Pasaron tres semanas sin que hubiese respuesta. Durante ese tiempo, Cully consagró más horas a estudiar con Daisy. Aprendió que debía sonreír siempre mientras hablase con un cliente japonés. Que él siempre tenía que mostrar la máxima cortesía en la voz y en los gestos. Ella le indicó que cuando percibiese un leve silbido en la conversación con un japonés, era señal de irritación, señal de peligro. Era como el silbido de las serpientes. Cully recordaba ese silbido de los parlamentos de los japoneses en las películas de la segunda guerra mundial. Había creído que se trataba sólo de una peculiaridad del actor.
Cuando llegó la respuesta, llegó en la forma de una llamada telefónica del señor Fummiro desde su oficina de Los Angeles. ¿Tendría el Hotel Xanadú dos suites listas para el señor Fummiro, el presidente de la Compañía de Ventas Internacional Japonesa y su vicepresidente ejecutivo, el señor Niigeta? ¿Y diez habitaciones más para los otros miembros del séquito del señor Fummiro?
Pasaron la llamada a Cully porque habían preguntado concretamente por él y él contestó que sí. Luego, loco de alegría, llamó inmediatamente a Daisy y le dijo que la llevaría de compras durante los días siguientes. Le dijo que dispondría diez suites para el señor Fummiro con el fin de que todos los miembros de su séquito estuviesen cómodos. Ella le dijo que no hiciese tal cosa, que el señor Fummiro se sentiría rebajado si el resto de la expedición tenía alojamientos iguales a los suyos. Luego Cully le pidió a Daisy que fuese aquel mismo día en avión a Los Angeles a comprar kimonos que pudiese ponerse el señor Fummiro en la intimidad de su suite. Ella le dijo que también esto ofendería al señor Fummiro, que se ufanaba de estar occidentalizado, aunque probablemente llevase las cómodas prendas tradicionales japonesas en la intimidad de su hogar. Cully, buscando desesperadamente cubrir todos los detalles, le sugirió a Daisy que acudiese también a recibir al señor Fummiro y que actuase como intérprete y compañera de mesa. Daisy se echó a reír y dijo que eso sería lo último que podía desear el señor Fummiro. Se sentiría sumamente incómodo con aquella japonesa occidentalizada observándole en un país extranjero.
Cully aceptó todos los consejos de Daisy. Pero insistió en una cosa. Le dijo a Daisy que preparase sopa japonesa los tres días que duraría la estancia del señor Fummiro. Cully se pasaría por su apartamento todas las mañanas temprano para recoger la sopa y haría que se llevase a la suite del señor Fummiro cuando éste pidiese el desayuno. Daisy gruñó un poco pero prometió hacerlo.
Aquella tarde, Cully recibió una llamada de Gronevelt.
—¿Qué demonios hace un piano en la suite cuatro diez? —dijo Gronevelt—. Acaba de llamarme el encargado del hotel. Dice que no respetas los canales establecidos y que has organizado un lío tremendo.
Cully le comunicó la llegada de señor Fummiro y sus gustos especiales. Gronevelt rió entre dientes y dijo:
—Lleva mi Rolls cuando vayas a recogerle al aeropuerto.
Era un coche que sólo usaba para los millonarios tejanos más ricos o para sus clientes favoritos, a quienes agasajaba él personalmente.
Al día siguiente, Cully estaba en el aeropuerto con tres botones del hotel, el Rolls con chófer y dos limusinas Cadillac. Dispuso lo necesario para que el Rolls y las limusinas pudiesen pasar directamente al campo de aterrizaje y sus clientes no tuviesen que someterse a toda la rutina del aeropuerto. Saludó al señor Fummiro tan pronto como éste bajó las escaleras del avión.
