decidió dirigir él mismo y quieres cubrirle los riesgos.

Houlinan era el representante particular de relaciones públicas de Ugo Kellino, con un sueldo de cincuenta mil al año. Kellino era un gran actor, pero estaba casi certificablemente loco de pura egolatría, enfermedad no muy rara entre los grandes actores, actrices, directores e incluso escritores de guiones que soñaban con convertirse en guionistas profesionales. La egolatría en la tierra del cine es como la tuberculosis en un pueblo minero. Algo endémico y devastador, aunque no necesariamente mortal.

De hecho, su egolatría hacía a muchos de ellos más interesantes de lo que habrían sido sin ella. Esto era aplicable a Kellino. Tal era su dinamismo en la pantalla, que había sido incluido en una lista de los cincuenta hombres más famosos del mundo. En su estudio tenía un recorte de periódico al que había añadido unas palabras escritas por él mismo con lápiz rojo: «Por joder». Houlinan decía siempre con voz afectada y admirada: «Kellino sería capaz de joderse a una serpiente». Acentuando la palabra, como si la frase no fuese un viejo cliché machista, sino algo especialmente acuñado para su cliente.

Un año atrás Kellino había insistido en dirigir su próxima película. Era uno de los pocos actores famosos que podía salirse con la suya al respecto. Pero le habían adjudicado un presupuesto muy estricto, dejando bien atado el dinero que le entregaban y los porcentajes correspondientes. Malomar Films aportaba un máximo de dos millones, pero no pasaría de ese tope. Sólo por si Kellino perdía el control y empezaba a hacer cien tomas de cada escena con su última chica frente a él o su último chico debajo de él. Cosas ambas que había pasado a hacer sin ningún visible, perjuicio para la película. Pero luego había empezado a meterse con el guión. Largos monólogos, las luces tenues y suaves sobre su expresión desesperada; había explicado la historia de su trágica niñez en dolorosísimas visiones retrospectivas para explicar por qué se tiraba chicos y chicas en la pantalla. Lo que quería indicar era que si hubiese tenido una niñez decente, nunca se habría tirado a nadie. Y por último él tenía la decisión final, los estudios no podían arreglar legalmente la película en la sala de montaje. Malomar no estaba demasiado preocupado, pues lo harían en caso necesario. La actuación de Kellino proporcionaría de nuevo al estudio los dos millones. De eso no había duda. Todo lo demás, daba igual. Y si las cosas se ponían muy mal, podía enterrar la película en distribución. Nadie la vería. Y él habría salido del asunto consiguiendo su principal objetivo; que Kellino actuase en la novela de John Merlyn, que había tenido tanto éxito, y que Malomar estaba convencido de que daría una fortuna a los estudios.

—Tenemos que hacer una campaña especial —decía Houlinan—. Tenemos que gastar mucho dinero. Tenemos que vender el artículo como un artículo de calidad.

—Dios mío —decía Malomar.

Malomar solía ser más comedido. Pero estaba harto de Kellino. Estaba harto de Houlinan y estaba harto del cine. Lo cual no significaba nada. Porque estaba cansado de las mujeres guapas y de los hombres simpáticos. Estaba cansado del clima de California. Para distraerse estudiaba a Houlinan. Sentía hacía él y hacia Kellino un rencor persistente desde hacía mucho tiempo.

Houlinan vestía maravillosamente. Traje de seda, corbata de seda, zapatos italianos, reloj Piaget. Le hacían por encargo las monturas de las gafas, negras y con reflejos dorados. Tenía el suave y dulce rostro irlandés de los predicadores espectrales que llenaban las pantallas de televisión de California los domingos por la mañana. Resultaba fácil creer que fuese un hijo de puta de negro corazón y que estuviese orgulloso de ello.

Años atrás, Kellino y Malomar habían tenido un enfrentamiento en un restaurante público, un vulgar enfrentamiento a gritos que se convirtió en una noticia humillante en las columnas de los periódicos y en los ambientes profesionales. Y Houlinan había dirigido una campaña para conseguir que Kellino saliese de aquello como el héroe y Malomar como el malvado, el malévolo jefe de estudio que intentaba humillar al heroico astro de cine. Houlinan era un genio, desde luego. Aunque un poco miope. Malomar le había hecho pagar aquello desde entonces.

Durante los últimos cinco años, no había pasado ni un mes sin que los periódicos publicasen la noticia de que Kellino había ayudado a alguien menos afortunado que él. ¿Que una pobre chica con leucemia necesitaba una transfusión de un tipo especial de sangre de un donante que vivía en Siberia? En la página cinco de todos los periódicos se leía que Kellino había enviado a Siberia su reactor particular. ¿Que un negro acababa en una cárcel del sur por sus protestas? Kellino enviaba por correo el dinero de la fianza. Si un policía italiano con siete hijos perecía en una emboscada de los
panteras negras
en Harlem, allá mandaba Kellino un cheque de diez mil dólares para la viuda y creaba un fondo para que los siete hijos pudieran estudiar. Si se acusaba a un
pantera negra
de matar a un policía, Kellino mandaba diez mil dólares para pagar su defensa. Si caía enfermo un famoso veterano del cine de los viejos tiempos, los periódicos informaban que Kellino se había hecho cargo de la cuenta del hospital y le había proporcionado un papel en su próxima película para que pudiera ganarse la vida. Uno de estos viejos veteranos con diez millones guardados y con odio acumulado contra su profesión, concedió una entrevista en la que atacaba la generosidad de Kellino, rechazándola, y la cosa resultaba tan divertida que ni siquiera el gran Houlinan pudo impedir su publicación.

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