Los tontos mueren (42 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Miró a Osano con una calma mortífera que respiraba malévolo triunfalismo. Estaba comida por el odio. Contempló pausadamente a su alrededor como si bebiese aquello de lo que ahora ya no podía pretender formar parte, el resplandeciente mundo literario de Osano, del que éste la había expulsado materialmente. Y miraba satisfecha a su alrededor. Luego le dijo a Osano:

—Tengo que decirte algo muy importante.

Osano dejó su whisky. Le hizo una desagradable mueca.

—Venga, suéltalo y lárgate a tomar por el culo.

—Son malas noticias —dijo Wendy muy seria.

Osano soltó una sonora y sincera carcajada. Le hacía gracia realmente.

—Tú siempre eres una mala noticia —dijo, y se echó a reír otra vez.

Wendy le miró con tranquila satisfacción.

—Tengo que decírtelo en privado.

—Oh, mierda —dijo Osano.

Pero conocía a Wendy. A ella le encantaría montar una escena. Así que la llevó a su estudio. Más tarde pensé que no se la llevó a uno de los dormitorios porque en el fondo tenía miedo a intentar tirársela, pues en ese sentido ella aún le tenía enganchado, en cierto modo. Y Osano sabía perfectamente lo que disfrutaría Wendy rechazándole. De todos modos, fue un error llevarla al estudio. Era la habitación preferida de Osano, y aún se la conservaba como lugar de trabajo. Tenía un gran ventanal por el que le gustaba mirar mientras escribía, y contemplar lo que pasaba abajo en la calle.

Me quedé esperando al pie de las escaleras. En realidad no sabía por qué, pero tenía la sensación de que Osano iba a necesitar ayuda. Por eso fui el primero en oír el grito de terror de Wendy y el primero que reaccionó ante aquel grito. Subí corriendo las escaleras y abrí de una patada la puerta del estudio.

Llegué a tiempo justo de ver a Osano coger a Wendy. Ella braceaba, intentando eludirle. Sus manos huesudas estaban crispadas como garras e intentaba arañarle la cara. Estaba aterrada, pero disfrutando al mismo tiempo. Me di cuenta de ello. Osano tenía dos largos arañazos en la mejilla derecha y sangraba. Antes de que pudiese pararle, pegó a Wendy en la cara de modo que ella se tambaleó y cayó hacia él. Con un movimiento terriblemente rápido, Osano la cogió como si fuese una muñeca que no pesase nada y la lanzó contra el ventanal con tremenda fuerza. El cristal se hizo pedazos y Wendy cayó a la calle.

No sé si me horrorizó más la visión del pequeño cuerpo de Wendy atravesando el cristal o la expresión de furia demente de Osano. Salí corriendo al salón y grité:

—Llamad a una ambulancia.

Luego cogí un abrigo del recibidor y corrí a la calle. Wendy estaba tirada en la acera como un insecto con las piernas rotas. Cuando salía de la casa, ella intentaba incorporarse apoyada en manos y piernas, pero sólo consiguió ponerse de rodillas. Se quedó así, como una araña que intentase caminar, y luego cayó otra vez.

Me arrodillé junto a ella y la cubrí con el abrigo. Me quité la chaqueta y se la coloqué doblada bajo la cabeza. Tenía dolores, pero no sangraba por la boca ni por los oídos, ni tenía esa especie de película mortecina en los ojos que mucho tiempo atrás, durante la guerra, yo identificaba como una clara señal de peligro. Su cara parecía al fin tranquila y en paz consigo misma. Le tomé una mano y estaba caliente; abrió los ojos.

—No tienes nada —dije—. Ahora vendrá la ambulancia. No hay problema.

Abrió los ojos y me sonrió. Estaba muy guapa, y por primera vez comprendí que Osano estuviese fascinado por ella. Tenía dolores pero sonreía:

—Esta vez está listo ese hijoputa —dijo.

En el hospital descubrieron que tenía roto un dedo del pie y fractura de clavícula. Su estado le permitió explicar lo que había pasado, y la policía fue a por Osano y se lo llevó. Llamé a su abogado. Éste me dijo que no dijese una palabra y que él lo arreglaría. Conocía a Osano y a Wendy desde hacía mucho y lo comprendió todo antes que yo. Me dijo que me quedase donde estaba hasta tener noticias suyas.

La fiesta, claro está, se deshizo cuando los policías interrogaron a algunas personas, entre ellas a mí.

Dije que sólo había visto a Wendy caer por la ventana. No, no había visto a Osano junto a ella, les dije. Y dejaron las cosas así. La ex esposa de Osano me sirvió de beber y se sentó junto a mí en el sofá. Tenía una sonrisilla extraña en el rostro.

—Siempre supe que pasaría esto —dijo.

