—¿Es usted John Merlyn?
—Sí —dije.
—¿Podríamos hablar con usted en privado? Tenemos permiso de su jefe.
Me levanté y les conduje a uno de los cuartos que servían como lugar de reunión nocturna a las unidades de la Reserva. Los dos abrieron sus carteras para mostrarme sus tarjetas verdes de identificación. El más viejo se presentó:
—Soy James Wallace, del FBI. Éste es Tom Hannon.
El que se llamaba Hannon me dirigió una cordial sonrisa.
—Queremos hacerle unas preguntas. Pero no tiene por qué contestarnos sin consultar a su abogado. En caso de contestar, todo lo que diga puede utilizarse en su contra. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije.
Me senté al extremo de la mesa, y ellos se sentaron también, uno a cada lado, de modo que quedé emparedado.
Entonces, el más viejo, Wallace, preguntó:
—¿Tiene usted idea de por qué estamos aquí?
—No —dije.
Había decidido que no diría voluntariamente ni una palabra, que no haría ningún comentario gracioso. Que no representaría ninguna comedia. Ellos sabían perfectamente que yo sabía por qué estaban allí, pero ¿qué más daba?
—¿Tiene usted alguna información particular sobre el hecho de que Frank Alcore aceptó dinero de los reservistas, por algún motivo? —preguntó Hannon.
—No —dije.
Mi rostro no reflejaba expresión alguna. Había decidido no ser un actor. Ninguna salida sorprendente, ninguna sonrisa, nada que pudiese facilitar preguntas adicionales o ataques. Que pensasen que intentaba proteger a un amigo. Era algo normal, aun en el caso de que yo no fuese culpable.
—¿Ha aceptado usted dinero de algún reservista por alguna razón especial? —dijo Hannon.
—No —contesté.
Entonces, Wallace dijo, muy lentamente, con toda intención:
—Sabe usted muy bien de qué se trata. Alistó usted a jóvenes que debían incorporarse al servicio activo sólo porque le pagaban ciertas sumas de dinero para que lo hiciese. Sabe usted también que ha manipulado esas listas, igual que Frank Alcore. Si lo niega, está mintiendo a un agente federal, lo cual es un delito. Por eso, le pregunto de nuevo: ¿Ha aceptado usted alguna vez dinero o cualquier otro bien por favorecer el alistamiento de un individuo?
—No —dije.
De pronto Hannon se echó a reír.
—Hemos enganchado a su camarada Frank Alcore. Tenemos pruebas de que eran ustedes socios. Y de que quizás estuviesen relacionados con otros administrativos civiles e incluso con militares de estas oficinas para sacar dinero a los reclutas. Si nos cuenta todo lo que sabe, será mucho mejor para usted.
No había hecho ninguna pregunta, así que me limité a mirarle sin decir nada.
De pronto, Wallace dijo con su voz tranquila y suave:
—Sabemos que es usted el personaje clave de esta operación.
Y entonces, por primera vez, violé mis normas. Me eché a reír. Fue una risa tan natural que no pudieron enfadarse. De hecho, vi que Hannon sonreía un poco.
El motivo de mi risa era la frase «personaje clave». Por primera vez, todo el asunto me parecía sacado de una película de segunda fila. Y me eché a reír porque esperaba que Hannon dijese algo así, parecía lo suficientemente bisoño. A Wallace le había considerado desde el principio el más peligroso, quizá porque resultaba evidente que era quien dirigía.
Y me eché a reír, porque me di cuenta de que seguían claramente un camino errado. Estaban buscando una operación muy bien organizada, con un cerebro rector y una estructura. De otro modo, no estaría justificada la intervención de aquellos pesos pesados del FBI. No sabían que se trataba simplemente de un asunto de oficinistas de última fila que se dejaban sobornar para sacar unos ingresos extra. Olvidaban y no entendían que aquello era Nueva York, donde todo el mundo viola a diario la ley de una forma u otra. No podían captar la idea de que
todo el mundo
tuviese el valor de robar por su cuenta. De cualquier modo, no quería que se enfadasen por mi risa, así que miré a Wallace a los ojos y dije apesadumbrado:
—Me gustaría ser el personaje clave de algo, en vez de un miserable oficinista.
Wallace me miró atentamente y luego dijo a Hannon:
—¿Tienes algo más?
Hannon negó con un gesto. Wallace se levantó.
—Gracias por contestar a nuestras preguntas.
En cuanto Hannon se levantó, yo también lo hice. Por un instante, los tres nos quedamos allí de pie, muy próximos; y sin pensarlo siquiera extendí la mano y Wallace me la estrechó. Hice lo mismo con Hannon; salimos juntos de allí y volvimos juntos hasta mi oficina. Me dijeron adiós con un gesto y siguieron hacia las escaleras de salida. Yo entré en mi oficina.
