Los tontos mueren (38 page)

Read Los tontos mueren Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Doran hizo cuanto pudo, pero cuando el desastre acecha, esto no sirve de nada.

—Necesitas pasar una noche por ahí —dijo Doran—. Relajarte un poco, una cena apacible en compañía agradable, un tranquilizante para poder dormir. Quizás una mamada.

Doran era absolutamente encantador con las mujeres. Pero cuando estaba entre hombres insultaba a la especie femenina.

En fin, Osano tenía que montarse su pequeño número antes de dar su aprobación. Después de todo, un escritor de fama mundial, un futuro ganador del premio Nobel, no iba a conformarse con que le trataran como a un muchachito. Pero el agente ya había manejado antes tipos como Osano.

Doran Rudd había tratado con un secretario de estado, un presidente, y el evangelista más destacado de Norteamérica, que arrastraba millones de creyentes al Santo Tabernáculo y era el hijoputa más caliente y mujeriego del mundo, según Doran.

Fue un placer ver cómo el agente suavizaba la irritación de Osano. Aquello no era una operación tipo Las Vegas, en la que te mandaban chicas a tu habitación como si fuesen pizza. Aquello era algo de clase.

—Conozco una chica realmente inteligente que se muere de ganas de conocerte —dijo Doran a Osano—. Ha leído todos tus libros. Te considera el mejor escritor de Norteamérica. En serio. Y no es una chica cualquiera. Se licenció en psicología en la universidad de California, y acepta pequeños papeles en películas para poder establecer contactos y escribir un guión. Es la chica ideal para ti.

Por supuesto, no consiguió engañar a Osano. Osano sabía de sobra lo que pasaba, que pretendían engañarle para darle lo que realmente quería. Así que no pudo resistir la tentación de decir, cuando Doran descolgó el teléfono:

—Todo eso está muy bien, pero, ¿podré tirármela?

El agente estaba ya marcando con un bolígrafo de punta dorada.

—Tienes un noventa por ciento de posibilidades —dijo.

—¿Cómo calculaste esa cifra? —preguntó Osano rápidamente.

Siempre hacía esto cuando alguien le soltaba una estadística. Odiaba las estadísticas. Creía incluso que el
New York Times
se inventaba sus cotizaciones de bolsa sólo porque uno de sus paquetes de acciones de IBM lo cotizaron en 295 y, cuando intentó venderlo, sólo pudo conseguir 290 por acción.

Doran se quedó sorprendido. Dejó de marcar.

—Se la he presentado a cinco tipos desde que la conozco. Y cuatro lo consiguieron.

—Eso es un ochenta por ciento —dijo Osano.

Doran empezó a marcar otra vez. Cuando contestó una voz, se retrepó en su silla giratoria y nos guiñó un ojo. Luego fue a lo suyo.

Me pareció admirable. Realmente admirable. Era excelente en aquello. Tenía una voz tan cálida, una risa tan contagiosa.

—¿Katherine? —gorjeó el agente—. Escucha. Estuve hablando con el director que va a hacer esa película del oeste con Clint Eastwood. ¿Querrás creer que te recordaba de aquella entrevista del año pasado? Dijo que hiciste la mejor lectura de todas, pero que tenía que elegir a alguien con nombre y que después de la película lamentó haberlo hecho. En fin, quiere verte mañana a las once o a las tres. Luego te llamaré para decirte la hora exacta. ¿Vale? Escucha, tengo una impresión magnífica de todo esto. Creo que es la gran oportunidad. Que ha llegado tu momento. No, no, en serio.

Luego escuchó un rato.