El grupo de japoneses era inconfundible, no sólo por sus rasgos sino por cómo iban vestidos. Todos llevaban el típico traje negro de hombre de negocios, mal cortado para criterios occidentales, con camisas blancas y corbatas negras. Los diez parecían un grupo de animosos dependientes en vez del consejo de dirección del conglomerado comercial más rico y poderoso del Japón.
El señor Fummiro era además fácil de identificar. Era el más alto del grupo, muy alto en relación con los demás. Por lo menos uno setenta y cinco. Y era guapo, con rasgos marcados y firmes, ancho de hombros y pelo negro azabache. Podría haber pasado por un famoso actor de Hollywood interpretando un papel exótico que le hacía parecer falsamente oriental. Durante un breve segundo cruzó por el pensamiento de Cully la idea de que todo aquello pudiese ser una estafa muy bien preparada.
De los otros, sólo uno se aproximaba a la estatura de Cully. Era algo más bajo que él y mucho más delgado. Y tenía los dientes saltones del japonés de caricatura. Los demás eran pequeños y pasaban desapercibidos. Todos ellos llevaban elegantes carteras negras de imitación.
Cully tendió la mano con absoluta seguridad hacia Fummiro y dijo:
—Soy Cully Cross del Hotel Xanadú. Bienvenidos a Las Vegas.
El señor Fummiro esbozó una sonrisa de lo más cortés. Mostró unos blancos dientes, grandes y perfectos, y dijo, en un inglés con ligero acento:
—Encantado de conocerle.
Luego presentó al individuo de los dientes saltones como el señor Niigeta, su vicepresidente ejecutivo. Murmuró luego los nombres de los otros, y todos estrecharon ceremoniosamente la mano de Cully. Éste cogió los resguardos de su equipaje y les aseguró que ya trasladarían todas sus cosas a sus habitaciones del hotel. Luego les acomodó en los coches. Él, Fummiro y Niigeta en el Rolls, los demás en los Cadillacs. Camino del hotel explicó a sus pasajeros que tendrían a su disposición el crédito necesario. Fummiro dio una palmada a la cartera de Niigeta y dijo, con su inglés ligeramente imperfecto:
—Le hemos traído dinero en efectivo.
Los dos sonrieron a Cully. Cully les sonrió también. Procuraba no olvidar que tenía que sonreír siempre que hablase, al explicarles todos los servicios del hotel y todos los espectáculos que podían ver en Las Vegas. Por una fracción de segundo pensó en mencionar la compañía de mujeres, pero cierto instinto le hizo contenerse.
En el hotel, les condujo directamente a sus habitaciones e hizo que un empleado les llevase las hojas de inscripción para que las firmaran. Estaban todos en la misma planta, Fummiro y Niigeta tenían suites contiguas con una puerta de comunicación. Fummiro inspeccionó las habitaciones de todo su grupo, y Cully vio el brillo de satisfacción que se pintaba en sus ojos al ver que su suite era con mucho la mejor. Pero los ojos de Fummiro se iluminaron aún más cuando vio el pequeño piano que había en su suite. Se sentó inmediatamente y se puso a teclear, escuchando. Cully deseó que estuviera bien afinado. Él no podía determinarlo, pero Fummiro asintió vigorosamente y, con una amplia sonrisa y la cara iluminada de satisfacción, dijo:
—Muy bien, muy amables.
Luego estrechó efusivamente la mano de Cully.
Después, Fummiro indicó a Niigeta que abriese la cartera que traía. Cully enarcó las cejas, con asombro mal contenido. La cartera estaba llena de billetes. No tenía idea de cuánto podía ser.
—Nos gustaría dejar esto en depósito en la caja de su casino —dijo el señor Fummiro—. Luego podemos ir sacando el dinero que necesitamos para nuestras breves vacaciones.
—Por supuesto —dijo Cully.
Niigeta cerró la cartera y los dos bajaron al casino, dejando descansar a Fummiro a solas en su suite.