Estaba absolutamente tranquilo, sin nervios. Ni siquiera inquieto. Me preguntaba por qué les había dado la mano. Creo que fue ese acto lo que rompió en mí la tensión. Pero ¿por qué lo hice? Creo que por una especie de gratitud, por el hecho de que no hubiesen intentado humillarme ni amedrentarme. Habían mantenido el interrogatorio dentro de límites civilizados. Y me di cuenta de que sentían cierta lástima por mí. Evidentemente, yo era culpable, pero a una escala mínima. Era un pobre y mísero oficinista que rebañaba unos cuantos billetes extra. Desde luego, me meterían en la cárcel si podían, pero no se esforzaban por conseguirlo. O quizá fuese para ellos algo que consideraban indigno de sus esfuerzos. O quizá no pudiesen evitar reírse igual que yo del delito en sí. Gente que pagaba para
entrar
en el ejército. Y entonces me eché a reír. Cuarenta y cinco grandes no era ninguna broma. Estaba dejándome arrastrar por el autodesprecio. En cuanto volví a mi oficina, apareció el comandante en la puerta de la oficina interna y se acercó a mí. El comandante llevaba puestas sobre el uniforme todas sus condecoraciones. Había luchado en la segunda guerra mundial y en Corea y tenía por lo menos veinte condecoraciones en el pecho.
—¿Cómo te fue? —preguntó. Sonreía ligeramente.
Me encogí de hombros.
—Bien, supongo.
El comandante balanceó la cabeza, admirado.
—Me dijeron que esto lleva años sucediendo. ¿Cómo demonios lo hicisteis?
Volvió a cabecear, admirado.
—Creo que es cuento —dije—. Nunca he visto a Frank coger un céntimo de nadie. Debe ser sólo que algunos tipos se han enfadado porque les están llamando para el servicio activo.
—Sí —dijo el comandante—. Pero en Fort Lee están dando órdenes de trasladar a unos cien tipos de ésos a Nueva York para que declaren ante un gran jurado. Eso no es cuento.
Me miró unos instantes, sonriendo. Luego añadió:
—¿Dónde estuviste en la lucha contra los alemanes?
—En la cuarta división acorazada —dije.
—Conseguiste una estrella de bronce —dijo el comandante—. No es mucho, pero es algo.
Él tenía la estrella de plata y el corazón púrpura entre las condecoraciones que llevaba.
—No, no fue eso —dije—. Evacué a civiles franceses bajo fuego de artillería. Creo que no maté nunca a un alemán.
El comandante asintió.
—No es gran cosa —aceptó—. Pero es más de lo que han conseguido esos chicos en su vida. Así que si puedo ayudarte, dímelo. ¿De acuerdo?
—Gracias —dije.
Y cuando me levantaba para irme, el comandante dijo furioso, casi para sí:
—Esos dos cabrones empezaron a hacerme preguntas, y les mandé al carajo. Pensaban que yo podría estar metido en esa mierda.
Inclinó la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Pero ten cuidado con lo que haces.
En realidad, el ser delincuente aficionado no compensa. Empecé a reaccionar ante las cosas como un asesino de película, que muestra las torturas del remordimiento psicológico. Cada vez que sonaba el timbre de mi casa a una hora insólita, me daba un vuelco el corazón. Pensaba que eran los polis o el FBI. Y, claro está, era sólo uno de los vecinos, una de las amistades de Vallie, que venía a charlar o a pedir algo prestado.
Los agentes del FBI se dejaban caer un par de veces por semana por la oficina, con algún tipo joven que evidentemente pretendían que me identificase. Yo suponía que se trataba de algún reservista que había pagado para que le incluyesen en el programa de seis meses. En una ocasión, vino Hannon a charlar, y yo bajé a un restaurante próximo a por café y emparedados para nosotros dos y para el comandante. Nos sentamos a charlar y Hannon me dijo del modo más amable que pueda imaginarse:
—Es usted un buen tipo, Merlyn. Realmente me fastidia la idea de mandarle a la cárcel. Pero sabe, he mandado a la cárcel a muchos buenos tipos. Me parece siempre una vergüenza. Claro, si colaborasen un poco...
El comandante se acomodó en su silla para observar mi reacción. Me limité a encogerme de hombros y a comer mi emparedado. Mantenía la actitud de que no tenía sentido dar respuesta a tales comentarios. Hacerlo conduciría a una discusión general sobre todo el asunto del soborno. En cualquier discusión general, yo podría decir algo que de algún modo facilitase la investigación. Así que me limitaba a no decir nada. Pregunté al comandante si podía darme un par de días de permiso para ayudar a mi esposa con las compras de Navidad. En realidad, había muy poco trabajo y teníamos un civil nuevo en la oficina que sustituía a Frank Alcore y que podía hacerse cargo de todo mientras yo estuviese fuera. El comandante dijo que sí, que no me preocupara. Además, Hannon se había descubierto. Su comentario de que había mandado a la cárcel a muchos buenos tipos sin duda era un cuento. Era demasiado joven para haber enviado a muchos tipos, buenos o malos, a la cárcel. Le había catalogado como un novato, un novato amable, pero no el tipo que pudiese mandarme a la cárcel. Y si lo hacía, probablemente sería el primero que mandaba.
Charlamos un rato y Hannon se fue. El comandante me miró con un respeto nuevo. Y luego dijo:
—Aunque no puedan cogerte en nada, te sugiero que busques un nuevo trabajo.
