Los terroristas (25 page)

Read Los terroristas Online

Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
10.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y en qué trabajas tú?

Él le había contado cosas sueltas sobre sus negocios y sus viajes de aquí para allá. Ella encendió un cigarrillo con la colilla del suyo, expulsó una nube de humo, y contestó:

—Policía.

—¿Policía? —preguntó él—. ¿Trabajas en la policía?

—Exacto —dijo ella—. Policía auxiliar le llaman.

—¿Será un trabajo interesante, no?

—No suele ser nada espectacular —dijo ella—. Trabajo en algo que llaman la sección de investigación.

Él no dijo nada; más bien se sentía sorprendido, pero en cierto modo aquello la hizo más interesante a sus ojos.

—No te lo he dicho al principio expresamente —explicó ella—. Hay gente que reacciona muy mal si les dices que eres policía.

—¡Bah! —exclamó Reinhard Heydt, atrayéndola hacia sí.

No llegó a la casa y sus japoneses hasta las siete de la mañana siguiente. Le miraron con cierto reproche, y luego se fueron a acostar.

Se encontraba en buena forma y le parecía que todos los problemas iban a ser fáciles de controlar. Se duchó, se echó en la cama y pasó el día enfrascado en un libro. Lo que él consideraba buena literatura era por ejemplo la historia de la guerra naval, de Ruge; lo leía con el mismo apasionamiento que los jugadores de ajedrez leen su literatura específica, y a menudo leía y releía aquellos pasajes que le parecían más reveladores.

Aquel día estaba estudiando la Weserübung, es decir, el ataque de la flota alemana contra Dinamarca y Noruega en 1940. Era uno de sus temas favoritos y lo conocía hasta el último detalle, pero, aun así, cada vez que lo leía se sentía igualmente impresionado. Unos enviaban unos cascarones contra puertos lejanos y objetivos desconocidos a través de un océano que el enemigo dominaba por mar y aire. Y entonces, ¡zas!, todo sale a pedir de boca a pesar de que los demás son numéricamente superiores, y se efectúa la conquista en su totalidad; he ahí la belleza del perfeccionismo heterodoxo.

Martin Beck también sacaba su ejemplar de Ruge de la estantería de tarde en tarde.

Él y Reinhard Heydt tenían por lo menos un libro en común, y no dejaba de ser chocante que el mismo lunes 11 de noviembre de 1974, es decir, justamente diez días antes de la célebre visita, ambos estuvieran tumbados leyendo el mismo texto.

A Martin Beck también le fascinaba la Weserübung, pero sólo entonces, a años vista y en la intimidad, sin admitirlo nunca de puertas afuera.

Recordaba cuando aquello iba en serio, en abril, treinta y cuatro años atrás, y entonces era muy difícil que alguien se sintiera fascinado por aquello, pues los malditos batallones pardos lo arrasaban todo a su paso.

¿Qué hacía Martin Beck aquella primavera, en mil novecientos cuarenta? Tenía diecisiete años cumplidos y los pulmones mal. Trabajaba lo mejor que podía en la granja de su padre, que estaba en Klara, en mitad de la ciudad, y que su padre había arrancado junto con un compañero en la primavera del treinta y nueve.

¿Qué había pasado desde entonces? Él se hizo policía en el cuarenta y cuatro para librarse del servicio militar, el mismo año se cerró la granja debido a los malos tiempos, y cinco años más tarde murió su padre. Ya habían muerto todos, la granja había sido derribada, y el barrio donde estaba había desaparecido.

Él era el único que quedaba. Él era comisario de homicidios y tenía cincuenta y dos años. Y la Weserübung era historia. Había que verlo así, fría y serenamente, porque no hay historia buena ni mala.

¿Mil novecientos cuarenta? En la granja de las afueras de Pietermaritzburg, Reinhard Heydt no era todavía ni siquiera una esperanza en los ojos azules de su madre danesa.

14

Gunvald Larsson contempló su traje nuevo. ¿Sería inoportuno ponérselo cuando llegara el gran día? ¿Se vería empapado por las tripas del desagradable senador, o algo parecido? No era imposible, pero quizá precisamente por esa razón decidió llevar aquel traje el jueves siguiente. Gunvald Larsson pensaba a menudo de forma poco ortodoxa.

Después se puso sus ropas habituales: chaqueta de piel forrada de pelo, pantalones marrones y zapatos daneses duros de paseo, con suela de goma: se miró al espejo y meneó la cabeza. Luego se marchó al trabajo.

A Gunvald Larsson no le hacía gracia envejecer; pronto iba a cumplir los cincuenta y con frecuencia se preguntaba por el sentido real de su vida. Había sido divertido dilapidar a toda prisa la mayor parte de su herencia, cosa memorable para él y para otros. Se lo había pasado bastante bien en la Marina, y todavía mejor en la flota mercante, pero no sabía por qué demonios se había hecho policía, oficio que le obligaba día sí, día no, a actuar contra su propia conciencia.

La respuesta era simple: era el único trabajo que pudo encontrar con su tosca formación, y en su día pensó incluso que podría serle útil a la sociedad. ¿Había sido así realmente?