Fueron a la oficina del encargado, y contaron allí el dinero. Había quinientos mil dólares. Cully se aseguró de que le daban a Niigeta el recibo correspondiente y que se realizaban los trámites burocráticos necesarios para que pudiesen disponer del dinero cuando lo deseasen. El propio encargado del casino estaría con Cully para conocer a Fummiro y Niigeta y mostrárselos a los jefes de sección y a los superintendentes. Así los dos japoneses no tendrían más que alzar un dedo y les darían fichas; luego, firmarían un comprobante. Sin ningún alboroto, sin necesidad de identificarse. Y recibirían tratamiento regio, el máximo respeto. Un respeto especialmente puro porque sólo se relacionaba con el dinero.
Durante los tres días siguientes, Cully aparecía en el hotel a primera hora de la mañana con la sopa de desayuno de Daisy. Los encargados del servicio de habitaciones tenían orden de notificarle que el señor Fummiro había pedido su desayuno en cuanto éste lo hiciese. Cully le concedía una hora para comer y luego llamaba a la puerta para darle los buenos días. Se encontraba a Fummiro ya al piano, tocando con mucho sentimiento, el cuenco de sopa vacío, en la mesa, tras él. En esas reuniones matutinas, Cully proporcionaba al señor Fummiro y a sus amigos entradas para los espectáculos y pases para las giras por la ciudad. El señor Fummiro sonreía constantemente, cortés y agradecido, y el señor Niigeta cruzaba la puerta que comunicaba su suite con la del señor Fummiro para saludar a Cully y darle las gracias por la sopa del desayuno, que evidentemente habían compartido. Cully tenía siempre presente lo de sonreír y cabecear cuando ellos lo hacían.
Entretanto, en sus tres días de juego en Las Vegas, el grupo de diez japoneses aterrorizó a los casinos. Andaban siempre juntos y jugaban en la misma mesa de bacarrá. Cuando Fummiro tenía el zapato todos apostaban al límite por él con la banca. Tuvieron varias rachas de suerte, pero por fortuna no en el Xanadú. Sólo jugaban al bacarrá y lo hacían con una alegría y una despreocupación más italianas que orientales. Fummiro daba palmadas al «zapato» y aporreaba la mesa cuando se daba a sí mismo un ocho natural o un nueve. Era un jugador apasionado y se entusiasmaba si conseguía ganar una puesta de dos mil dólares. Esto asombraba a Cully. Sabía que Fummiro tenía por lo menos medio millón de dólares. ¿Por qué una apuesta tan insignificante (aunque fuese el límite de Las Vegas) le emocionaba tanto?
Sólo en una ocasión vio brillar el acero detrás de la sonriente fachada de Fummiro. Una noche, Niigeta hizo una apuesta al jugador cuando Fummiro tenía el «zapato». Fummiro le lanzó una mirada, arqueando las cejas, y dijo algo en japonés. Cully captó por primera vez el sonido ligeramente silbante contra el que Daisy le había advertido. Niigeta tartamudeó algo disculpándose e inmediatamente cambió la apuesta a la banca.
El viaje fue un inmenso éxito para todos. Fummiro y su grupo volvieron al Japón con unas ganancias de cien mil dólares, pero había perdido doscientos mil en el Xanadú. Habían compensado esas pérdidas en los otros casinos. Y habían creado toda una leyenda en Las Vegas. El grupo de diez hombres con sus relumbrantes trajes negros yendo de un casino a otro por el Strip. Resultaban una visión aterradora, entrando los diez en pelotón en el local, como enterradores que fuesen a recoger el cadáver de los fondos de la casa. El jefe de sector de bacarrá se enteraba por el conductor del Rolls adónde se proponían ir y llamaba por teléfono para que les esperasen y les diesen tratamiento especial. Los jefes de sección compartían todos la información. Fue así como Cully se enteró de que Niigeta era un oriental lujurioso y le gustaba acostarse con putas de clase en los otros hoteles. Lo cual significaba que, por alguna razón, no quería que Fummiro supiese que prefería joder a jugar.
