Los señores de la instrumentalidad (60 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—¿Creéis en él, señores? —preguntó Starmount.

Los miembros del tribunal asintieron moviendo las cabezas mitradas. Se habían puesto la ropa ceremonial para tal ocasión.

—¿Mantienes relaciones con esa mujer Elizabeth?

Los miembros del jurado contuvieron el aliento al ver que Crudelta palidecía.

—¡señores! —exclamó Crudelta, y no añadió nada más.

—La costumbre establece —declaró Starmount con firmeza— que respondas enseguida o mueras.

El señor Crudelta se dominó.

—Estoy respondiendo. Yo no sabía quién era ella, sólo que Rambó la amaba. La envié a la Tierra desde Tierra Cuatro, donde yo estaba entonces. Luego dije a Rambó que la habían asesinado y que se debatía desesperadamente al borde de la muerte, y que sólo necesitaba su ayuda para regresar a los verdes pastos de la vida.

—¿Era verdad? —preguntó Starmount.

—Mi señor, y mis señores, era mentira.

—¿Por qué lo dijiste?

—Para enfurecer a Rambó y darle una razón extrema para que quisiera venir a la Tierra con mayor rapidez que ningún hombre en la historia.

—¡A-a-h! ¡A-a-h! —Rambó soltó dos aullidos salvajes, más semejantes al grito de un animal que a un sonido humano.

Vomact miró a su paciente, sintió que él mismo comenzaba a gruñir con una profunda furia interna. Los poderes de Rambó, generados en las honduras del espacio tres, se activaban de nuevo. Vomact hizo una seña. El robot que estaba detrás de Rambó había sido codificado para mantener tranquilo al paciente. Aunque el robot estaba esmaltado, como un blanco y reluciente enfermero de hospital, era un robot policía de alta potencia, que incluía un córtex electrónico basado en el mesencéfalo congelado de un viejo lobo. (El lobo era un animal raro, parecido a un perro.) El robot tocó a Rambó, quien se durmió. El doctor Vomact sintió que la furia desaparecía de su mente. Levantó la mano con discreción; el robot captó la señal y dejó de aplicar la radiación narcoléptica.

Rambó durmió con normalidad; Elizabeth miró preocupada al hombre que presuntamente era suyo.

Los señores apartaron la mirada de Rambó.

—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó glacialmente Starmount.

—Porque quería que viajara por el espacio tres.

—¿Para qué?

—Para demostrar que era posible.

—¿Y afirmas, señor Crudelta, que este hombre ha viajado por el espacio tres?

—Lo afirmo.

—¿Estás mintiendo?

—Tengo derecho a mentir, pero no deseo hacerlo. En nombre de la Instrumentalidad, declaro que es cierto.

Los miembros del tribunal jadearon. Ahora no había escapatoria. O bien el señor Crudelta decía la verdad,
lo cual significaba que los viejos tiempos llegaban a su fin y se iniciaba una nueva era para todas las clases del género humano
, o bien él mentía frente a la más poderosa forma de juramento que ellos conocían.

Aun Starmount cambió de tono. Su tono burlón, chispeante y sagaz cobró un timbre de amabilidad.

—¿Declaras, pues, que este hombre ha regresado desde el exterior de nuestra galaxia protegido sólo por su piel natural? ¿Sin aparatos? ¿Sin energía?

—No he dicho eso —replicó Crudelta—. Otras personas pretenden que yo pronuncié tales palabras. Os digo, mis señores, que viajé en planoforma doce días y noches terrestres consecutivos. Algunos de vosotros recordaréis dónde queda la estación Caimán Cazador. Bien, tenía un buen capitán de viaje, y él me llevó cuatro saltos más allá de ese lugar, al espacio intergaláctico. Dejé a este hombre allí. Cuando llegué a la Tierra, descubrí que se me había adelantado por doce días. Supuse, pues, que su viaje había sido más o menos instantáneo. Yo regresaba a Caimán Cazador, en unidades de tiempo terrestres, cuando el doctor encontró a este hombre en la hierba, frente al hospital.

Vomact levantó la mano. El señor Starmount le dio la palabra.

—Mis señores, nosotros no encontramos a este hombre en la hierba. Los robots lo hallaron, y grabaron lo ocurrido. Pero ni siquiera los robots presenciaron su llegada ni la fotografiaron.

—Sabemos eso —le interrumpió Starmount con enfado—, y nos han informado de que nada llegó a la Tierra por ningún medio durante ese cuarto de hora. Adelante, señor Crudelta. ¿Qué relación tienes con Rambó?

—El es mi víctima.

—¡Explícate!

—Lo busqué con los ordenadores. Pregunté a las máquinas dónde podría encontrar a un hombre con una gran dosis de ira, y me informaron que en Tierra Cuatro el nivel de ira era elevado porque ese planeta necesitaba exploradores y aventureros en quienes el furor era una característica decisiva de supervivencia. Cuando llegué a Tierra Cuatro, ordené a las autoridades que averiguaran qué casos límites habían excedido los índices de furia permisible. Me entregaron a cuatro hombres. Uno era demasiado corpulento. Dos eran viejos. Este hombre era el único candidato para mi experimento. Lo escogí a él.

