Los terroristas (24 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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Heydt se había formado como terrorista en campos de Rhodesia y de Angola. Había sido un entrenamiento durísimo, en el que, al más mínimo signo de debilidad física o psíquica, le ponían a uno a realizar labores administrativas. La cobardía y la traición se castigaban con la muerte.

ULAG se había montado y organizado a partir de intereses privados, aunque con el apoyo económico de al menos tres gobiernos. Su máxima preocupación era conseguir un grupo terrorista altamente eficaz, que en caso extremo pudiera ponerse al servicio de los regímenes blancos más débiles de África meridional. Los puntos de contacto en el extranjero eran pocos, pero existían; por ejemplo, había un club muy selecto de Londres en el que era posible encargarle un trabajo a ULAG. Hasta la fecha sólo había sido realizado uno de esos trabajos por encargo, concretamente el que Gunvald Larsson había podido presenciar tan de cerca. Lo que hacía que las acciones de la organización resultasen tan temibles y desorientadoras era que en realidad se habían efectuado como experimento.

Los grupos terroristas se dedicaban simplemente a demostrar de qué eran capaces, y detrás se producía la desconfianza y la inestabilidad política, lo cual se había conseguido siempre, pues el golpe en Malawi había conducido a un impresionante enfrentamiento entre los tres estados involucrados, con gran aparato militar y enormes complicaciones políticas. El atentado de la India había producido una gran confusión política, y después del golpe en Vietnam, con sus fuegos artificiales, los servicios secretos de Pekín y Moscú todavía no estaban seguros de que detrás no estuviera la CIA o el régimen de Van Thieu.

Los que concibieron ULAG conocían perfectamente el valor del terrorismo como arma política y los problemas que suponía. De otro modo, hubiera ocurrido como en el Ulster, donde los activistas van mal armados y peor instruidos; a nadie le sorprendía que un simple labrador irlandés saltase por los aires por falta de conocimientos en fabricación de bombas o en su tratamiento; o bien pasaría como con las acciones de los palestinos, que con frecuencia conducían a la muerte de los propios terroristas, debido a que sus adversarios estaban muy bien pertrechados y carecían, además, de escrúpulos.

Lo que se quiso, pues, conseguir, era un grupo que no fallase jamás, y que, a pesar de sus reducidas dimensiones, fuese capaz de producir auténtico terror.

En aquellos momentos, ULAG no tenía más de cien hombres, divididos en diez grupos de activistas de cuatro hombres cada uno, diez en la reserva y veinte en período de formación. El resto eran administrativos, que por razones de seguridad permanecían lo más ocultos posible.

Ciertamente, el grupo inicial se había compuesto de hombres que habían muerto en Biafra y Angola, pero luego se hizo multinacional y se había ido fortaleciendo a base de gente de muchos países, entre ellos Japón, cuyos elementos constituían una especie de falange ultranacional y consideraban que de este modo servían también a su patria. También había un miembro sueco, pero se hallaba todavía en período de formación. El conjunto era una mezcla multicolor, cuyos dos elementos más sorprendentes eran dos negros que sabían muy bien lo que hacían, y un agente de seguridad israelí que se había cambiado de bando.

Reinhard Heydt había sido el número uno durante los cursillos de formación y se le podía considerar como uno de los diez hombres más peligrosos del mundo, idea que le halagaba enormemente. Además, era un hombre cultivado y de agradable conversación, con un aspecto muy elegante y que se sentía muy a gusto con aquel trabajo. Por el hecho de ser sudafricano, cabría pensar que actuaba por idealismo, pero no era así. Los ideales de ULAG no habían sido expuestos nunca, y Sudáfrica sería igual seguramente durante muchos años más.

En cualquier caso, ULAG había demostrado su eficacia, y probablemente debería tomarse muy pronto en serio. De los regímenes blancos de África se acababa de desmoronar el de Mozambique, y todo parecía indicar que Angola y Namibia estaban maduros para el cambio, y que dentro de poco un inglés que llegase al aeropuerto de Salisbury no se iba a encontrar tan en su propia salsa como cuando llegase a Glasgow o a Cardiff.

Tres días después de Heydt, llegaron los dos japoneses a Estocolmo. Habían viajado a través de Finlandia y habían llegado en una barcaza llena de borrachines, desde Mariehamn. Uno de los controladores de pasaportes que estaban de servicio les timbró con indiferencia los pasaportes falsos, mientras uno de ellos le preguntaba dónde podía encontrar el cine pornográfico más próximo, con guapas suecas sin ropa.

Aquello de las guapas suecas sin ropa infundió todavía más prisa al aduanero, que marcó con tiza sus equipajes sin preocuparse de nada más.

—¡Joder con esta gente! A ver cuando nos dan folletos en japonés y en inglés con los nombres y las direcciones de todas las putas y los sex-club, para que los regalemos a toda esa pandilla de amarillos que entran por aquí —dijo uno de los aduaneros a su compañero.