—Sí, sí. Creo que lo harás muy bien. Maravillosamente —puso los ojos cómicamente en blanco, mirándonos, lo cual hizo que le detestara—. Sí, le sondearé y ya te diré algo. Oye, escucha, ¿a que no sabes quién está ahora mismo aquí, en mi oficina? No. Tampoco. Mira, es un escritor. Osano. Sí, en serio. De veras. Que sí, de veras. Y lo creas o no, te mencionó casualmente, no por el nombre, pero estuvimos hablando de películas y mencionó el papel ese que hiciste tú en
Muerte en la ciudad
. ¿No es curioso? Sí, es un admirador tuyo. Sí, ya le he dicho que eres una enamorada de su obra. Escucha, se me ha ocurrido una gran idea. Voy a cenar con él esta noche en Chasen's, ¿por qué no vienes a adornar nuestra mesa? Magnífico. Haré que pase un coche a recogerte a las ocho. Muy bien, querida. Eres mi favorita. Sé que le gustarás. No es de los que aceptan a cualquiera. No le gustan las trepadoras. Necesita conversación y me he dado cuenta de que los dos congeniaréis muy bien. De acuerdo, adiós, querida.

El agente colgó, se acomodó en su silla y nos dirigió su encantadora sonrisa.

—De veras que es una muchacha simpática —dijo.

Me di cuenta de que a Osano le deprimía un poco todo aquello. En realidad, le agradaban las mujeres y le molestaba que las engañasen. Decía muchas veces que prefería que una mujer le engañase a engañarla él. De hecho, en una ocasión me explicó toda su filosofía respecto al amor. Me explicó que, según él, era mejor ser la víctima.

—Míralo de este modo —había dicho Osano—: Cuando estás enamorado de una tía disfrutas de lo mejor del asunto aun cuando ella esté engañándote. Tú eres quien se siente maravillosamente, quien disfruta cada minuto. Ella es la que lo pasa muy mal. Ella está trabajando... tú jugando. Así que, ¿por qué quejarse cuando ella por fin te machaca y te das cuenta de que ha estado engañándote?

Pues bien, su filosofía se vio puesta a prueba aquella noche. Llegó a casa antes de las doce: llamó a mi habitación, y vino a echar un trago y a explicarme lo que le había pasado con Katherine. Aquella noche el porcentaje de Katherine había disminuido. Era una morenilla vibrante y encantadora y desbordó a Osano. Le encantaba Osano. Le adoraba. Le emocionaba el poder cenar con él. Doran captó el mensaje y desapareció después del café. Osano y Katherine estaban tomando una última botella de champán para relajarse antes de volver al hotel a concluir el asunto.

Ahí fue donde la suerte de Osano dio un giro, aunque hubiese podido resolver la cuestión de no ser por su ego.

Lo que jodió el asunto fue uno de los actores más insólitos de Hollywood. Se llamaba Dickie Sanders, y había ganado un Oscar y participado en seis películas de gran éxito. Lo que le hacía único era el hecho de ser enano. Esto no es tan malo como parece. Su único problema era el de ser tan bajo. Porque era un tipo muy guapo para ser enano. Podemos decir que era una especie de James Dean en miniatura. Tenía la misma sonrisa dulce y triste y la utilizaba con las mujeres con efectos devastadores y calculados. Las mujeres no podían resistirse. Y, como dijo Doran después, cuentos aparte, ¿qué tía con ganas de joder puede resistir la tentación de acostarse con un enano guapo?

Así pues, cuando Dickie Sanders entró en el restaurante, no hubo ninguna disputa. Estaba solo y se detuvo en la mesa de ellos para saludar a Katherine; al parecer se conocían, ella había hecho un papel pequeño en una de las películas de él. En fin, Katherine le adoraba por lo menos el doble de lo que adoraba a Osano. Y Osano se cabreó tanto que la dejó allí con el enano y volvió solo al hotel.

—Esta mierda de ciudad —dijo—. Un tipo como yo desbancado por un jodido enano.

Estaba realmente muy afectado. Su fama nada significaba. El inminente premio Nobel nada significaba. Sus Pulitzers y sus premios nacionales del libro de nada servían. Tenía que ceder el primer puesto a un actor enano, y eso no podía soportarlo.

Tuve que llevarle a su habitación y meterle en la cama. Mis últimas palabras de consuelo fueron:

—Escucha, no es un enano, sólo es un tipo muy bajo.

