—¿Y entonces…?
—Y entonces confesó que habían sido treinta, puede que cuarenta, las mujeres que había enviado a Spandau en el último año; había perdido la cuenta.
—¡Dios bendito!
—Además de una familia de enanos húngaros… una petición especial.
—¿De enanos? ¿Por qué los…? —Willi cerró los ojos—. ¿Y qué hay de Sachsenhausen?
—Nunca ha oído hablar de ese sitio.
—
Scheisse!
—Lo único que sabía era que, cuando encontraba a una chica de su gusto, telefoneaba a El Ciervo Negro para alertarlos. Lo que ocurría después de que llegaran allí es algo que ignoraba por completo.
—¡Dios mío!… ¿Qué imaginaba él que les ocurría?
—Sinceramente, creía, o al menos eso es lo que se permitió creer, que eran utilizadas como… esclavas sexuales. Que su «condena», como él lo denominó, sólo duraba mientras sus amos se lo pasaban bien con ellas. No quería saber nada más. No tenía la menor idea de que jamás hubiera regresado ninguna, ni de que alguna hubiera aparecido en el Havel. Ni la más remota idea de ningún experimento médico. Nada aparte de El Ciervo Negro. E incluso allí… sólo voces. Jamás un nombre.
Willi sintió una ligera náusea. En la ventana superior de un autobús de dos pisos divisó a una mujer joven de ojos verdes y nostálgicos. Durante un instante juró que era Putzi… salvo que Putzi estaba en Sachsenhausen. Y él tenía que volver a empezar desde cero.
Los vehículos rugían mientras se metían a empujones en la Potsdamer Platz. Durante cincuenta años, aquel torbellino de avenidas había ostentado el dudoso honor de ser la encrucijada más concurrida de Europa. Enjambres de coches, autobuses y taxis se apelotonaban en torno a las interminables vías de los tranvías amarillos que se cruzaban entre sí a una velocidad alarmante, mientras unos peatones suicidas atravesaban todo aquello corriendo como locos.
—Entonces, ¿qué es lo que indujo a Gustave a hacerlo, Kurt? —Willi le tocó el claxon a un hombre que parecía decidido a que lo atropellaran —. ¿Si tan repugnante le parecía tener que hipnotizarse para no acordarse de nada?
De la estación de tren de Potsdamer, la gente salía en oleadas. Al otro lado de la calle, el vistoso hotel Fürstenhof reclamaba la atención con sus torres
Jugendstil,
del modernismo alemán. Los anuncios eléctricos destellaban desde una docena de direcciones: «¡Berlín fuma Juno!», «Chlorodont, ¡usado a diario por millones de personas!». Los hombres anuncio desfilaban por las aceras. «¡Rebajas! Zapatería para hombres Englehardt», «¡Deliciosa! Charcutería Grossmann».
—En una palabra, Willi: chantaje.
A la izquierda, los portales dorados del viejo y señorial hotel Palast parecían ofrecer un último vestigio de la estabilidad que había presidido la Berlín imperial. Willi sabía que, en aquellos tiempos, la gente había entendido sus vidas y el mundo que los rodeaba mediante un férreo sentido del deber hacia su káiser y su Estado. Cuando todo aquello se vino abajo, la vida se convirtió en una frenética huida hacia delante, en una búsqueda desesperada de un nuevo centro de gravedad. En un terror a que el mundo se hundiera bajo sus pies.
—Hace aproximadamente un año, un tal Heydrich descubrió algo bastante desagradable sobre su pasado.
Willi cayó en la cuenta del enloquecido bocinazo detrás de él, de un furioso campanilleo.
—¿Como qué, Kurt?
Un coche de bomberos intentaba abrirse paso.
¿Qué podía tener Heydrich contra aquel hombre, que provocara semejante terror en él?
Willi consiguió apretujar el BMW contra una de las viejas garitas de Schinkel, cuyas columnas neoclásicas estaban revocadas con los periódicos de un quiosco.