—¡Eso son prejuicios racistas! —gritó un joven de los que hacían cola—. ¿No se dan cuenta? La ley prohíbe discriminar a las personas por su raza o color.

Y mientras se armaba un cierto alboroto sobre el particular, el otro japonés también pasó sin los mayores problemas su equipaje; era un tipo grandote y con unas manos de hierro.

Los japoneses habían participado en lo de la India, pero no en Latinoamérica; Reinhard Heydt sabía que eran enormemente eficientes, fríos, sin escrúpulos y leales. Aunque él mismo fuera uno de los diez tipos más peligrosos del mundo, jamás hubiera querido encontrarse cara a cara con uno de ellos en mitad de su trabajo.

Sin embargo, la convivencia con los dos japoneses era totalmente melancólica; casi nunca decían nada, y se pasaban las horas muertas jugando a un juego incomprensible con muchas bolitas. Sus caras eran tan inexpresivas que nunca había forma de saber quién ganaba o quién perdía la partida, o si la partida se había terminado o si tenían que continuar al día siguiente.

A diferencia de los otros dos, Heydt no había estado nunca en Estocolmo, y durante los primeros días se dedicó a pasear por toda la ciudad a fin de hacerse cargo de aquella sociedad en su conjunto. En seguida se dio cuenta de que la ciudad estaba tan embrutecida y devastada por los gamberros como Nueva York y ciertos suburbios de Londres; primero pensó en ir armado, pero luego recordó que había aprendido a no ir jamás armado, excepto cuando estaba en plena faena, y decidió alquilar un coche; en la oficina de alquiler se identificó con sus documentos como el súbdito británico Andrew Black.

Al cabo de una semana recibió, procedente de la terminal de mercancías, una gran caja que había llegado como paquete postal; puesto que probablemente había entrado sin pasar los controles aduaneros, decidió no preocuparse por las otras dos cajas cuyos avisos de llegada recibió poco después, ya que al cabo de un cierto tiempo serían devueltas al remitente.

Después visitó una pequeña oficina de Östermalm, se identificó como representante de una empresa holandesa de construcción y compró los planos completos de la red ferroviaria suburbana, del sistema de alcantarillas y de las conducciones eléctricas y de gas. De antemano se había puesto en contacto con aquella oficina por carta, y habían respondido pidiendo que les pasase oferta.

Lo irónico era que la persona que vendía aquel material, que de por sí no es ningún secreto, era miembro del servicio secreto sueco que trabajaba en un despacho pagado por el ejército o por la policía, no lo sabía muy bien; lo que sí sabía era que cobraba demasiado poco en su trabajo y por eso se dedicaba a vender material clasificado, aunque, como buen sueco, no lo vendía a ningún ruso, por principio. ULAG compró de esta manera un material no secreto, pero considerando con todo que lo más sencillo era hacerlo precisamente a través del servicio secreto.

El 31 de octubre, Reinhard Heydt llevaba ya diecisiete días en Suecia. Los dos japoneses continuaban jugando a su extravagante juego, aunque de vez en cuando lo dejaban para ir a la cocina y prepararse una comida también extravagante, cuyas materias primas encontraban en las tiendas.

Ya tenían todo el material a mano. Quedaban tres semanas para la visita del senador.

Reinhard Heydt condujo hasta el aeropuerto internacional de Arlanda, lo recorrió sin demasiado interés y regresó a la ciudad. Parecía muy claro el recorrido que haría el personaje americano.

Cuando Heydt pasó por delante del Palacio Real, viró y aparcó en la Cuesta de Palacio. Luego cogió su mapa de Estocolmo y caminó, como un turista cualquiera lo hubiera hecho, hacia la escalinata de Logaard y se detuvo, observando detenidamente a su alrededor.

Aquél era un buen sitio. La cosa estaba clara, cualquiera que fuese el método escogido, aunque más o menos ya se había decidido por emplear una bomba. Naturalmente, se corría el riesgo de que el rey cayera en el mismo golpe; nadie había hablado de ningún rey, y a él no le gustaba nada la idea. Lo de los reyes era una cosa especial, era como si merecieran algo más que una simple muerte accidental, al tiempo que moría otro. Tenía que ser una muerte más sonada la de un rey. Heydt sonrió para sus adentros y sacudió la cabeza. Estaba decidido: si las cabezas coronadas habían de caer, tenía que ser una caída de primera mano, por decirlo de algún modo. Contempló el palacio nuevamente y pensó que era un montón de piedras muy sólido y muy feo. Cuando hubo cruzado la calle, dejó el coche donde estaba y dio un paseo por la Ciudad Vieja, que era la única parte de Estocolmo que le gustaba. «¿Cómo puede la gente vivir aquí, en este horrible clima?», pensó.