Cully les acompañó al aeropuerto cuando se fueron, camino de Los Angeles. Cogió uno de los relojes antiguos de oro de Gronevelt y se lo regaló a Fummiro con saludos de éste. El propio Gronevelt se había detenido brevemente en la mesa donde cenaban los japoneses para presentarse y presentarles sus respetos en nombre de la casa.
Fummiro fue sinceramente efusivo en sus palabras de agradecimiento y Cully hubo de pasar por las series habituales de saludos y sonrisas antes de que subieran al avión. Luego regresó rápidamente al hotel, hizo una llamada telefónica para que retiraran el piano de la suite de Fummiro y luego fue a la oficina de Gronevelt. Gronevelt le dio un cálido apretón de manos y un fuerte abrazo de felicitación.
—Uno de los mejores trabajos de anfitrión que he visto en los años que llevo en Las Vegas —dijo—. ¿Dónde descubriste ese asunto de la sopa?
—Una muchachita que se llama Daisy —dijo Cully—. ¿Puedo hacerle un regalo en nombre del hotel?
—Puedes llegar hasta mil dólares —dijo Gronevelt—. Es un contacto magnífico el de esos japoneses. No les pierdas de vista. No se te olviden los regalos de Navidad y las invitaciones. Ese Fummiro es uno de los jugadores más interesantes que he visto en mi vida.
Cully frunció el ceño.
—No me atreví a plantear la cuestión de las tías —dijo—. En fin, Fummiro es un tipo la mar de amable, y no quise mostrarme demasiado familiar la primera vez.
Gronevelt asintió.
—Hiciste bien. No te preocupes, volverá. Y si quiere una tía, ya te la pedirá. No se hace tanto dinero si se tiene miedo a pedir.
Gronevelt tenía razón, como siempre. Tres meses después, Fummiro estaba de vuelta y, mientras veía el espectáculo del hotel, preguntó sobre una de las bailarinas, rubia y de largas piernas. Cully sabía que estaba disponible, pese a estar casada con un tallador del Sands. Después del espectáculo llamó al director de escena y preguntó si la chica quería tomar un trago con Fummiro y con él. No hubo problema, y Fummiro le pidió a la chica que cenase con él a última hora de la noche. La chica miró inquisitivamente a Cully y éste asintió. Luego les dejó solos. Se fue a su oficina y llamó al director de escena para decirle que buscase una sustituta en el espectáculo de medianoche. A la mañana siguiente, Cully no subió a las habitaciones de Fummiro después del desayuno. Más tarde, aquel mismo día, llamó a la chica a su casa y le preguntó si podía prescindir de sus actuaciones mientras Fummiro estuviese en la ciudad.
En los viajes que siguieron, la norma fue la misma. Daisy había enseñado ya a uno de los cocineros del Xanadú a hacer la sopa japonesa, que se incluyó oficialmente en el menú del desayuno. Cully advirtió que Fummiro siempre veía las reposiciones de cierto programa de televisión del Oeste de larga duración. Le encantaba. Sobre todo la rubia ingenua que hacia el papel de una intrépida, pero muy femenina, aunque inocente, chica de salón de baile. Cully se puso inmediatamente en movimiento. A través de sus contactos con el mundo del cine, consiguió localizar a la ingenua, que se llamaba Linda Parsons. Cogió un avión para Los Angeles, comió con la actriz y le habló de la pasión de Fummiro por ella y por su programa. Las historias de Cully sobre la afición al juego de Fummiro la fascinaron. Y lo de que llegase al Xanadú con un millón de dólares en efectivo que a veces perdía en tres días de bacarrá. Cully se dio cuenta de que los ojos de Linda brillaban con codicia infantil e inocente. Le dijo a Cully que le encantaría ir a Las Vegas en la próxima visita de Fummiro.