Los señores de la instrumentalidad (58 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Naturalmente —respondió Grosbeck sin demora—. Adicción de los tejidos.

—Búscala, entonces —dijo Vomact.

Grosbeck se arrodilló junto al paciente y le buscó el extremo de los músculos con las yemas de los dedos. Palpó los nudos de la base del cráneo, las puntas de los hombros, la zona estriada de la espalda.

Finalmente se levantó con expresión asombrada.

—Nunca había examinado un cuerpo humano como éste. No estoy seguro de que aún sea humano.

Vomact no respondió. Los dos médicos se miraron de hito en hito. Grosbeck vaciló ante la serena mirada de su superior.

—señor y doctor —exclamó al fin—, se me ocurre lo que podríamos hacer.

—¿Y qué es? —murmuró Vomact, sin alentarlo ni disuadirlo.

—Desde luego, no sería la primera vez que se lleva a cabo en un hospital.

—¿Qué? —insistió Vomact, y los ojos (¡esos temidos ojos!) obligaron a Grosbeck a decir lo que prefería no mencionar.

Grosbeck se ruborizó. Se inclinó hacia Vomact como para decirle un secreto, aunque no había nadie cerca. Las palabras cuando atinó a pronunciarlas, tenían la apresurada indecencia de la atrevida propuesta de un amante.

—Mata al paciente, señor y doctor. Mátalo. Tenemos bastantes grabaciones de él. Podemos tomar un cadáver del sótano y transformarlo en un buen sustituto. Quién sabe qué riesgos correrá la humanidad si permitimos que se recupere.

—Quién sabe —dijo inexpresivamente Vomact—. Pero, ciudadano y doctor, ¿cuál es el duodécimo deber de un médico?

—«No tomar la ley por su mano, reservando la curación para los que curan y dando al Estado o la Instrumentalidad lo que incumbe al Estado o la Instrumentalidad.» —Grosbeck suspiró al retractarse de la sugerencia—. señor y doctor, retiro mis palabras. Yo no hablaba de medicina, sino de gobierno y política.

—¿Y ahora...? —preguntó Vomact.

—Cúralo, o déjalo en paz hasta que sane solo.

—¿Qué harías tú?

—Intentaría curarlo.

—¿Cómo?

—señor y doctor —exclamó Grosbeck—, ¡no pongas a prueba mis flaquezas en este caso! Sé que simpatizas conmigo porque soy un hombre audaz y confiado. No me pidas que actúe como siempre cuando ni siquiera sabemos de dónde ha venido este cuerpo. Si fuera tan audaz como de costumbre, le aplicaría tifoideo y condamina, y colocaría telépatas en las cercanías. Pero esto es algo nuevo en la historia del hombre. Nosotros somos personas, y tal vez él haya dejado de serlo. Tal vez represente la combinación del hombre con una fuerza nueva. ¿Cómo llegó aquí desde ninguna parte? ¿Cuántos millones de veces lo han ampliado o reducido? No sabemos qué es ni qué le ha sucedido. ¿Cómo podemos tratar a un hombre cuando en ello está involucrado el frío del espacio, el calor de los soles, la gelidez de la distancia? Sabemos qué hacer con la. carne, pero esto ya no es carne. ¡Tócalo tú mismo, señor y doctor! Experimentarás algo que nadie ha percibido jamás.

—Ya lo he tocado —declaró Vomact—. Tienes razón. Probaremos tifoideo y condamina durante medio día. Dentro de doce horas nos veremos aquí. Indicaré a las enfermeras
y
robots qué hacer en este intervalo.

Ambos se despidieron con la mirada de la figura rojiza tendida en el suelo. Grosbeck contempló el cuerpo con una mezcla de repulsión y temor. Vomact torció apenas el gesto en una sonrisa de piedad.

En la puerta los aguardaba la jefa de enfermeras. Grosbeck se sorprendió ante las órdenes de su superior.

—Enfermera, ¿hay en este hospital una habitación a prueba de armas?

—Sí, señor —dijo ella—. Allí guardábamos nuestros archivos hasta que telemetramos todos nuestros registros a la Órbita de Computación. Ahora está sucia y vacía.

—Límpiala. Conecta un tubo de ventilación. ¿Quién es tu protector militar?

—¿Mi qué? —exclamó ella, sorprendida.

—En la Tierra todos tienen protección militar. ¿Dónde están las fuerzas, los soldados, que protegen este hospital?

—¡señor y doctor! —tartamudeó la enfermera—, ¡señor y doctor! Soy una mujer vieja y me han permitido trabajar aquí durante trescientos años. Pero nunca se me ocurrió semejante idea. ¿Para qué necesitaría soldados?

—Averigua quiénes son y avísales de que estén alerta. Ellos también son especialistas, aunque practican un arte distinto del nuestro. Que estén alerta. Quizá los necesitemos antes de que termine el día. Invoca la autoridad de mi nombre ante el teniente o el sargento. Aquí tienes la medicación que debes aplicar a este paciente.