«El Banco de Comercio se hunde. Hitler se reúne con los industriales en Colonia».
Un payaso con zancos estaba actuando en la esquina, rodeado de una chiquillería gritona. Un hombre sin piernas pasó rodando sobre una pequeña carreta de madera, agitando una lata. Dos mujeres jóvenes con abrigos de zorro plateado no paraban de reír histéricamente mientras intentaban cruzar la calle, cogidas del brazo. Un cegador anuncio elevado proclamaba: «¡Con Lux, su ropa quedará como nueva!».
—Gustave Spanknoebel no es de Viena. Y no se llama Gustave Spanknoebel.
La vida en la Potsdamer Platz —el centro de un país que giraba sin control— estaba llegando a parecerse a un viaje en un tiovivo enloquecido, pensó Willi. Donde todo el mundo apenas iba agarrado.
—Su verdadero nombre es Gershon Lapinsky. Es de un pequeño pueblo de Bohemia y desciende de una larga estirpe de rabinos
Wunder
o milagreros. Místicos, sanadores, ya sabes. Su padre vendía amuletos mágicos con inscripciones cabalísticas. Es judío, Willi. ¡El vidente de Hitler es un judío!
Willi reparó en el nuevo e impresionante edificio de oficinas que se alzaba en línea recta en la esquina de Koniggratzer Strasse. Ocho plantas de paredes horizontales de cristal que se curvaban formando una parábola con el tráfico de abajo. Era la hazaña más espectacular de Erich Mendelsohn hasta el momento, el Columbus Haus. Mendelsohn, que era judío, estaba remodelando el corazón de Berlín, tonificándolo con un optimismo futurista. No era de extrañar que los nazis lo odiaran y tildaran al edificio de decadencia bolchevique. Goebbels había declarado que, el día en que llegaran al poder, lo convertirían en un centro de reeducación donde enseñarían a hombres como Mendelsohn lo que significaba ser alemán.
—Eso es absolutamente demencia!, Kurt. No lo entiendo. ¿Cómo es posible que un muchacho judío se convierta en el vidente de Hitler?
El primo de Willi se arrancó las gafas y empezó a limpiarlas frenéticamente.
—Muchos niños fantasean con esas cosas cuando tienen doce años, pero éste se escapó de verdad y se unió a un circo. Siempre se hizo pasar por cristiano, y utilizó lodos los tilicos de manual para convertirse en un «místico» famoso: ganchos, palabras en clave, rebuscadas señales manuales. Al cabo de los años, convertido ya en una gran estrella, le presentaron a Hess, el amigo de Hitler. Ya sabes que los nazis sienten una inclinación patológica por el ocultismo, así que en cuanto Hess se pegó a él como una lapa, llegaron todos los demás. Hitler lo acogió como a un gran vidente, un visionario alemán. ¿Te lo imaginas? Y el pequeño Gershon se engañó lo suficiente para pensar que podía lograrlo. Hasta que un día, claro, surgido de alguna de las unidades de inteligencia nazis, las SS o algo parecido, aparece el tal compañero Heydrich y le dice que ha descubierto toda la porquería. Y que si no coopera… esto es, si no proporciona un flujo constante y gratuito de hermosas mujeres, exclusivamente extranjeras, acabará siendo un Lapinsky muy desgraciado.
Después de pasar la altísima Haus Vaterland, propiedad de judíos, y las tres manzanas que ocupaba la ciclópea casa central de los almacenes Wertheim, también propiedad de judíos, el tráfico empezó a mejorar un poco.
Los nazis proclamaban que esos establecimientos pertenecerían algún día a los «alemanes».
—Si te sirve de consuelo —Kurt miró su reloj con ansiedad—, el gran Gustave también prevé un final violento para Hitler. Como es natural, nunca se lo ha dicho. Pero me confesó que la carta astral del Führer mostraba a Júpiter en abierta oposición a Saturno, lo cual es presagio de una contundente derrota final.
