Los terroristas (51 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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Rhea Nielsen seguía asomada a la ventana.

—¡Cuántas estrellas! —exclamó—. ¿Por qué tienes que ir a Malmö? ¿Se trata todavía de ese payaso de las patillas, ese Heydt?

—Precisamente.

—¿Sabes qué es lo que me parece que está haciendo ahora? Debe de estar en Bali, alimentando peces de colores, con una chica llena de collares de flores sentada en sus rodillas. Ven, vamos a preparar ese cangrejo.

A cincuenta metros de allí, Reinhard Heydt pensó que todo aquello no tenía ningún interés y resultaba absurdo. Se descolgó por la trampilla, desmontó el rifle y metió las piezas en el maletín. Después de puso el impermeable amarillo y empezó a caminar.

Mientras paseaba con toda tranquilidad por la calle Bollhus decidió cuándo, cómo y por dónde abandonaría el país.

30

Desde la época en que Martin Beck y los que pertenecían a su generación eran niños, hasta la época actual, la Navidad había pasado de ser una fiesta familiar y tradicional a convertirse en algo que sólo podía calificarse de derroche económico y locura comercial. Desde un mes antes de Nochebuena, que era el gran día, se anunciaba prácticamente cualquier cosa en una publicidad constante y desesperada que atacaba los nervios de las personas, y su única razón era sacarle a la gente su dinero hasta la última perra. La Navidad era, en realidad, la fiesta de los más pequeños, y la mayor parte de los pobres críos ya lloraban de cansancio, hartos de comida, varias semanas antes de que llamase a su puerta un Santa Claus de alquiler, que solía estar borracho como una cuba.

Para muchos ramos del comercio, la Navidad lo era todo. El mercado del libro era uno de ellos. El escritor que no conseguía agotar una edición en la marabunta navideña, lo mejor que podía hacer era retirarse, ya que después de la cena de Nochebuena, parecía como si los libros dejaran de existir en las estanterías de las tiendas. Curiosamente, ésta era una especialidad sueca, pues en el vecino país de Dinamarca los libros se seguían vendiendo por su calidad y durante todo el año.

Aparte de todo esto, parecía como si toda la población se viera asaltada por un irreprimible deseo de moverse. Las colas de automóviles eran interminables, todos los vuelos chárter a Gambia, Malta, Marruecos, Túnez, Málaga, Israel, Canadá, Canarias, Algarve, Islas Feroe, Capri, Rodas y otros lugares agradables en aquella época del año estaban completos, el pobre ferrocarril estatal tenía que agregar varios vagones extra, y un montón de autobuses incomodísimos salían en las direcciones más dispares, tales como Säffle, Borgholm y Hjo. Incluso el buque zoológico y los barcos de Visby estaban repletos.

Martin Beck no pudo dormir en el tren nocturno de Malmö, a pesar de que en su condición de alto funcionario tenía derecho a primera clase, y no sólo se debió a que su compañero de compartimiento roncaba en la litera superior, hablaba en sueños y rechinaba los dientes. Ya en Älvsjö, el hombre bajó a hacer aguas, como se dice en lenguaje fino, cursi y de mal gusto; esto se repitió hasta la saciedad, y, cuando el tren enfilaba la vía de atraque de la estación de Malmö, el compañero de viaje meó por decimocuarta vez. Probablemente aquel hombre sufría una inflamación de la vejiga.

Pero Martin Beck no se dejó afectar por esto, al menos no demasiado. Eran más bien sus pensamientos, que se le disparaban en todas direcciones y siempre dirigidos hacia Heydt.

Unas cuantas horas antes, cuando Rhea estaba desnuda en la ventana del dormitorio de la calle Köpman y él mismo estaba en la cama admirando su espalda y sus musculosas pantorrillas, se le ocurrió pensar en la advertencia de Gunvald Larsson, y había estado a punto de pegar un brinco y sacarla de la ventana. Gunvald Larsson no solía decir cosas de aquella naturaleza a no ser que tuvieran alguna justificación. Y poco después, mientras Rhea entre charla ininterrumpida y un considerable barullo transformaba el cangrejo en una exquisita mezcla de las variantes Vanderbilt y Rhea Nielsen, había ido por todo el apartamento bajando las cortinas enrollables.

Heydt era, naturalmente, un tipo peligroso, pero ¿seguía en Suecia?

¿Y esa pregunta era suficiente para que Martin Beck les estropease la Navidad a cuatro leales colaboradores, de los cuales, además, tres tenían hijos pequeños?

Bueno, eso lo diría el tiempo, o a lo mejor el tiempo tampoco diría nada, al menos sobre Reinhard Heydt.

En su interior Martin Beck deseaba que Heydt escogiera el camino de Oslo para dar la oportunidad a Gunvald Larsson de echarle el guante; no habría mejor regalo de Navidad para Gunvald Larsson.

Después pensó un momento en el mal ambiente que estarían creando Melander y Rönn entre la policía de Helsingborg. Sin embargo, eran hombres eficaces. Melander lo había sido siempre, y Rönn había llegado a serlo contra las esperanzas pesimistas de mucha gente, y si Heydt se proponía escapar por allí no tendría muchas oportunidades de éxito.