¿Y por qué no se había casado? Había tenido un montón de oportunidades, pero ya era francamente tarde. Eran preguntas que se hacía de vez en cuando, aun cuando parecían ya un tanto fuera de contexto.

Llegó, aparcó el coche y subió a la sección de delitos violentos, donde tenía su cuartel general el grupo especial. Los locales tenían un aspecto frágil y abandonado, y el edificio entero parecía a punto de derrumbarse bajo la presión del nuevo edificio de la jefatura de policía, de grandes dimensiones y que casi tocaba las ventanas del antiguo.

Aquel edificio descomunal y pomposo se había creado con la intención de reunir en sus dependencias todos los recursos policiales, entre otros un eventual mando para caso de golpes de estado. Hubiera resultado interesante escuchar alguna explicación de por qué ese eventual mando estaría emplazado precisamente en una isla, fácilmente aislable derribando unos cuantos puentes bastante vulnerables.

Aquel coloso, que ya estaba prácticamente terminado, había presentado en su día a la policía un buen ejemplo del misterio de la habitación cerrada. Los módulos, prefabricados se iban colocando uno a uno en sus sitios, una vez terminados, y en uno de ellos los trabajadores habían hallado un vagabundo muerto. Pronto se averiguó que el interfecto había muerto a causa de una sobredosis de heroína, pero la puerta del módulo había estado cerrada todo el tiempo; nunca pudo ofrecer nadie la menor explicación de cómo había logrado llegar aquel hombre al interior del módulo.

Gunvald Larsson miró el reloj eléctrico de la pared. Eran las ocho y tres minutos; era el 14 de noviembre, y faltaba justamente una semana para el gran día.

El cuartel general de la operación disponía de cuatro despachos, lo cual no era mucho, pero por otro lado el jefe local de policía y Möller no iban casi nunca, el jefe de la policía de orden público tampoco se dejaba ver a menudo, y Malm y el director general de la policía no aparecían jamás. El que más acto de presencia hacía allí era Martin Beck. Gunvald Larsson y Einar Rönn estaban casi siempre también, al igual que Benny Skacke y Fredrik Melander, que era inspector de la sección de robos pero tenía muchos años de experiencia, tanto en la comisión nacional de homicidios como en la sección de delitos violentos de Estocolmo.

Melander era un tipo poco corriente y una gran ayuda; su memoria funcionaba como un ordenador, aunque mejor, y haciendo que todos los encargos pasasen por sus manos se podían evitar bastantes irregularidades, duplicidad de misiones y otras cosas. Físicamente era un hombre alto y calmoso, algo mayor que los demás; solía permanecer sentado en silencio estudiando sus papeles o rascando su pipa, y si no estaba ante su mesa era porque se encontraba en el lavabo, cosa que conocía media policía de Estocolmo y les parecía extraordinariamente divertido.

Los que se dejaban ver poco por el cuartel general tenían todos ellos bonitos despachos propios en las cercanías, especialmente el jefe de la policía de orden público, que realizaba gran parte del trabajo de organización en su despacho de la vieja comisaría de la calle Agne, y después enviaba copia de todos los procedimientos a Martin Beck.

No estaba mal para ser un cuartel general; se trabajaba con un estilo convencional y Gunvald Larsson se limitó a saludar con la cabeza a Rönn antes de entrar en el despacho de Martin Beck. Éste estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, mientras hablaba por teléfono a la vez que hojeaba un grueso informe.

—No —dijo—, he dicho ya varias veces que no tengo opinión sobre este asunto.

»Sí, muy bien, pues haga lo que quiera.

»No señor, yo no he dicho eso.

»Exacto, lo que he dicho es que haga usted lo que quiera. No tenemos opinión de ninguna clase sobre este asunto, ya se lo he dicho, ¿es que no me ha entendido?

Hablaba con un cierto énfasis.

—Adiós —dijo por fin, y colgó.

Gunvald Larsson le miró interrogante.

—La aviación —explicó Martin Beck.

—¡Uf! —exclamó Gunvald Larsson.

—Sí, eso era lo que intentaba decir, aunque un poco más amablemente. Quieren saber si necesitamos más de una escuadrilla de cazas.

—¿Y qué les has dicho?

—He llegado a decirle que no necesitamos ningún aeroplano de ninguna clase —dijo Martin Beck.

—¿Eso le has dicho?

—Sí, y ese general se ha puesto de muy mala leche. Se ve que la palabra «aeroplano» no les gusta.

—Claro que no, es tan inexacto como decir escopeta en vez de fusil.

—¡Oh, qué horror! ¿Tan mal lo he hecho? Voy a tener que pedirle perdón la próxima vez que llame.

Miró la fecha en su reloj y dijo:

—Tus amigos de ULAG no han dado señales de vida.

Los controles fronterizos y las llegadas del extranjero habían sido exhaustivos durante las últimas semanas.

Gunvald Larsson se arrancó un grueso pelo de uno de los agujeros de la nariz, lo examinó con vivo interés y dijo:

—Mmmm.

