En el momento en que el rey, junto con el agasajado y por muchos despreciado senador, desapareció en el interior de palacio, se juzgó pasado el período más crítico, y Martin Beck, al igual que seguramente muchos otros, lanzó un suspiro de alivio.
La partida fue también bastante puntual; el senador subió al coche blindado quince segundos más tarde de lo previsto.
Como de costumbre, a Möller no se le veía, pero se hallaba con toda seguridad en las cercanías. Se formó la comitiva y se inició el largo camino hacia Arlanda. Möller había cerrado la zona del patio de palacio con sus mejores hombres; disponía realmente del personal más eficiente, y aquella vez tuvo la precaución de rastrear la zona disponiendo de mucho tiempo y de forma concienzuda.
El cortejo se desvió ligeramente para evitar la zona de la explosión, en la que el personal de la compañía de gas distaba todavía de dar por terminada la reparación de los daños.
Se alcanzó una velocidad mayor que el día anterior, pero, al igual que entonces, Gunvald Larsson condujo el rápido Porsche de forma totalmente inconvencional, yendo para adelante y para atrás de la columna de vehículos.
No habló mucho, y pensaba sobre todo en Heydt y sus comparsas, quienes, con toda seguridad, habían desaparecido de la circulación para una buena temporada.
—Tenemos un par de pistas buenas —le dijo a Martin Beck—: el coche y la descripción de Heydt.
Martin Beck asintió.
Al cabo de un buen rato, Gunvald Larsson dijo, como hablando para sus adentros:
—Y esta vez no te librarás. Hay que hacer dos cosas: buscar la empresa que vendió o alquiló el coche verde, y después esperar que aparezcan. Hay que poner inmediatamente a dos hombres a trabajar en esto, pero ¿a quién?
Martin Beck meditó un largo rato y al fin contestó:
—Rönn y Skacke. No será un asunto fácil, pero Skacke es tozudo como una muía, y Rönn tiene una larga experiencia.
—Antes no opinabas así.
—La gente cambia con los años, y uno mismo también.
En la sala de los VIP del aeropuerto, se sirvió champán y Gunvald Larsson, que no bebía, volvió a verter el contenido en el primer tiesto que encontró.
A lo largo del camino se habían visto muchos manifestantes, pero muchos menos que el día anterior. La mayoría habían pasado una mala noche en tiendas de campaña y con mal tiempo, y parecía que el inesperado suceso había desanimado a una gran parte de ellos. No se produjeron incidentes, y sólo se vieron numerosas pancartas, que en seguida se estropearon debido al mal tiempo.
La sonrisa del senador había quedado disminuida; fue de uno a otro, dándoles la mano a todos, pero cuando llegó a Gunvald Larsson se metió la mano en el bolsillo y se limitó a inclinar levemente la cabeza y a exhibir su mejor sonrisa electoral. Por encima del hombro, Cara de Piedra miró a Gunvald Larsson con una cierta expresión de tristeza y comprensión; fue una de las pocas ocasiones en las que reaccionó de manera más o menos humana.
El senador pronunció unas palabras de agradecimiento, seguramente no programadas, pero con todo bastante rutinarias; fue una alocución concisa, corta y sencilla, y se refirió al trágico episodio una vez más.
Después se dirigió al jeep de la SÄPO que debía conducirle hasta el avión, que se hallaba en pleno campo, a bastante distancia y muy bien protegido. En el vehículo viajaba también Martin Beck, Möller y el mismo secretario de Estado que había participado en la ceremonia de bienvenida del día anterior y que había sido nombrado ministro sin cartera deprisa y corriendo; además, también iba Cara de Piedra con su cigarro.
—¡Sucio puerco hijo de puta! —gritó un desertor de color desde la terraza del mirador, cuando el senador subía por la escalerilla del avión.
El senador miró al que le había gritado, sonrió y saludó encantado.
Diez minutos más tarde, el avión estaba volando; primero despegó ascendiendo en un ángulo muy pronunciado, luego viró y describió una amplia curva en la que brilló su fuselaje metálico, hasta que encontró su rumbo. Un minuto más tarde ya no era visible.
En el coche, de regreso a Estocolmo, Gunvald Larsson observó:
—Espero que el avión de ese cabrón se estrelle, pero creo que eso sería pedir demasiado.
Martin Beck miró a Gunvald Larsson de reojo; nunca lo había visto tan serio y tan crispado.
Gunvald Larsson apretó el acelerador a fondo y la aguja del velocímetro osciló alrededor de los doscientos kilómetros por hora. El tráfico estaba bastante calmado. Ninguno de los dos dijo nada hasta que hubieron aparcado en el patio de la Jefatura de policía.
—Ahora empieza el auténtico trabajo —dijo Gunvald Larsson.
—¿Buscar a Heydt y el coche verde?
—Y a sus compinches; los tipos como Heydt nunca trabajan solos.
—No, tienes razón —asintió Martin Beck.