El abogado tardó casi tres horas en llamarme. Dijo que había sacado a Osano bajo fianza, pero que sería aconsejable que alguien estuviese con él un par de días. Osano se iría a su apartamento-estudio del Village. ¿Querría yo hacerle compañía e impedir que hablase con la prensa? Le dije que sí. Entonces el abogado me informó. Osano había declarado que Wendy le había atacado y que él la había empujado para apartarla de sí y que entonces ella había perdido el equilibrio y había caído por la ventana. Ésta fue la versión que se comunicó a la prensa. El abogado estaba seguro de que podría conseguir que Wendy, por su propio interés, confirmase esta versión. Si Osano iba a la cárcel, perdería dinero en la pensión del divorcio y en la de los niños. Si se impedía que Osano dijese algo escandaloso, todo se arreglaría en un par de días. Osano tardaría una hora en llegar a su apartamento, el propio abogado le acompañaría.

Salí pues de aquella casa y llegué en taxi al Village. Esperé en la entrada del edificio de apartamentos a que llegase el coche con chófer del abogado. Salió de él Osano.

Tenía un aspecto espantoso. Los ojos desorbitados, la piel de un blanco mortecino. Pasó delante de mí y entré con él en el ascensor. Sacó las llaves, pero le temblaban las manos y tuve que abrir yo por él.

En cuanto entramos en su pequeño estudio, Osano se tumbó en el sofá. Aún no me había dicho una palabra. Se quedó allí tumbado, cubriéndose la cara con las manos, por el agotamiento, no por la desesperación. Contemplé el estudio y pensé: aquí está Osano, uno de los escritores más famosos del mundo, y vive en este agujero. Pero luego recordé que pocas veces vivía allí. En realidad, vivía en su casa de los Hamptons o en Provincetown. O con una de las ricas divorciadas con las que tenía un ligue durante unos meses.

Me senté en un polvoriento sillón y desplacé con el pie una pila de libros al rincón.

—Les dije a los polis que no había visto nada —expliqué a Osano.

Osano se incorporó. Se quitó las manos de la cara. Desconcertado, pude ver que sonreía.

—Dios mío, ¿verdad que te gustó verla volar así por el aire? Siempre dije que era una bruja. No la tiré con tanta fuerza. Volaba por su propia voluntad.

Le miré fijamente.

—Creo que estás perdiendo el juicio —le dije—. Sería mejor que te viera un médico.

Mi tono era frío. No podía olvidar a Wendy tirada en la calle.

—Qué coño. Se pondrá bien enseguida —dijo Osano—. Y no preguntes por qué. ¿O te crees que me dedico a tirar a todas mis ex esposas por la ventana?

—Eso no tiene excusa —dije.

Osano rió entre dientes.

—Cómo se ve que no conoces a Wendy. Apuesto veinte pavos a que cuando te lo cuente me dices que tú habrías hecho lo mismo.

—Apostado —dije.

Entré en el baño, mojé un paño y se lo pasé. Se enjuagó cara y cuello y suspiró con placer al sentir el frescor del agua.

Luego se acomodó en el sofá.

—Me recordó que me había escrito cartas, los dos últimos meses, pidiéndome dinero para nuestro hijo. Por supuesto, no le mandé dinero porque se lo gastaría en cosas para ella. Entonces me dijo que no había querido molestarme mientras estaba ocupado en Hollywood, pero que nuestro hijo más pequeño había enfermado de meningitis y, como no tenía bastante dinero, le había ingresado en la sección de beneficencia del hospital municipal, Bellevue, nada menos. ¿Te das cuenta, la muy zorra? No me ha querido comunicar que estaba enfermo porque pensaba montarme después todo este número, echarme toda la culpa a mí.

Yo sabía cuánto quería Osano a todos sus hijos, los de todas sus mujeres. Esta capacidad suya para el amor me sorprendía. Siempre les mandaba regalos en los cumpleaños y siempre pasaban los veranos con él. E iba a verlos esporádicamente para llevarles al cine o a cenar o a ver un partido. Y me sorprendía también el que no estuviese preocupado por el niño enfermo. Se dio cuenta de lo que yo pensaba, pues dijo:

—El niño sólo tenía fiebre muy alta, una infección respiratoria. Mientras tú ayudabas tan galantemente a Wendy, antes de que llegara la policía, llamé al hospital. Me dijeron que no me preocupara. Llamé a mi médico y se llevó al niño a una clínica particular. Así que todo está resuelto.

—¿Quieres que me quede contigo aquí? —pregunté.

Osano movió la cabeza.

—Tengo que ver a mi hijo y ocuparme de los otros ahora que su madre no está con ellos. Aunque ella saldrá del hospital mañana, la muy zorra.

Antes de irme, le pregunté a Osano:

—Cuando la tiraste por la ventana, ¿recordaste que sólo había dos pisos hasta la calle?

Me sonrió de nuevo.

—Claro —dijo—. Y además, en ningún momento pensé que caería por la ventana. Te digo que es una bruja.

Todos los periódicos de Nueva York dieron la noticia al día siguiente en primera página. Osano aún era lo bastante famoso para que le trataran así. Al final, no fue a la cárcel porque Wendy retiró las acusaciones. Dijo que quizás hubiese tropezado y se hubiese caído por la ventana. Pero eso fue al día siguiente y el daño ya estaba hecho. En el trabajo hicieron dimitir a Osano y yo tuve que dimitir con él. Un columnista, que quería hacerse el gracioso, dijo que si Osano ganaba el premio Nobel, sería el primer premio Nobel que había tirado a su mujer por la ventana. Pero lo cierto era que todo el mundo sabía que aquella pequeña comedia ponía fin a cualquier esperanza de Osano en ese sentido. No podían conceder el respetable Nobel a un personaje sórdido como Osano. Y Osano no ayudó a arreglar las cosas, porque poco después escribió un artículo satírico sobre los diez mejores modos de asesinar a una esposa.