A la mañana siguiente, cuando Osano y yo cogimos aquel avión para Nueva York, aún seguía deprimido. No sólo por haber rebajado el porcentaje de Katherine, sino porque la versión cinematográfica de su libro era una porquería. Estaba convencido de que el guión era muy malo y tenía razón. Así que en el avión estuvo de muy mal humor, y exigió un whisky a la azafata antes incluso de despegar.

Estábamos en los primeros asientos, junto a la cabina, y en los asientos del otro lado del pasillo iba una de esas parejas de mediana edad, los dos muy delgados y muy elegantes. El hombre tenía una expresión de desdicha y abatimiento que resultaba en cierto modo atractiva. Daba la impresión de que vivía en un infierno personal, pero que se lo había merecido. Se lo había merecido por su arrogancia exterior, la elegancia de su atuendo, el rencor que se pintaba en su mirada. Estaba sufriendo y parecía decidido a que todos los que estuviesen a su alrededor sufriesen también, si consideraba que podían soportarlo.

Su mujer parecía la clásica mujer mimada. Era evidentemente rica, más rica que su marido, aunque posiblemente los dos lo fuesen: se veía claramente que lo eran por la forma en que cogían el menú que les daba la azafata. Por cómo miraban beber a Osano aquel whisky teóricamente ilegal.

La mujer tenía esa belleza marcada y definida que preserva la cirugía plástica de calidad, y lucía el tostado uniforme de las lámparas solares diarias y del sol del sur. Tenía además un rictus agrio, que es quizás la cosa más fea que pueda tener una mujer. A sus pies, apoyada contra la mampara de la cabina, había una caja con enrejado de alambre donde iba el perro de aguas francés más hermoso del mundo. Tenía un pelo rizado y plateado que le caía en bucles sobre los ojos; la boca rosada, y una cinta rosa en la cabeza. Tenía incluso un hermoso rabo con un lazo rosa que se balanceaba suavemente. Era el perrito más feliz que podáis imaginar y el de más dulce aspecto. Aquellos dos miserables seres humanos que eran sus propietarios, evidentemente estaban muy satisfechos de poseer aquel tesoro. La expresión del hombre se dulcificaba levemente cuando miraba al perro. La mujer no mostraba el menor placer, sólo orgullo de propietaria, igual que una vieja fea que tiene a su cargo a su hija bella y virgen a la que está preparando para la plaza del mercado. Cuando extendía la mano para que el perrillo se la lamiera lascivamente, era como un Papa tendiendo la mano para que besaran su anillo.

Lo magnífico de Osano era que nunca se perdía nada, aunque pareciese estar mirando hacia otro sitio. Había prestado atención estricta a su trago, hundido en su asiento. Pero de pronto me dijo:

—Preferiría que me la chupara el perro antes que la tía.

Los motores del reactor hacían imposible el que la mujer del otro lado del pasillo le oyera, pero de todos modos me puse nervioso. Ella me dirigió una mirada fría y despectiva, aunque quizás mirase siempre así a la gente.

Entonces me sentí culpable de haberles condenado a ella y a su marido. Después de todo, eran dos seres humanos. ¿Por qué demonios me había dedicado a denigrarles basándome en la pura especulación? En fin, el caso es que le dije a Osano:

—Quizás no sean tan horribles como parecen.

—Sí, claro que lo son —dijo.

Esto no era propio de él. Podía ser racista, patriotero y fanático, pero sólo superficialmente. En realidad, sin creérselo. Así que no comenté nada más, y cuando la linda azafata nos encerró en nuestros asientos para cenar, le conté cosas de Las Vegas. No podía creer que yo hubiese sido en ciertos tiempos un jugador empedernido.

Ignorando a la pareja de al lado, olvidándoles, le dije:

—¿Sabes cómo llaman los jugadores al suicidio?

—No —dijo Osano.

Sonreí.

—Le llaman el Gran As.

Osano meneó la cabeza.

—Eso es maravilloso —dijo secamente.