—Un cacharro verde con una matrícula GOZ —dijo Gunvald Larsson—, ¿crees tú que recordó bien el orden de las letras, después de tanto tiempo?
—Ella no suele asegurar nada de lo que no esté segura —contestó Martin Beck—, pero cualquiera puede equivocarse en una cosa así.
—¿Y no será daltónica, verdad?
—En absoluto.
—Si el coche no era robado, tenía que ser alquilado, o también puede ser que lo comprasen. En cualquier caso, hay que poder seguirle la pista.
—¡Exacto! —exclamó Martin Beck—. Será un trabajo entretenido para Skacke y para Rönn, pero así caminarán un poco, y entonces Melander podrá quedarse junto al teléfono.
—¿Y qué haremos entonces nosotros?
—Esperar —dijo Martin Beck—, esperar y ver qué pasa, igual que esta gente de ULAG. Ahora saben que algo falló, y estoy seguro de que actúan con más cautela que nunca. Deben de estar tumbados y pensando a fondo.
—Sí, lo más seguro.
Tenía razón, pero sólo en parte.
La situación era la siguiente, el viernes 22 de noviembre a media tarde.
Reinhard Heydt estaba en Huvudsta y los dos japoneses examinaban las cosas en el apartamento de Södermalm.
El avión charter que tenía que devolver a Herrgott Nöjd a Escania no pudo aterrizar en el aeropuerto Sturup, de Malmö, a causa de la intensa niebla —cosa habitual— y tuvo que bajar hasta Kastrup, en Dinamarca. Cuando Nöjd se dejaba llevar por la cinta sinfín para tomar el autobús que, a través del transbordador entre Dragör y Limhamn, le dejaría más o menos cerca de la estación de Malmö, desde lo cual con un poco de suerte encontraría un taxi que le condujese a Anderslöv, se cruzó con Levallois, que iba en dirección contraria, es decir, a tomar el avión de París, que salía a los pocos minutos. Nunca se habían visto antes, y seguramente no se volverían a ver en la vida, y por consiguiente ninguno de los dos reaccionó en absoluto.
El senador dormía apaciblemente en una butaca de descanso, mientras su avión privado cruzaba el océano en dirección oeste.
Cara de Piedra no pudo resistir más; cogió una caja de cerillas con el emblema del patio de Caballerizas, y encendió el cigarro.
Martin Beck y Gunvald Larsson repartían instrucciones a sus colaboradores. Rönn bostezaba, Melander sacaba la ceniza de su pipa y miraba ostensiblemente el reloj, y Skacke, siempre a la caza de nuevos méritos, escuchaba atentamente.
A unos pocos centenares de metros de allí se encontraba Rebecka Lind, nuevamente ante un tribunal para ser juzgada. La vista se había atrasado porque le había correspondido de oficio Bulldozer Olsson; éste creyó que el juicio era demasiado fácil y además sentía horror sólo al pensar que tendría que soportar las parrafadas del Trueno, y de repente excusó su asistencia por enfermedad, a pesar de que se encontraba en su bufete.
Su sustituto fue un fiscal femenino, que en seguida solicitó prisión incondicional y examen psiquiátrico, procedimiento que por lo general tardaba varios meses en terminar.
Rebecka Lind no decía nada. Parecía completamente sola en el mundo, a pesar de que estaba acompañada por una agente, que parecía muy agradable y se había colocado a su izquierda, cediendo su derecha a Hedobald Braxén.
Cuando la fiscal terminó su exposición del caso, todos esperaron impacientes para oír lo que tuviera que decir Braxén, ya que los funcionarios de la audiencia querían marcharse a casa y los periodistas estaban dispuestos a salir disparados en busca del primer teléfono. Sin embargo, hubo que esperar bastante hasta que el Trueno tomó la palabra.
Durante el rato que pasó sin decir nada, el hombre observó con preocupación a su cliente, eructó en dos ocasiones y se aflojó un agujero del cinturón; después, eructó por tercera vez y por fin habló.