Pero Malmö... Sí, Malmö era el mismísimo infierno en cuanto a vigilancia de fronteras. Por allí entraba casi toda la droga en el país, y otras muchas cosas.

El hombre de las urgencias urinarias bajó al suelo, y, dado que Martin Beck no se dignó darse la vuelta, pudo disfrutar del espectáculo de ver cómo se vestía su compañero de viaje. Volaron calcetines y calzoncillos y luego hubo todo un jaleo de pantalones y tirantes hasta que Martin Beck tuvo ocasión de ponerse sus propias ropas.

Se fue directo hacia el Savoy, donde solía alojarse siempre, aunque sus visitas no fueran muy frecuentes, y fue ceremoniosamente recibido por un conserje de chaqué.

Subió a su habitación, se afeitó y se duchó, y se trasladó en taxi hasta la comisaría, en la que poco después entró en el despacho de Per Mansson. La policía de Malmö había tenido un año difícil y casi angustioso, pero a Mansson no se le notaba; estaba más tranquilo que nunca mientras mascaba uno de sus eternos palillos.

—¿Benny? —dijo Mansson—, No está aquí. Prácticamente se ha quedado a vivir en la terminal de los hidroaviones.

—¿Y aparte de esto?

—Pues, aparte de esto, tenemos colas en todas partes —explicó Mansson—, y la culpa la tiene esta manía de desplazarse y de viajar todos a la vez durante estos días. Y en todas direcciones. Una pura histeria, pero...

—¿Sí?

—Tiene buen aspecto ese Heydt. Es alto como una torre; podría ir a cuatro patas y pasar como perro, si no fuera que no se pueden llevar perros a Dinamarca, porque los zorros han cogido la rabia.

—Bueno —dijo Martin Beck—, hay muchas personas altas. Por ejemplo, Heydt no es tan alto como Gunvald Larsson.

—Pero sirve para meterles miedo a los niños —repuso Mansson y sacó otro palillo del bote de los lápices.

—¿Qué opinas tú, que lo sabes todo sobre este tráfico?

—Mmmm —dijo Mansson—, a veces me pregunto si sé algo en realidad. Lo más fácil de vigilar es el transbordador ferroviario Malmöhus; ahí no tiene escapatoria. Luego hay los barcos grandes, Ornen, Gripen y Öresund; es un poco más pesado que lo de los transbordadores de coches de Limhamn, el
Hamlet
y el
Ofelia
o cómo se llamen. Y luego viene lo peor, la terminal de hidroplanos, que es el mismísimo infierno, van y vienen sin parar y el edificio de la terminal está tan atestado de gente todo el rato que no hay manera de meter las narices.

—Comprendo.

—No comprenderás nada hasta que realmente lo hayas visto con tus propios ojos. Al hombre que ha de comprobar los billetes lo pisan continuamente, y los aduaneros y los del control de pasaportes tienen un cuarto en el que se pueden esconder y desde el cual pueden seguir mirando, porque si no lo tuvieran quedarían planos como pizzas en menos de diez minutos; se les podría llevar a casa y hacerlos pasar por debajo de la puerta... —Mansson se interrumpió porque el palillo se le quedó trabado entre los dientes. Luego añadió—:...para emplear un viejo chiste.

—¿Y qué hace Skacke, pues?

—¿Benny? Está en el embarcadero y se pela de frío. A estas horas debe de estar amoratado. Y allí se ha estado prácticamente desde que llegó ayer.

Gunvald Larsson también se pelaba de frío, aunque tenía mejores oportunidades para impedirlo. Desde luego, la temperatura era varios grados inferior en la frontera sueco-noruega que en Malmö, pero por otro lado iba mejor equipado para la ocasión, con botas de piel, gruesos calcetines, calzoncillos largos (que detestaba), recios pantalones de pana, chaqueta de piel de cordero y gorro de piel.

Estaba prácticamente en la misma frontera, con la espalda contra un tronco de pino, mientras contemplaba atentamente aquella interminable corriente de coches, los cobertizos de la aduana, la barra móvil de la frontera y el bloqueador provisional de carreteras, y escuchaba molesto la retahíla de juramentos que los automovilistas soltaban en cuanto se les acercaba un agente a preguntar algo. ¿No había libertad de circulación, o qué? ¿Qué pasaba con el convenio de libre circulación por los países nórdicos? ¿Era de repente tan difícil entrar en Noruega como en Arabia Saudita? ¿Se trataba del petróleo del mar del Norte? ¿O era que todos los policías suecos eran idiotas? ¿Por qué cojones me he de llamar Heydt? ¿Y a la policía qué coño le importa cómo me llamo, además? ¡Mientras yo sea ciudadano sueco y tengamos libertad de circulación en Escandinavia, a la policía no le importa si me llamo Perico de los Palotes o Cojón de Mico, y además, mire qué cola de coches ha formado para nada!