Willi lo miró, y Kurt sonrió nerviosamente.
—Kathe me va a matar si pierdo ese tren.
No lo perdió.
Willi lo dejó en la estación del Zoo con diez minutos de antelación.
Se abrazaron en la acera.
—Gracias por esto, Kurt.
—Por favor. Puedes estar seguro de que voy a publicar al menos una docena de artículos sobre el tema. Lamento muchísimo que no encontraras Sachsenhausen.
—Sí. Bueno, yo también. Pero… puede que haya olfateado algo.
—Te escribiré. Te lo contaré todo sobre Tel Aviv. —Kurt se quitó las gafas y se frotó los ojos enrojecidos. Luego miró por última vez a su alrededor y aspiró una última bocanada del
Berliner Luft.
—Dios mío, voy a echar de menos este sitio.
—Ponte bien moreno por mí. —A Willi le ardía la garganta—. Y… preséntale mis disculpas a Kathe.
—Ach.
En cuanto nos hayamos marchado de aquí, ni siquiera se acordará del asunto. —Kurt se pasó un pañuelo por la cara—. Cuídate, primo. Y el año que viene… —agitó un dedo mientras se alejaba— ¡en Jerusalén!
Willi volvió a meterse en el BMW. Al cambiar de sentido en Hardenburger Strasse, se sintió tan vacío como el piso de Kurt. Delante en línea recta, imponente y pesada, se alzaba la iglesia del Káiser Guillermo, cuyos múltiples capiteles desaparecían en la niebla. Mientras esperaba a que cambiara el semáforo, vio a una mujer pelirroja que se miraba fijamente en el escaparate de una tienda, La iglesia también se reflejaba en el cristal y, al duplicarse todo sobre sí mismo, daba la sensación de que el monumento tuviera el doble de agujas.
Así que Gustave era judío y se sentía incapaz de afrontar lo que había hecho. Había pensado que podía sacar lo mejor del diablo. Pero el Rey de la Mística no es más que otro sonámbulo, como el resto de nosotros…
El aire pareció estremecerse. Se oyó un seco redoble de tambores, un entrechocar de platillos.
A Willi se le hizo un nudo en la garganta. Sus oídos se llenaron con el retumbar de unas botas de cuero sobre el pavimentó. Ni a tres metros por delante, dos apretadas filas de guardias de asalto doblaban la esquina, una hilera tras otra de uniformes marrones, correajes de cuero y brazaletes rojos como la sangre. La gente se apartaba como podía de su camino, aunque un hombre pequeño y cargado de espaldas no fue lo bastante rápido y lo hicieron a un lado de un empujón, provocando que se le cayera el sombrero a la cuneta. Cuando se agachó para recogerlo, un guardia de asalto le dio una patada en el culo y el hombre cayó junto a su sombrero. «¡Alemania, despierta!», empezó a berrear la columna.
Willi se movió para ir a ayudar al pobre conciudadano, pero cuando abrió la puerta del coche, vio lo que serían unos treinta hombres en bicicleta que avanzaban a toda velocidad por Hardenburger Strasse. Todos llevaban gorras de obreros y lanzaban los puños al aire en el saludo comunista. ¡La Brigada Roja! Cayeron sobre los nazis como un enjambre de abejas, atacándolos con una enconada lluvia de ladrillos y botellas. Willi vio caer al suelo a varios Camisas Pardas, cuya humeante sangre tiñó las aceras. Los peatones gritaban mientras se metían en las tiendas y debajo de los vehículos aparcados.
Aquello se convirtió en la escena de una película expresionista. Volaban las bicicletas; se rompían escaparates con impertérritos maniquíes en fajas y sujetadores; golpeaban los puños americanos; se agitaban porras en el aire; sonaban silbatos; cargaba la policía. Un cañón de agua barrió a nazis y comunistas por igual, tirándolos al suelo. La gente corría protegiéndose la cabeza con las manos, la sangre roja chorreaba.