—La versión de la fiscal es completamente errónea. Lo único que indudablemente es cierto es que Rebecka Lind mató de un tiro al jefe del gobierno. A estas horas, prácticamente la totalidad de los habitantes del país han presenciado el suceso por televisión, que hace menos de una hora estaba ofreciendo las imágenes de los hechos por decimosexta vez. Como abogado defensor de Rebecka y consejero jurídico suyo, he llegado a conocerla bastante bien y estoy convencido de que su estado mental es más sano y está menos pervertido que las facultades de cualquiera de los que se hallan en este local, yo mismo incluido. Espero poder demostrarlo en un juicio que confío tenga lugar alguna vez en el futuro. Rebecka Lind, a pesar de sus pocos años, se ha enfrentado en repetidas ocasiones a este sistema a cuya arbitrariedad nos sometemos todos. Ni en una sola ocasión, la sociedad, o la filosofía que la sostiene, le ha ofrecido alguna clase de ayuda o de comprensión. Cuando la fiscal pide un examen psiquiátrico con la excusa de que la agresora carece de móvil, a mí esto me parece, en el mejor de los casos, una muestra de simpleza. En realidad, Rebecka se guió por razones políticas, a pesar de que no pertenece a ningún grupo político, y seguramente flota en una feliz ignorancia del sistema político dominante, que prácticamente dicta todo lo que ocurre a nuestro alrededor. No olvidemos que la disparatada máxima de que la guerra es la continuación de la política por otros medios todavía es válida hoy en día, y que esta frase fue forjada por teóricos muy bien pagados al servicio de la sociedad capitalista. Lo que esta joven hizo ayer fue un acto político, a pesar de no ser consciente de ello. Yo diría que Rebecka Lind ve la podredumbre y la corrupción de la sociedad con mayor claridad que muchos miles de otros jóvenes. Puesto que carece de contactos políticos y que apenas tiene noción de lo que quiere decir un régimen de economía mixta, su clarividencia resulta aún mayor. En los últimos tiempos, al menos hasta allí donde uno pueda recordar, han existido países enormes, pertenecientes al bloque capitalista, que han sido dirigidos por personas que, según una estricta valoración jurídica, han sido verdaderos delincuentes y que, por su sed de poder y su avaricia económica, han conducido a los pueblos a abismos de egoísmo y desprecio por el trabajo, y han hecho florecer un pensamiento basado en el puro materialismo y en una grave falta de consideración hacia sus congéneres. Tan sólo en algunos casos, dichos políticos han sido castigados, pero los castigos son simbólicos y los sucesores de los culpables se mueven por los mismos intereses. Soy el único de esta sala que tengo la edad suficiente como para acordarme de políticos como Harding, Coolidge y Hoover; sus actos fueron condenados, pero ¿ha mejorado algo desde entonces? Hemos visto a Hitler y a Mussolini, a Stroessner, a Franco y a Salazar, a Chiang Kai Chek y a Ian Smith, Smuts, Vorster y Verwoerd, y a los generales de Chile, personas todas que, si no han precipitado a sus pueblos en la pendiente imparable de la decadencia, al menos han tratado a sus súbditos a tenor de sus intereses y beneficios, y han actuado con ellos tal como una pérfida potencia guerrera oprime un país ocupado.
El juez miró nervioso el reloj, pero el Trueno continuó imperturbable:
—Alguien ha dicho que nuestro país es un pequeño y hambriento estado capitalista. Esta afirmación es correcta. Para una persona limpia de corazón, como por ejemplo esta mujer joven, que pronto será encarcelada y cuya vida ya está estropeada, un sistema como éste tiene que resultar totalmente inconcebible y antihumanitario. Ella comprendió, sin embargo, que alguien tenía que ser el responsable de todo esto, y cuando se dio cuenta de que esta persona era inalcanzable y no había manera de llegar hasta ella por procedimientos al alcance de la gente corriente, se vio sumida en la desesperación y el odio irracional. Si he hablado tanto rato, se debe a que mi experiencia como jurista me dice que Rebecka Lind no será examinada nunca a fondo y que lo que acabo de decir es lo único que se podrá decir jamás en su defensa. Su situación era realmente desesperada, y su decisión de devolver el golpe aunque sólo fuera una vez en su vida, contra quienes estaban destrozándole la existencia, es comprensible.
El Trueno hizo una breve pausa. Después se levantó y dijo:
—Rebecka Lind ha cometido un asesinato, y, naturalmente, no puedo impugnar la petición de prisión. Yo también solicito el examen psiquiátrico, pero por razones completamente distintas de las de la fiscal, puesto que en realidad tengo una vaga esperanza de que los médicos en cuyas manos esté ella lleguen a la misma conclusión y al mismo convencimiento que yo mismo, es decir, que está más cuerda y más juiciosa que la mayoría de nosotros. En ese caso, será juzgada y tiene una mínima posibilidad de que su caso sea tratado de una forma digna de un estado de derecho, pero, desgraciadamente, mis esperanzas no son muy grandes.
Se volvió a sentar, eructó y se dedicó a contemplar con preocupación sus descuidadas uñas.
El juez tardó menos de treinta segundos en declarad a Rebecka Lind sometida a prisión preventiva y ordenar su traslado a las dependencias psiquiátricas forenses, para someterla a un profundo examen psiquiátrico.
Hedobald Braxén tenía razón. El examen psiquiátrico tardó nueve meses y el resultado fue que se la trasladó a un manicomio en el que recibiría cuidado psiquiátrico cerrado.
Tres meses más tarde, se quitó la vida lanzándose contra la pared con tanta fuerza que se partió la cabeza.
En las estadísticas, su muerte se anotó en la columna de hechos accidentales.
A Einar Rönn y a Benny Skacke les costó algo más de una semana dar con la empresa de alquiler de coches correcta. Heydt no se había dirigido a ninguna de las grandes empresas como Hertz o Avis, sino que buscó una pequeña empresa del ramo.