Vi que menospreciaba un poco lo melodramático de la expresión, pero continué:

—Eso fue lo que me dijo Cully la mañana en que Jordan se suicidó. Cully vino y me dijo: «¿Sabes lo que hizo el cabrón de Jordy? Se sacó el Gran As de la manga. El muy pijo utilizó su Gran As».

Hice una pausa, recordándolo más claramente entonces, años después. Resultaba curioso. Aquella frase se me había olvidado, no recordaba habérsela oído a Cully aquella noche.

—Lo dijo como con mayúsculas, ¿comprendes? El Gran As.

—¿Por qué crees que lo hizo, en realidad? —preguntó Osano.

Aunque no le interesaba demasiado, se daba cuenta de que a mí me inquietaba el tema.

—¿Quién demonios puede saberlo? —dije—. Yo me creía muy listo. Pensaba que le entendía muy bien. Y casi le entendí. Pero luego me engañó. Eso es lo que me fastidia.

Me hizo dudar de su humanidad, su trágica humanidad. Nunca dejes que nadie te haga dudar de la humanidad de un ser humano.

Osano rió entre dientes, e hizo un gesto indicando a los de al lado.

—¿Como ellos? —preguntó. Y entonces me di cuenta de que aquello era lo que me hacía contarle la historia.

Miré a la pareja.

—Quizás.

—De acuerdo —dijo—. Pero a veces resulta difícil. Sobre todo con los ricos, ¿Sabes qué es lo peor de los ricos? Que se creen tan buenos como el que más sólo porque tienen mucha pasta.

—¿No lo son? —pregunté.

—No —dijo Osano—. Son como jorobados.

—¿Los jorobados no son tan buenos como cualquiera? —pregunté. Estuve a punto de decir enanos.

—No —dijo Osano—. Ni tampoco la gente que tiene sólo un ojo, ni los chiflados ni los críticos, ni las tías feas ni los cobardicas. Tienen que esforzarse para ser como los demás. Pero esa pareja no se esfuerza. Nunca lo conseguirán.

Estaba poniéndose un poco irracional e ilógico, sin demasiada brillantez. Pero, qué demonios, había pasado una mala semana. Y no es corriente el que un enano te deshaga un plan.

Le dejé desahogarse.

Terminamos de cenar. Osano se bebió el pésimo champán y comió la pésima comida que, incluso en primera clase, se cambiaría por una salchicha de Coney Island. Cuando bajaron la pantalla de cine, Osano se quitó el cinturón de seguridad y subió las escaleras hasta la sala cupular del avión. Terminé el café y le seguí arriba.

Se había sentado en un sillón de respaldo alto y había encendido uno de sus largos habanos. Me ofreció otro y lo acepté. Estaban empezando a gustarme, y eso a Osano le encantaba. Era siempre generoso, pero con los habanos solía ser comedido. Si le cogías uno, te vigilaba estrechamente para ver si lo disfrutabas lo bastante para merecerlo. La sala empezaba a llenarse. La azafata de servicio estaba muy ocupada preparando bebidas. Cuando le trajo a Osano su martini, se sentó en el brazo de su sillón y él le puso una mano en el regazo para coger la suya.

Me di cuenta de que una de las grandes ventajas de ser tan famoso como Osano era que podías hacer cosas así. En primer lugar, tenías la seguridad necesaria. En segundo, la joven, en vez de considerarte un viejo sucio, se sentía en general enormemente halagada de que alguien tan importante pudiese considerarla atractiva. Si Osano quería jodérsela, ella tenía que ser algo especial. No sabían que Osano era tan caliente que podía joder con cualquier cosa con faldas. Lo cual no está tan mal como parece, pues muchos tipos como él se jodían cualquier cosa, tuviese faldas o pantalones.

Other books

Dance For Me by Dee, Alice
Jungleland by Christopher S. Stewart
The Soul Room by Corinna Edwards-Colledge
Too Many Clients by Stout, Rex
The Threshold by Millhiser, Marlys
The Ghostly Hideaway by Doris Hale Sanders
Left for Dead by Kevin O'Brien