Reinhard Heydt deambuló hasta llegar al Stortorget, la plaza mayor de Estocolmo; contempló la Fuente de Brunkeberg y luego fue hacia el este por la calle Köpman. De repente, una mujer salió de una callejuela justo delante de él y echó a andar en su misma dirección. «Las mujeres escandinavas han de ser altas y rubias», pensó. Su madre, danesa, había sido así pero la que caminaba delante de él era pequeña, quizá tan sólo midiera un metro cincuenta y cinco, y tenía los hombros anchos, el cabello lacio y claro, y llevaba botas rojas de goma, pantalones téjanos y un chaquetón negro, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos. Caminaba con la cabeza gacha y paso decidido, exactamente a la misma velocidad que él.

La siguió unos metros a lo largo del pasaje de Bollhus, y de repente ella volvió la cabeza, como si se sintiera perseguida, y le miró. Tenía la mirada brillante y los ojos tan azules como los suyos. Ella le observó detenidamente, miró el mapa que él llevaba todavía doblado en la mano derecha, y se hizo a un lado para dejarle pasar.

Mientras se metía en el coche volvió a verla; caminaba a grandes pasos hacia el puente de Skepp y le pareció advertir que ella le miraba fugazmente desde lejos, rápida y observadora. Por alguna razón volvió a pensar en su madre danesa, que todavía vivía, en las cercanías de Pietermaritzburg. Cuando terminase aquel trabajo, iría a saludarla.

Aquel mismo día, llamó por teléfono al radioespecialista del grupo, que era francés pero llevaba bastante tiempo en Copenhague. Le dijo que fuera a Estocolmo el día 14 de noviembre como máximo, y que el método sería el mismo que la última vez.

El lunes de la semana siguiente, Reinhard Heydt quedó tan harto de sus silenciosos compañeros japoneses, que jugaban sin parar, que decidió salir en busca de alguna mujer. En sí se trataba de una excepción a la norma, pues hasta entonces jamás se había preocupado de las mujeres durante los preparativos de una acción.

Le deprimió la enorme cantidad de prostitutas de Estocolmo, sobre todo aquellas adolescentes, casi niñas, que hacían cualquier cosa para conseguir la droga, o por un simple pinchazo.

Después de contemplar un rato el sórdido tráfico que tenía lugar en la llamada «plaza de la nieve», y después de comprobar los poco refinados métodos que empleaba la policía para reprimir aquel mercadeo, se marchó en busca de uno de los hoteles más elegantes de la ciudad y se metió en el bar.

Reinhard Heydt no bebía nunca alcohol, pero de vez en cuando tomaba un vaso de jugo de tomate con salsa tabasco. Mientras saboreaba su bebida iba pensando en la clase de mujer que deseaba; preferiblemente una rubia ceniza, alta, de unos veinticinco años. Él tenía treinta, pero lo de los veinticinco años era una idea fija. Lo que definitivamente no quería era una profesional o una de las que trabajaban en lugares fijos. No creía demasiado en el mito de la sueca estupenda, y más bien le parecía una de las muchas mentiras que el régimen esparcía con fines propagandísticos.

Mientras se entretenía con su segundo vaso de tomate especiado, entró una mujer y se sentó al otro extremo de la barra del bar. Pidió zumo de naranja con una guinda roja dentro y una rodaja de naranja clavada en el borde del vaso. Se miraron varias veces y no disimularon un cierto interés recíproco.

Le preguntó al camarero si podía invitarla a tomar la próxima copa y la respuesta fue afirmativa. Poco después, el asiento junto a ella quedó libre; él lo miró interrogante y ella asintió.

Se sentó a su lado y estuvo charlando en escandinavo con ella durante algo más de media hora. Dijo ser ingeniero danés y llamarse Reinhard Jörgensen. Lo más sencillo era mantenerse siempre lo más cerca posible de la verdad, y su madre se había llamado Jörgensen de soltera. Ella le dijo llamarse Ruth Salomonsson. Él le preguntó en seguida su edad y ella confesó tener veintiocho años. Casi todo encajaba: no era rubia, sino cenicienta, y tenía los ojos azules; era alta, delgada y bien formada.

El siguiente paso fue invitarla al cine, pero en seguida se dio cuenta de que a ella esto le parecía un poco pasado de moda, y entonces le propuso cenar juntos. Ella le respondió riendo que acababa de comer, pero que no tenía ningún inconveniente en salir con él cualquier otro día.

Sólo hicieron falta quince minutos para que él se diera cuenta de que ella estaba en aquel bar por la misma razón que él. Luego sólo fue cosa de pedirle al conserje que llamara un taxi.

Al igual que gran parte de las mujeres que frecuentan los hoteles, Ruth Salomonsson llevaba consigo a una amiga; estaba en otra mesa charlando con un hombre, y, mientras esperaban que llegara el taxi Reinhard Heydt tuvo ocasión de dirigir a la amiga unas frases amables.

Había hecho una buena elección y pasó una estupenda velada; unas horas más tarde se le ocurrió llenar una pausa con la pregunta:

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