—¿Ha sido una declaración eso, o no? —preguntó Martin Beck.

Gunvald Larsson recorrió la habitación de un extremo a otro un par de veces dando grandes zancadas, y por fin dijo:

—Creo que tendríamos que actuar como si realmente estuvieran aquí.

—¿Crees que no han llegado todavía?

—No. Si planean algo, ten por seguro que ya están donde han de estar.

—Debe de tratarse de varias personas. ¿Es posible que hayan logrado entrar en el país sin que los hayamos podido pescar?

En diversos puestos fronterizos habían sido retenidas varias personas con el fin de realizar un control más exacto, pero todos habían presentado los papeles en regla.

—Es curioso —dijo Gunvald Larsson—, pero...

Se calló y Martin Beck dijo:

—Otra posibilidad es que hayan entrado antes de que empezaran los controles fronterizos de emergencia.

—Sí —admitió Gunvald Larsson—, es una posibilidad.

Parecía desacostumbradamente pensativo.

—¿En qué piensas? —preguntó Martin Beck.

—En que ésta es una ocasión perfecta para ULAG, pues todo les viene de maravilla; nunca han dado todavía un golpe en Europa, y además, ese senador está...

—¿En la lista negra?

—¿En la lista negra? —exclamó Gunvald Larsson—, En según qué círculos han puesto precio a su cabeza.

—Bueno... —dijo Martin Beck impasible—, en ese caso demuestra tener un cierto valor al venir aquí—. Y como para cambiar de conversación, preguntó—: ¿Viste alguna película interesante ayer?

Gunvald Larsson se había encargado de estudiar algunas filmaciones de visitas oficiales que había recopilado el servicio de seguridad.

—Bueno... —contestó Gunvald Larsson—. Sobre lo que has dicho antes, me he fijado en que Nixon circuló en un coche descubierto por todo Belgrado junto con Tito. Y lo mismo en Dublín: Nixon y De Valera desfilaron en un Rolls Royce del año de la pera, con el techo destapado. Por lo que vi en la filmación, había un solo agente de seguridad. En cambio, cuando Kissinger fue a Roma, medio país parecía cerrado.

—¿Has visto el gran clásico, también? ¿El Papa en Jerusalén?

—Sí; desgraciadamente, ya lo había visto antes.

La visita del Papa a Jerusalén fue controlada por la policía de seguridad jordana, que armó un jaleo impresionante, como nunca se había formado. Ni siquiera a Stig Malm se le podría ocurrir una barbaridad parecida.

Sonó el teléfono.

—Sí. Beck.

—Hola —dijo el jefe de la policía de orden público—. ¿Has visto el papel que te he enviado?

—Sí, ahora mismo lo estaba mirando.

—Esos dos días va a faltar gente de orden público en el resto del país.

—Lo comprendo.

—Sólo quiero que lo tengas en cuenta.

—En realidad, no es cosa mía. Pregúntale al director general si ya se ha dado cuenta.

—De acuerdo, llamaré a Malm.

Rönn entró con las gafas colgando de la roja punta de su nariz y con un papel en la mano.

—Sí, mira, la lista de GE; la he encontrado en mi mesa.

—Tenía que estar en mi casillero —dijo Gunvald Larsson—, déjala ahí. ¿Quién coño la ha cambiado de sitio?

—Ah, no lo sé, yo no he sido —respondió Rönn.

—¿Qué clase de lista es ésa?

—Gente que estará de servicio —dijo Gunvald Larsson—, gente que lo que mejor hace es pasar el rato en la sala de recreo jugando al póquer, no sé si me entiendes.

Martin Beck arrebató la lista a Rönn y la observó; empezaba con una serie de nombres seguros:

«Lista GE:

Bo Zachrisson

Kenneth Kvastmo

Karl Kristiansson

Victor Paulsson

Aldor Gustavsson

Richard Ullholm

etc.».

—Entiendo perfectamente —dijo Martin Beck—; eso de tener gente preparada de servicio es una buena idea. Por cierto, ¿qué significa GE?

—Gilipollas Escogidos —contestó Gunvald Larsson—, No quería expresarme con tanta claridad.

Fueron a la habitación en la que tenían sus mesas Rönn y Melander; allí habían pegado en la pared una copia azul del plano de la ciudad y habían pintado el recorrido inicial de la comitiva. Había un gran desorden, como suele suceder en tales lugares.

El teléfono sonaba sin parar, y cada dos por tres entraba alguien para entregar comunicados interiores metidos en carpetas marrones con ventanillas.

Melander estaba hablando en aquel momento por teléfono, sin sacarse la pipa de la boca. Decía:

—Sí, ahora mismo viene. Tendió el auricular a Martin Beck.

—Sí, soy Beck.

—Menos mal que te encuentro —dijo Stig Malm.

Other books

Puberty Blues by Gabrielle Carey
The Firebug of Balrog County by David Oppegaard
The Naked Room by Diana Hockley
The Dogs of Mexico by John J. Asher
Soul Catcher by Katia Lief
Unbreakable Bond by Gemma Halliday
Apple and Rain by Sarah Crossan