Pero en aquel momento, los dos nos enfrentamos a un problema. Yo tenía que ganarme la vida trabajando por mi cuenta, sin un sueldo fijo. Osano tenía que esconderse en algún sitio donde la prensa no le acosara. Yo pude resolver el problema de Osano. Llamé a Cully a Las Vegas, le expliqué lo que había pasado y le pregunté si podía tener a Osano en el Hotel Xanadú un par de semanas. Sabía que nadie iría a buscarle allí. Y Osano aceptó. Nunca había estado en Las Vegas.

26

Con Osano retirado en lugar seguro, en Las Vegas, pude dedicarme a resolver mi otro problema. No tenía trabajo. Así que acepté todas las colaboraciones y trabajos independientes que pude conseguir. Hice críticas de libros para la revista
Time
, para el
Times
de Nueva York, y el nuevo director de la publicación en que había trabajado me dio también colaboraciones. Pero la situación me destrozaba los nervios. Nunca sabía de cuánto dinero iba a disponer en un momento concreto. Y así decidí concentrarme al máximo en terminar mi novela, con la esperanza de que me proporcionase mucho dinero. Durante los dos años siguientes, mi vida fue muy sencilla. Pasaba de doce a quince horas diarias en mi cuarto de trabajo. Iba al supermercado con mi mujer y durante el verano llevaba los domingos a los niños a la playa para que Valerie pudiera descansar. A veces, tomaba pastillas a media noche para no dormirme y poder trabajar hasta las tres o las cuatro.

Durante esa época, cené algunas veces con Eddie Lancer en Nueva York. Eddie se había convertido en guionista de Hollywood, y era evidente que ya no escribiría novelas. Le gustaba la vida que llevaba allí, las mujeres, el dinero fácil, y juraba que jamás volvería a escribir otra novela. Cuatro guiones suyos se habían convertido en películas de gran éxito y tenía mucho prestigio. Me ofreció trabajar con él si quería irme allí, pero le dije que no. No podía imaginarme trabajando en el mundo del cine. Pues, pese a las historias divertidas que Eddie me contaba, veía claramente que ser escritor en aquel mundo no era nada divertido. Dejabas de ser artista. Te limitabas a traducir las ideas de otro.

En esos dos años, vi a Osano una vez al mes. Estuvo una semana en Las Vegas y luego desapareció. Cully me llamó para quejarse de que Osano se había largado con su chica favorita, que por cierto se llamaba Charlie Brown. No es que Cully se hubiese enfadado mucho, simplemente estaba atónito. Me dijo que la chica era muy guapa, que estaba haciendo una fortuna en Las Vegas bajo su dirección y que se estaba dando la gran vida, por lo que no entendía cómo lo había abandonado todo para largarse con un escritor viejo y gordo que no sólo engullía cerveza sin parar, sino que era el mayor chiflado que Cully había visto en su vida.

Le dije que aquél era otro favor que le debía y que si veía a la chica con Osano en Nueva York, le pagaría el billete de avión para que volviera a Las Vegas.

—Basta que le digas que se ponga en contacto conmigo —dijo Cully—. Dile que la echo de menos, que la quiero. Dile lo que te parezca. Lo que quiero es que vuelva. Esa chica vale para mí una fortuna en Las Vegas.

—Bien, de acuerdo —dije.

Pero cuando fui a cenar con Osano en Nueva York, estaba solo y no me pareció que pudiese disfrutar del afecto de una chica joven y guapa con las cualidades que Cully había descrito.

Es curioso lo que pasa cuando te enteras del éxito de alguien, de que se ha hecho famoso. Esa fama es como una estrella fugaz que ha brotado de pronto de la nada. Pero tal como me sucedió a mí, la cosa fue sorprendentemente insípida.

Yo llevé una vida de eremita durante dos años y al final conseguí acabar el libro, se lo entregué a mi editor y me olvidé de él. Al cabo de un mes, el editor me llamó a Nueva York para decirme que habían vendido mi novela a una editorial de libros de bolsillo por medio millón de dólares. Me quedé asombrado. No podía creérmelo. Mi editor, mi agente, Osano, Cully, todos me habían advertido que un libro sobre el rapto de un niño en el que el héroe es el raptor, no atraería al gran público. Manifesté mi asombro al editor y éste me dijo:

—Cuentas una historia tan magnífica, que no importa.

Cuando volví a casa aquella noche y le conté a Valerie lo ocurrido, tampoco ella pareció sorprendida. Dijo sin más, con mucha calma:

—Podremos comprar una casa más grande. Los niños crecen, necesitan más espacio.

Y luego la vida continuó como antes, salvo que Valerie encontró una casa a sólo diez minutos de la de sus padres, la compramos y nos trasladamos allí.

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