Y de pronto una brecha en el tráfico. Pisando el acelerador a fondo, Willi se escabulló por Kant Strasse en el instante preciso en que los antidisturbios bajaban por la calle. Aún se oían las sirenas y la rotura de cristales a varias manzanas de distancia, mientras transitaba por la Ku–damm, donde toda la gente bien vestida se esforzaba puñeteramente en seguir disfrutando de la vida.
E
l gran reloj rojo de la Dirección General de la Policía marcaba las tres menos cuarto cuando entró, todavía resonando en su cerebro el retumbar de las botas, la rotura de cristales y aquella última y lastimera mirada de su primo a Berlín. Al apretar el botón para llamar el ascensor, se dio cuenta de que la mano le temblaba. No eran sólo nervios. Se sentía destrozado por dentro, como si alguien lo hubiera golpeado con una porra. ¿Qué habían logrado todos sus esfuerzos? Gustave —¿o debía llamarlo Gershon?— estaba encerrado abajo en una celda. ¿Y qué? El hombre no podía decir nada. Sabía con seguridad que El Ciervo Negro era un punto de traslado, pero Willi podría arrestar a todos los que estuvieran allí y seguir sin encontrar Sachsenhausen.
¿Dónde estaba el condenado ascensor? Como atraída por su ira, la vieja caja desvencijada acabó por bajar. Al entrar, Willi se dijo que debía ir a ver a la madre de Putzi. Pero cuando se imaginó a la anciana fregando de rodillas, un terror frío se apoderó de él. Podía enfrentarse a las balas, al alambre de espino y a las minas. Pero ¿a la cólera de una madre? Cerró la puerta del ascensor y pulsó el botón del sexto.
La mujer tendría todo el derecho del mundo a estrangularlo. Nunca debería haber dejado ir a Putzi. Cuando el ascensor se detuvo con una sacudida, tuvo de ella la más horrible de las imagines, atada con correas a una camilla mientras era introducida en un quirófano, buscándolo todavía con la mirada y preguntándose cómo podía haber ocurrido aquello.
Sólo en otra ocasión, cuando Vicki había muerto, se había sentido tan inepto.
En la sexta planta lo sorprendió un intenso olor a puro que le trajo a las mientes aquellas denuncias de Oranienburg, sobre aquel hedor, recordó. El olor se fue haciendo más intenso a medida que se acercó a su despacho, y ya le irritaba la garganta cuando abrió la puerta. Ruta le dirigió una rápida mirada. Willi se percató que desde el despacho interior se extendían unas nubes de humo, como si estuviera ardiendo.
—El Kommissar —tartamudeó la mujer— querría hablar con usted un momento.
Horthstaler ocupaba el sillón de Willi, con los pies sobre la mesa y un descomunal puro metido como un tapón en sus labios carnosos. De acuerdo. Pero ¿por qué el paliducho Detektiv de segunda Thurmann, con su bigote negro y fino como un lápiz, estaba sentado en su sofá, sonriendo con tanta suficiencia?
—Por fin. —El Kommissar le lanzó a Willi una mirada gris—. Parece que ha encontrado tiempo para regresar después de pasear a sus parientes por Berlín. —Se incorporó con un gruñido, y la sangre desapareció de sus mejillas fornidas—. Cuánta diligencia por su parte.
¿Por qué sintió Willi que le acababan de poner una venda en los ojos y lo empujaban contra una pared?
—No estoy aquí por un asunto agradable. —Horthstaler se quitó el puro de los labios y fingió que lo estudiaba—. Así que permítame que le hable con crudeza. Su investigación sobre la princesa búlgara ha resultado ser un desgraciado fracaso. El presidente del Reich, Von Hindenburg, está muy decepcionado con usted, Kraus.