Gunvald Larsson suspiró y miró la cola de coches, que empezaba a ser inquietantemente larga, mientras los vehículos que venían del otro lado entraban sin ningún problema en Suecia, procedentes del querido y viejo país vecino. De todos modos, algunos de los policías que estaban en la barrera se comportaban como estúpidos; cada hombre iba provisto de la fotografía y su descripción; sabían que hablaba mal el sueco, pero bastante bien el danés, y que tenía unos treinta años y medía un metro noventa y cinco. Pues aun así, hubo quien se entretuvo cerca de diez minutos con algún sesentón calvo y con acento de Värmland. Pero intentar erradicar la idiotez del cuerpo de policía le había costado a Gunvald Larsson años de su vida, y le parecía que ya era hora de que apareciese un nuevo Don Quijote.

Casi todos los coches llevaban baca sobre el techo, unos para llevar esquís, otros trineos y otros cabezas de reno. Había, en algún lugar de la parte sueca, quien ya les vendía las cornamentas de reno antes de salir del país, a unos precios escandalosos. Gunvald Larsson lo contemplaba todo con un profundo desagrado.

Le gustaba el país de los lapones, y mucho, pero sólo en verano.

Rönn y Melander no pasaban frío. Estaban sentados, cada uno en una silla bastante confortable, dentro de una garita con paredes de vidrio, que la policía de Helsingborg les había montado expresamente para ellos. Dentro se mantenía una buena temperatura gracias a dos eficientes radiadores eléctricos, y a intervalos regulares entraban policías jóvenes con café en termos, vasos de plástico y cuencos con galletas y pan danés. Todo el tráfico se hacía pasar por delante de la garita de las paredes de cristal, y, si algún viajero merecía atención especial, tenían dos pares de prismáticos a su disposición. Además, mantenían comunicación por radio con los policías que controlaban a los pasajeros de los coches y los trenes.

De todas formas, Rönn y Melander seguían de pésimo humor. La Navidad se les había estropeado totalmente.

No decían gran cosa, excepto cuando podían agarrarse a un teléfono privado y hablar con sus mujeres para lamentarse.

Así transcurrió el viernes 20 de diciembre, cuatro días antes de Nochebuena. El sábado fue peor, en la medida en que había más gente de vacaciones y el trasiego humano a través del Öresund era enorme. Casi se encontraba a faltar el odiado puente, porque al menos un puente se puede cerrar.

Cuando Martin Beck bajó al embarcadero junto a la terminal de los hidroplanos, después de haberse visto obligado a abrirse paso a codazos entre una horda de personas histéricas, que no tenían hora de embarque en sus billetes pero pensaban embarcarse en el próximo turno fuera como fuese, pudo comprobar que el hombre encargado de comprobar los billetes para subir al
Löberen
, que estaba a punto de zarpar, era un danés muy desconfiado ante personas que afirmaban ser comisario de lo criminal, pero que no podían encontrar su placa de identificación. Martin Beck se había cambiado de chaqueta y, naturalmente, su placa se había quedado en la habitación del hotel. Por fin vino en su auxilio Benny Skacke, que a aquellas alturas ya era un viejo conocido de todos los revisores de billetes.

Martin Beck salió al viento punzante y húmedo, tan típico del invierno del sur de Suecia y especialmente de Malmö. Contempló a su compañero, detrás del cual una hilera de Santa Claus repartían papeles de propaganda de las cosas que podían comprarse en la capital de Dinamarca, a pesar de la crisis económica y de la amenazante devaluación.

Skacke tenía un aspecto deplorable, con las mejillas de color azulado violeta pero la frente blanca como la tiza, al igual que la nariz, y, sobre la bufanda de lana, la piel parecía casi transparente.

—¿Cuánto rato llevas aquí? —preguntó Martin Beck.

—Desde las cinco y media —contestó Skacke temblando—, mejor dicho, desde las cinco y cuarto; desde el primer turno, vamos.

—Ve inmediatamente a tomar algo caliente —ordenó Martin Beck autoritario—, ¡deprisa!

Skacke desapareció, pero tan sólo un cuarto de hora más tarde volvía a estar allí. El color de su cara era ya más normal.

No pasó nada más durante el domingo, aparte de que unos cuantos tipos se emborracharon y empezaron a pegarse. Martin Beck recordó que hacía poco había leído una circular según la cual los suecos, los norteamericanos y posiblemente los finlandeses se pelean más que la demás gente. Era quizá generalizar demasiado, pero a veces parecía cierto.

A eso de las diez de la noche, Martin Beck se dirigió al hotel. El celosísimo Skacke se quedó, decidido a seguir en su puesto hasta que hubiese zarpado el último barco. Por lo visto, no acababa de fiarse del todo de sus antiguos compañeros de la policía de Malmö.

Martin Beck cogió la llave de su habitación y se dirigió al ascensor, pero lo pensó mejor y entró en el bar. Había mucha gente, como es habitual justo antes de Navidad, pero uno de los taburetes estaba libre y lo ocupó.

—¡Hombre, usted por aquí! —exclamó el camarero con empalagosa amabilidad—. ¿Whisky con agua helada, como siempre?

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