—¿Qué le dijiste?

—¿Qué le dije? Le informé de que su amada estaba muerta o moribunda.

—No, no —se impacientó Starmount—. No en el momento de la crisis. ¿Qué le dijiste para obtener su colaboración?

—Le dije —respondió serenamente el señor Crudelta— que yo era un señor de la Instrumentalidad y lo mataría si no obedecía de inmediato.

—¿Bajo qué ley o costumbre actuaste?

—Material reservado —se apresuró a decir el señor Crudelta—. Aquí hay telépatas que no forman parte de la Instrumentalidad. Suplico un aplazamiento hasta que estemos en un sitio protegido.

Varios miembros del tribunal asintieron y Starmount manifestó su acuerdo. Decidió plantear otras preguntas.

—¿Obligaste a este hombre, pues, a hacer algo que él no deseaba?

—Así es —dijo el señor Crudelta.

—¿Por qué no fuiste tú mismo, si es tan peligroso?

—Mis honorables señores, la naturaleza del experimento exigía que el experimentador no se perdiera en el primer intento. Artyr Rambó ha viajado por el espacio tres. Yo lo seguiré en el momento indicado. (Cómo viajó el señor Crudelta es una historia que se contará en otra ocasión.) Si yo hubiera ido y me hubiera perdido, habría sido el fin de los experimentos con el espacio tres. Por lo menos en nuestra época.

—Describe las circunstancias exactas en que viste por última vez a Artyr Rambó antes de que os encontrarais después de la batalla en el Viejo Hospital Principal.

—Lo habíamos puesto en un cohete de diseño muy antiguo. También grabamos inscripciones en el exterior, tal como hacían los antiguos cuando se aventuraban por primera vez en el espacio. ¡Ah, era una bella pieza de ingeniería y arqueología! Copiamos todo de los modelos de hace quince mil años, cuando los paroskii y los murkins competían por llegar al espacio. El cohete era blanco, con un andamiaje rojo y blanco al costado. Llevaba las letras IH, aunque no importaban las palabras. El cohete se fue a ninguna parte, pero el pasajero está aquí. Se elevó en un tallo de fuego. El tallo se convirtió en columna. La rampa de lanzamiento desapareció.

—¿Y cómo era la rampa de lanzamiento? —preguntó Starmount en voz baja.

—Una nave de planoforma modificada. Algunas naves se habían disuelto como una mancha lechosa en el espacio porque se dividieron molécula por molécula. Otras desaparecieron por completo. Los ingenieros consiguieron cambiar esto. Sacamos toda la maquinaria de circunnavegación, supervivencia y comodidad. La rampa de lanzamiento no debía durar más de tres o cuatro segundos. En cambio, incorporamos catorce máquinas de planoforma, todo operando en tándem, para que la nave hiciera lo que hacen otras naves cuando planoforman... (es decir, abandonar una de nuestras dimensiones familiares por una nueva dimensión del espacio de una categoría desconocida), pero que le diera tal fuerza como para salir de lo que denominamos espacio dos y entrar en el espacio tres.

—¿Y qué esperabas del espacio tres?

—Pensaba que era universal e instantáneo, en relación con nuestro universo. Que cualquier objeto equidistaba de todo lo demás. Que Rambó, deseando ver de nuevo a su novia, se desplazaría en una milésima de segundo desde el espacio vacío, más allá de la estación Caimán Cazador, hasta el hospital donde estaba ella.

—¿Y qué te hizo pensar eso, señor Crudelta?

—Una corazonada, mi señor, por lo cual tienes derecho a ejecutarme.

Starmount se volvió hacia el tribunal.

—Sospecho, mis señores, que es más probable que lo condenéis a la larga vida, gran responsabilidad, inmensas recompensas
y
la fatiga de ser como es, difícil
y
complejo.

Las mitras asintieron y los miembros del tribunal se pusieron en pie.

—señor Crudelta, dormirás hasta que el juicio haya concluido.

Un robot lo tocó y lo durmió.

—El siguiente testigo —dijo el señor Starmount—, dentro de cinco minutos.

11

Vomact quiso impedir que Rambó testificara. Discutió apasionadamente con el señor Starmount durante el descanso.

—Los señores han atacado mi hospital, secuestrado a dos pacientes, y ahora se proponen atormentar a Rambó y Elizabeth. ¿Por qué no los dejáis en paz? Rambó no está en condiciones de dar respuestas coherentes y Elizabeth puede quedar lesionada si lo ve sufrir.

—Tú tienes tus reglas, doctor, y nosotros las nuestras —replicó el señor Starmount—. Este juicio se registra, centímetro a centímetro y momento a momento. Rambó no sufrirá ningún mal, a menos que descubramos que tiene poderes para destruir un planeta.

Si eso es verdad, te pediremos, desde luego, que lo lleves de vuelta al hospital y le des una muerte indolora. Pero no creo que ocurra. Necesitamos su versión para poder juzgar a mi colega Crudelta. ¿Crees que la Instrumentalidad sobreviviría si no tuviera una rigurosa disciplina interna?

