En la casa de la calle Kapell, en Huvudsta, Reinhard Heydt estaba tumbado en la cama, pensando.
Se acababa de bañar y el trecho que separaba el baño de la cama estaba sembrado de toallas blancas extendidas.
Estaba desnudo; en el lavabo se había estado mirando largo rato en el espejo y había podido constatar dos cosas: que el tono moreno de su piel se empezaba a desvanecer, y que había bien poca cosa que hacer con su aspecto.
Era la primera vez que una acción de ULAG había fracasado totalmente. Habían perdido la misión y a dos de sus activistas, que habían caído en manos del enemigo con vida, con el agravante de que uno de ellos era de lo mejorcito.
Levallois se había librado, por lo visto, pero ése era un flaco consuelo.
Los enemigos eran incontables y en aquella ocasión estaban representados por la policía sueca.
En el periódico del día anterior había visto la fotografía de una persona de quien se decía que era «el cerebro detrás de la detención de los dos japoneses», el fiscal jefe Sten Robert Olsson. Contempló largamente la fotografía, que mostraba a un hombre de mejillas redondas con una corbata llamativa y aspecto satisfecho. Había algo oscuro en todo aquello. ¿Era aquel Olsson, Bulldozer como se le llamaba en el texto, realmente el responsable del golpe? A Reinhard Heydt le resultaba difícil creerlo; mejor dicho, estaba seguro de que era mentira. No, y en otro lugar había otro hombre tumbado en una cama intentando imaginar dónde se encontraba Heydt y qué se podía pensar que hiciese en las próximas horas. Y ese hombre, fuese quien fuese, constituía el gran riesgo, el gran peligro.
Quizá era aquel comisario de policía que apareció en la televisión y en los periódicos, en conexión con los curiosos sucesos del 21 de noviembre. Heydt se había anotado su nombre y se había fijado en su aspecto: el comisario Martin Beck.
¿Valdría la pena concertar una entrevista con ese tal Martin Beck? La experiencia le había demostrado que los adversarios con mayores aureolas eran los menos peligrosos, pero, por otro lado, ¿era seguro que fuese precisamente aquel Beck el hombre tan peligroso para él? Cuanto más pensaba en todo lo que había ocurrido, más seguro estaba Reinhard Heydt de que su principal adversario era otra persona.
Quizá fuese Beck, o simplemente aquel Bulldozer Olsson, el que los había engañado a él y a Levallois el 21 de noviembre. Aparte de eso, ellos mismos se habían engañado también.
Pero tras un detenido examen de las fotografías se convenció de que no era ninguno de aquellos dos; al menos no era Olsson, desde luego, quien logró aquella magistral operación que permitió detener a Kaiten con vida sin que nadie hubiera resultado muerto, ni siquiera gravemente herido.
Kaiten, que naturalmente no se llamaba así, había sido uno de los ases en el mismo grupo de formación en el que había estado Heydt; el simple hecho de cogerle por sorpresa era algo casi imposible. El propio Heydt ni siquiera hubiera intentado una cosa así, y, en caso de hacerlo, hubiera tenido muy pocas posibilidades de éxito.
Reinhard Heydt era peligroso, él lo sabía y estaba orgulloso de ello; por lo visto, había sido único en los entrenamientos, pero en las pruebas físicas había quedado siempre muy por debajo de la puntuación de Kaiten; además, se decía que Kaiten y el otro habían sido detenidos, después de dominarlos y atarlos, dentro del apartamento; aquello le parecía imposible, pero alguien lo había logrado, y no parecía haber sido cosa de un batallón de policías, sino de tan sólo tres hombres, más o menos, con Beck a la cabeza.
Y uno de ellos había reducido a Kaiten sin matarlo ni resultar herido por él. Ese hombre era peligroso, pues quien hubiera podido reducir a Kaiten era un adversario al que Heydt no tenía la menor gana de conocer. Pero ¿quién era? ¿Beck? ¿O quizá uno de los mejores agentes de la CIA? También era una posibilidad. ¿Podía tratarse realmente de un policía sueco? Por lo que Heydt había podido ver de la policía sueca, aquello le pareció descartado.
En tres ocasiones había visto al jefe de la policía nacional por la televisión, y una vez a una especie de administrador; ambos le parecieron, si no idiotas declarados, por lo menos nulidades burocráticas con ligeras ideas sobre su trabajo y con una propensión insistente a pronunciar discursos sin sentido y sumamente aburridos.
El servicio de seguridad del país no solía aparecer en público, lógicamente, pero parecía ser objeto de las chanzas de todo el mundo, si bien no debían de ser tan ineficaces como se decía.
Parecía ser que el servicio de seguridad nacional sólo se había encargado de parte de la organización en torno a la visita del senador, sobre todo de la parte más desastrosa desde el punto de vista de la policía; pero el resto del plan había sido inteligente y Heydt era el primero en reconocer que alguien le había engañado. Pero ¿quién? ¿Podría ser el mismo que le había dado la paliza a Kaiten y lo había metido entre rejas? ¿Había alguna otra persona en aquella ciudad, tumbada en una cama y meditando sobre aquellas mismas cosas? ¿Alguien lo suficientemente interesado en Reinhard Heydt como para resultarle peligroso? Más bien parecía que sí.