A Vallie las Navidades siempre le parecían un gran acontecimiento. Le encantaba comprar regalos para sus padres, para los chicos y para mí y para sus hermanos y hermanas. Y en aquella Navidad concreta tenía más dinero para gastar que nunca en su vida. Los dos chicos tenían bicicletas esperándoles en su armario. Había comprado una chaqueta grande de lana irlandesa, importada, para su padre y un chal de encaje irlandés, también muy caro, para su madre. No sabía lo que tendría para mí; siempre lo mantenía en secreto. Y yo tenía que guardar en secreto mi regalo para ella. No había tenido problema para elegirlo. Había comprado, al contado, un anillo de diamantes, la primera joya que le regalaba en mi vida. Ni siquiera le había comprado anillo de compromiso. Durante todos aquellos largos años, ninguno de los dos creía en este tipo de absurdos burgueses. Después de diez años, ella había cambiado, y a mí me importaban un rábano esas cosas. Sabía que la haría muy feliz.
Así que el día de Nochebuena los niños ayudaron a decorar el árbol mientras yo hacía cosas en la cocina. Valerie aún no tenía ni idea del problema que tenía planteado en mi trabajo. Escribí unas páginas de mi novela y luego fui a ver el árbol. Estaba todo adornado con campanitas doradas y lazos y cintas color plata. Una estrella luminosa lo coronaba. Vallie nunca utilizaba luces eléctricas. No le gustaban nada en un árbol de Navidad.
Los niños estaban emocionados, y tardamos muchísimo en conseguir meterles en la cama y que se quedaran allí. Seguían saliendo furtivamente y no nos atrevíamos a ponernos muy severos porque era Nochebuena. Por fin se cansaron y se durmieron. Eché un vistazo para hacer una última comprobación. Tenían sus pijamas nuevos de Santa Claus puestos, y Vallie les había bañado y les había cepillado el pelo. Estaban tan guapos que me parecía increíble que fueran mis hijos, que me perteneciesen. En aquel momento, sentí que amaba realmente a Vallie y me consideré un hombre afortunado.
Volví al salón. Vallie estaba colocando debajo del árbol paquetes envueltos en papel de regalo con brillantes etiquetas navideñas. Parecían muchísimos. Me acerqué, cogí el paquete del regalo que tenía para ella y lo coloqué debajo del árbol.
—No pude comprarte nada del otro mundo —dije tímidamente—. Es sólo un regalito.
Sabía de sobras que ella jamás sospecharía que iba a regalarle un anillo de brillantes auténticos.
Me sonrió y me dio un beso. En el fondo, no le importaba lo que le regalase por Navidad. A ella le encantaba comprar regalos para los demás, sobre todo para los niños, y también para mí y para su familia: su padre y su madre y sus hermanas y hermanos. Los chicos tenían cuatro o cinco regalos. Y había una magnífica bicicleta que les había comprado Vallie, para mi pesar. Era una bici de dos ruedas para el chico mayor y tendría que armarla yo. No tenía la más remota idea de cómo se hacía.
Vallie abrió una botella de vino y preparó unos emparedados. Yo ataqué la inmensa caja que contenía las distintas piezas de la bici. Lo esparcí todo por el suelo del salón, más tres hojas de instrucciones impresas y de planos. Eché un vistazo y dije:
—Me rindo.
—No seas tonto —dijo Vallie.
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, tomando sorbitos de vino y estudiando los planos. Luego comenzó a trabajar. Yo era un ayudante bastante inepto. Cogí el destornillador y la llave inglesa y monté las piezas necesarias para que ella luego pudiese atornillarlas todas. Cuando por fin terminamos con aquel fastidioso asunto eran casi las tres de la mañana.
Habíamos terminado ya el vino y estábamos nerviosos y agotados. Y sabíamos que los niños saltarían de la cama en cuanto despertasen. Sólo disponíamos de unas cuatro horas de sueño. Y luego tendríamos que coger el coche e ir a casa de los padres de Vallie para todo un largo día de fiesta y regocijo.
—Será mejor que nos acostemos —dije.
Vallie se tumbó en el suelo.
—Creo que me quedaré a dormir aquí —dijo.
Me tumbé a su lado y luego ambos nos volvimos para poder abrazarnos firmemente. Nos sentíamos allí benditamente cansados y dichosos. Y en aquel momento alguien llamó sonoramente a la puerta. Vallie se levantó con expresión sorprendida, y me miró inquisitivamente.
En una fracción de segundo, mi mente culpable elaboró un cuadro. Sin lugar a dudas, era el FBI. Habían esperado deliberadamente a la Nochebuena para cogerme psicológicamente desprevenido. Llegaban con una orden de registro. Encontrarían los quince mil dólares que tenía escondidos en casa y me llevarían a la cárcel. Me ofrecerían dejarme pasar las Navidades con mi mujer y mis hijos si confesaba. En caso contrario, mi humillación sería terrible. Vallie no perdonaría aquella detención en Navidad. Los niños llorarían. Quedarían traumatizados para siempre.