Vomact asintió tristemente; regresó junto a Grosbeck y Timofeyev y masculló:

—Rambó deberá comparecer. No podemos hacer nada.

El tribunal se reunió de nuevo. Los miembros se pusieron las mitras judiciales. Las luces de la sala se atenuaron y encendieron la extraña luz azul de la justicia.

El ordenanza robot condujo a Rambó hasta el banquillo.

—Estás obligado —dijo Starmount— a hablar con rapidez y claridad ante este tribunal.

—Tú no eres Elizabeth —señaló Rambó.

—Soy el señor Starmount —le declaró el señor Investigador, optando por prescindir de las formalidades—. ¿Me conoces?

—No —respondió Rambó.

—¿Sabes dónde estás?

—La Tierra —dijo Rambó.

—¿Deseas mentir o decir la verdad?

—Una mentira —contestó Rambó— es la única verdad que pueden compartir los hombres, así que mentiré, tal como hacemos siempre.

—¿Puedes relatar tu viaje?

—No.

—¿Por qué no, ciudadano Rambó?

—Las palabras no podrían describirlo.

—¿Recuerdas tu viaje?

—¿Recuerdas tu pulsación de hace dos minutos? —replicó Rambó.

—Esto no es un juego —se impacientó Starmount—. Creemos que estuviste en el espacio tres y deseamos que testifiques sobre el señor Crudelta.

—¡Oh! —exclamó Rambó—. No me resulta simpático. Nunca me ha gustado.

—¿Intentarás, no obstante, contarnos qué te sucedió?

—¿Debo hacerlo, Elizabeth? —preguntó Rambó a la muchacha, que estaba sentada entre los presentes.

—Sí —respondió ella sin titubear, con una voz nítida que retumbó en la gran sala—. Cuéntaselo, para que podamos reanudar nuestra vida.

—Contaré —declaró Rambó.

—¿Cuándo viste al señor Crudelta por última vez?

—Cuando me sujetaron y colocaron en el cohete, a cuatro saltos de la estación Caimán Cazador. Él estaba allí. Me dijo adiós con la mano.

—¿Y qué ocurrió después?

—El cohete se elevó, Daba una sensación muy rara, no se parecía a ninguna nave donde yo hubiera estado. Yo pesaba muchas, muchas gravedades.

—¿Y luego?

—Los motores siguieron funcionando. Yo fui lanzado del espacio.

—¿Qué impresión tuviste?

—Dejé atrás las naves en funcionamiento, la ropa y el alimento que va por el espacio. Descendí por ríos inexistentes. Sentí gente alrededor, aunque no podía verla; gente roja que arrojaba flechas a cuerpos vivos.

—¿Dónde estabas? —preguntó un miembro del tribunal.

—En el invierno donde no hay verano. En un vacío comparable con la mente de un niño. En penínsulas que se habían desprendido de tierra firme. Y
yo
era la nave.

—¿Eras qué? —preguntó el mismo miembro del tribunal.

—El morro del cohete. El cono. El barco. Yo estaba ebrio. Yo estaba ebrio y era el barco ebrio —respondió Rambó.

—¿Y adonde fuiste? —intervino Starmount.

—Adonde faroles locos miraban con ojos idiotas. Adonde las olas se mecían con los muertos de todas las épocas. Adonde las estrellas eran un estanque en el cual nadé. Adonde el azul se convierte en un licor más fuerte que el alcohol, más salvaje que la música, fermentado con los
rojos, rojos, rojos
del amor. Vi todas las cosas que los hombres creyeron ver, pero yo las veía realmente. Oí el canto de la fosforescencia y mareas que parecían vacas enloquecidas saliendo en estampida del océano, batiendo los arrecifes con los cascos. No me creeréis, pero hallé Floridas más salvajes que ésta
[3]
, donde las flores tenían tez humana y ojos de grandes gatos.

—¿De qué estás hablando? —preguntó el señor Starmount.

—De lo que encontré en el espacio tres —replicó Artyr Rambó—. Pueden creerlo o no. Esto es lo que ahora recuerdo, Quizá sea un sueño, pero es todo lo que tengo. Fueron años y años, y fue un parpadeo. Soñé noches verdes. Contemplé lugares donde todo el horizonte se convertía en una catarata. El barco que era yo encontró niños y les mostré El Dorado, donde viven los hombres de oro. Fui un barco donde todas las naves espaciales perdidas yacían en ruinas y quietas. Caballitos de mar irreales corrieron junto a mí. Los meses de verano vinieron a martillear el sol. Pasé frente a archipiélagos de estrellas, donde los cielos delirantes se abrían para los errabundos. Lloré por mí. Sollocé por el hombre. Quise ser el barco ebrio que se hunde. Me hundí. Caí. La hierba me pareció un lago donde un niño triste, a gatas, hacía navegar un barco de juguete frágil como una mariposa en primavera. ¡No puedo olvidar el orgullo de banderas no recordadas, la arrogancia de prisioneros de los que yo sospechaba, los hombres de negocios nadando! Luego yací sobre la hierba.

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