Reinhard Heydt se puso boca abajo y extendió ante sí el mapa de Escandinavia. Pronto abandonaría el país, y ya hacía tiempo que había decidido por dónde se iba a escabullir; iba a hacerlo a través de Copenhague, donde se encontraba Levallois y otros simpatizantes. Pero ¿cómo se las arreglaría para llegar hasta allí?
Había varias posibilidades, pero algunas las había descartado hacía tiempo, por ejemplo el avión regular, que resultaba demasiado fácil de controlar, y también el método de Levallois. Sin duda le dio buen resultado a éste, que llevaba cinco años estableciendo los contactos necesarios, pero Heydt carecía de esta clase de contactos y el riesgo de que le detuvieran era demasiado alto.
Viajar a Finlandia parecía poco seguro; en parte, las comunicaciones estaban bajo control, y por otro lado se decía que la policía finlandesa era más peligrosa que sus colegas en el resto de los países escandinavos. Los caminos de salida eran pocos, pero los había más prometedores.
Personalmente, le apetecía más la idea de tomar un tren o ir en coche hasta Oslo, y luego abordar un barco danés de pasajeros en dirección a Copenhague. Además, podría ser una retirada bastante tranquila, cómodamente instalado en un camarote confortable y en elegantes salones.
Pero ese camino tal vez no fuese el más seguro. A veces, a Heydt le parecía que sí, pero otras veces imaginaba que el trayecto de transbordador entre Helsingborg y Helsingör resultaba mejor desde el punto de vista de la seguridad. Justo antes de Navidad, aquella línea estaría llena a rebosar. Esto también ocurría en la línea de hidroplanos que unían Malmö con Copenhague, y en ella no hacía falta que fuera Navidad para que la situación fuera caótica.
Había otros caminos, por ejemplo los transbordadores y pequeños barcos entre Lanskrona y Tuborg o Copenhague, y también quedaban otras muchas posibilidades, como el transbordador de coches de Helsingborg, Malmö y Trelleborg hacia la República Federal de Alemania, y las buenas conexiones de transbordadores ferroviarios entre Trelleborg y la República Democrática Alemana, o desde Ystad a Swinemünde, que pertenecía a Polonia y se llamaba algo raro, como Swinouscie o algo parecido.
Pero el control de pasaportes era muy minucioso en Polonia y en la República Democrática de Alemania, y tampoco tenía nada que hacer en Alemania Federal. No, lo mejor sería un buque grande de pasajeros desde Oslo a Dinamarca, o bien un transbordador de Helsingborg o un hidroplano de los que hacían la lanzadera entre Malmö y Copenhague, y aprovechar la locura navideña.
Acababa de reservar un camarote de lujo en el
Kong Olav V
de Oslo, pero todavía no estaba decidido del todo. Estudió el mapa y se desperezó de tal manera que le crujieron los huesos.
Reinhard Heydt era un tipazo rubio y de un metro noventa y cinco; su estado físico era perfecto y sus condiciones psíquicas inmejorables. Pensó un rato en Kaiten y Kamikaze, pero no se inquietó; no había brutalidad policial o tortura que les pudiera hacer decir nada comprometedor.
En cambio tenía la intensa sensación de que, en algún lugar de aquella ciudad gris y castigada por el viento, existía otra persona que probablemente en aquel preciso instante estaba intentando adivinar dónde estaba Heydt y qué era lo que pensaba hacer en las próximas horas.
A lo mejor no era mala idea deshacerse de aquel Martin Beck; un cuerpo de policía no puede permitirse perder a una de las mejores cabezas sobre las que descansa su trabajo y su gestión.
Heydt tenía un rifle con mira telescópica nocturna para disparar a gran distancia; días atrás lo había montado y lo tenía preparado y limpio dentro del armario. ¿Martin Beck? Sí, era una idea, pero ¿era realmente Martin Beck el que había detenido a Kaiten y a Kamikaze y estaba intentando detenerle a él también? Lo dudaba.
Aun así, la idea de deshacerse de Martin Beck para siempre era buena, aunque a lo mejor ya se le había ocurrido al propio Martin Beck que eso pudiera suceder.
Heydt se dirigió desnudo hacia el armario, sacó el rifle, lo desarmó y comprobó cuidadosamente que cada pieza estuviera en su sitio. Todo estaba como debía, en perfecto estado.
Luego empezó a montar el rifle de nuevo; finalmente sacó unos cuantos cargadores de la maleta de doble fondo, cargó el arma, y la ocultó debajo de la cama.
Reinhard Heydt tenía razón, a pesar de que su invisible adversario estaba más lejos de lo que él creía. Aunque dentro de la misma ciudad, la distancia entre Huvudsta, en el noreste, y el remoto suburbio de Bollmora, hacia el sur y bastante hacia el este, era realmente grande.
Allí vivía Gunvald Larsson. Había comprado un poco de comida en el supermercado, donde todos parecían más o menos neuróticos ante la inminencia de la Navidad y ni siquiera él consiguió tener la cabeza clara. Cuando la música de fondo intentó atormentar nuevamente los impulsos adquisitivos de la clientela, repitiendo por quinta vez la misma estúpida traducción de «Rudolph the Rednosed Reindeer», Gunvald Larsson compró distraído un queso equivocado, camembert sueco en lugar de brie danés, y para colmo se equivocó de té y compró Earl Greys Gunpowder en vez de Twinings Lapsang Souchong, hasta que por fin se abrió paso a codazos a través de la cola hacia la caja y abandonó la tienda cansado, dolorido e irritado.
Empezaba a hacerse tarde. Después de comer se había quedado un buen rato en la bañera y había pensado en varias posibilidades; después se había secado, se había puesto un pijama limpio de seda blanca, zapatillas y batín, y se había tumbado en la cama boca abajo, abriendo el mapa de Escandinavia en el suelo. Se tuvo que ir acomodando entre varios cojines, porque la lucha con Kaiten le había dejado diversos cardenales producidos por misteriosos golpes contra el pecho y los brazos. Después concentró toda su atención en el mapa.
Hubo un tiempo, en realidad un período de muchos años, durante los cuales Gunvald Larsson jamás se había llevado trabajo a casa, y de vez en cuando incluso había conseguido olvidar que era policía en el momento de entrar en casa, pero esa época se había desvanecido.
En aquel momento pensaba única y exclusivamente en Reinhard Heydt; a aquellas horas creía conocer bastante bien a Heydt, tal como se conoce a un colega desagradable o a un compañero de colegio odioso.
Gunvald Larsson estaba convencido de que Heydt seguía en el país; también estaba casi seguro de que el hombre iba a intentar aprovechar la confusión del tráfico navideño para escabullirse.
Gunvald Larsson había dibujado sobre el mapa muchas flechas azules y algunas rojas. Las marcas rojas señalaban las rutas aéreas que consideraba más adecuadas por su poca vigilancia; las marcas azules señalaban posibilidades más sofisticadas. Gran parte de las flechitas azules señalaban al este, a Finlandia la mayoría, y algunas a la Unión Soviética, y otras hacia el sur, a Polonia, la República Democrática de Alemania y la Alemania Federal. Las que señalaban el oeste iban de Gotemburgo a Tilbury Docks, en la desembocadura del Támesis, a Immingham, y a Frederikshavn en Jutlandia, y desde Varberg hacia Greña.
Alrededor de los aeropuertos internacionales, que por desgracia eran muy pocos, había círculos azules; los aeropuertos eran fáciles de vigilar, y desde la ola de secuestros aéreos de los últimos años existía un mayor control, que sólo haría falta extremar un poco más.
Las auténticas líneas calientes estaban en otros lugares. La carretera hacia el sur de Noruega estaba señalada por flechas rojas, sobre todo en las autopistas europeas 6 y 18, al igual que las líneas ferroviarias a la capital de Noruega. Gunvald Larsson también había dibujado una ruta por mar hacia Copenhague, con una línea roja muy ancha sobre la que meditó largamente.
Después se concentró en la parte sur de Suecia. La ancha línea roja entre Helsingborg y Helsingör señalaba los transbordadores ferroviarios daneses, los transbordadores de coches suecos y los pequeños barcos de pasajeros, que hacían la ruta de ida y vuelta. La intensidad de tráfico entre Suecia y Dinamarca era máxima precisamente en aquel trecho. En general, sólo pasaban quince minutos entre turno y turno, y a veces menos tiempo.
Entre Landskrona y la capital danesa había dos líneas diferenciadas: el transbordador de coches al puerto de Tuborg y los pequeños barcos de pasajeros que iban al interior del puerto. Pero los barcos salían a intervalos más prolongados, e incluso en pleno jaleo navideño, aunque la afluencia de pasajeros fuese masiva, el control seguía siendo factible; ahí puso solamente flechas azules.
En Malmö, la situación era completamente distinta; el trayecto hasta Copenhague lo recorría un transbordador ferroviario hasta el puerto franco, dos compañías de barcos de pasaje medianos que entraban directamente en el canal portuario interior de la capital danesa, además de los famosos hidroplanos, que en situación crítica, por ejemplo en las grandes festividades, cubrían un trayecto pendular con turnos doblados y sin horario específico. Para colmo, había el transbordador de coches desde Limhamn hasta Dragör, en Amager, una línea que los días anteriores a Navidad iba y venía cinco veces.
Gunvald Larsson se incorporó y pensó un poco más. Si él mismo estuviera en la situación de Heydt, no lo dudaría demasiado. Iría a Oslo en coche, o mejor aún en tren, y proseguiría hasta Copenhague en barco. Detenerle allí sería cosa de la policía danesa y, por lo pronto, casi imposible. Una vez en Copenhague, tendría el mundo abierto de par en par. Pero Heydt a lo mejor pensaba de otra manera, y además no había sido nunca marino, por lo que seguramente aprovecharía la máxima confusión y ésa estaba en Helsingborg y en Malmö.