Ella abrió unos ojos como platos cuando él siguió hablando, pero era una mujer disciplinada y acató todas y cada una de las órdenes. Los ojos de la enfermera tenían un brillo triste y fatigado al final, pero era una experta y sentía gran respeto por la habilidad y la sabiduría del señor y doctor Vomact. También experimentaba una cálida y femenina piedad por el rígido joven que nadaba sin cesar sobre el duro suelo, nadaba entre archipiélagos que ningún hombre vivo había soñado jamás.

6

Aquella noche se produjo una crisis.

El paciente había impreso la huella de las manos en la pared interna de la habitación, pero no había escapado.

Los soldados, excepcionalmente atentos y con armas que relucían en el brillante pasillo del hospital, se aburrían mucho, como se aburren los soldados de servicio cuando todo está en calma.

Llamaron al teniente. La punta de alambre que empuñaba el teniente zumbaba como un insecto peligroso. El señor y doctor Vomact, que entendía de armamentos más de lo que suponían los soldados, vio que la punta de alambre estaba sintonizada en ALTO, con capacidad para paralizar personas cinco pisos hacia arriba, cinco pisos hacia abajo y un kilómetro a la redonda. No comentó nada. Sólo dio las gracias al teniente y entró en la habitación, seguido de cerca por Grosbeck y Timofeyev.

El paciente también nadaba allí.

Ahora movía ambos brazos, golpeando el suelo con las piernas. Era como si antes hubiera nadado sólo para mantenerse a flote y ahora hubiera descubierto adonde ir, aunque muy despacio. Los movimientos eran concentrados, tensos, rígidos, y tan lentos que apenas parecía moverse. El pijama rasgado yacía junto a él en el suelo.

Vomact miró alrededor, preguntándose qué fuerzas habría usado aquel hombre para imprimir las manos en la pared de acero. Recordó que Grosbeck le había advertido que era preferible la muerte del paciente a someter a toda la humanidad a riesgos nuevos e inauditos, pero aunque compartía el sentimiento no podía aceptar la recomendación.

Casi con fastidio, el gran médico se preguntó adonde pretendía ir ese hombre.

(A Elizabeth, a ella iba, a Elizabeth, que ahora estaba, a sólo sesenta metros. Sólo mucho más tarde la gente comprendió lo que se proponía Rambó: cruzar esos sesenta metros para llegar a su Elizabeth, cuando ya había atravesado un sinfín de años-luz para regresar a ella. ¡A su querida, a su amada, que lo necesitaba!)

La condamina no había dejado la típica secuela de profunda lasitud y tez reluciente; tal vez el tifoideo la contrarrestaba con eficacia.

Rambó parecía más vivo que antes.

El nombre había llegado por el sistema regular de mensajes, pero aún no significaba nada para el señor y doctor Vomact. Pronto significaría algo.

Entretanto los otros dos médicos, instruidos de antemano, se pusieron a trabajar con el equipo instalado por los robots y las enfermeras.

—Creo que está mejor —murmuró Vomact a los demás—. Que todos se dispersen. Probaré con gritos.

Estaban tan atareados que apenas asintieron.

—¿Quién eres? —le vociferó Vomact al paciente—. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

Los tristes ojos celestes del hombre tendido en el suelo lo miraron de reojo con sorprendente rapidez, pero no hubo otro indicio de inteligencia. Seguía braceando y pataleando contra el tosco suelo de cemento de la habitación. Se había vuelto a arrancar dos de las vendas que le había puesto el personal del hospital.

La rodilla derecha, herida y magullada, dejaba un reguero de sangre de sesenta centímetros —en parte seca, negra y coagulada; en parte fresca, nueva y líquida— en el suelo mientras él se movía.

Vomact se levantó y habló con Grosbeck y Timofeyev.

—Veamos qué ocurre cuando se le aplica dolor.

Los dos retrocedieron sin que él lo pidiera.

Timofeyev hizo una seña a un pequeño robot enfermero, esmaltado de blanco, que estaba en la puerta.

La red de dolor, una frágil jaula de alambres, cayó del cielo raso.

Como médico principal, Vomact tenía la obligación de correr el mayor riesgo. El paciente estaba totalmente envuelto por la red de alambre, pero Vomact se puso a gatas, levantó una esquina de la red con la mano derecha y metió la cabeza dentro, junto a la cabeza del paciente. La túnica del doctor Vomact se arrastró por el cemento limpio, rozando las viejas y negras manchas de sangre que el paciente había dejado durante la noche mientras «nadaba».

Ahora la boca de Vomact estaba a escasos centímetros de la oreja del paciente.

—¡Oh! —exclamó Vomact.

La red zumbó.

El paciente interrumpió su pausado movimiento, arqueó la espalda y fijó la mirada en el médico.

Grosbeck y Timofeyev vieron que el impacto de la máquina de dolor hacía palidecer a Vomact, pero el doctor dominó la voz y preguntó al paciente, con claridad y firmeza;

—¿Quién-eres?

Elizabeth —respondió el paciente—.

La respuesta era absurda, pero el tono sonaba racional.

Vomact sacó la cabeza de debajo de la red.

—¿Quién-eres?
—gritó de nuevo al paciente.

El nombre desnudo respondió con toda claridad:

«¡Un parpadeo en mis ojos,

me estoy sintiendo muy flojo!»

Vomact frunció el ceño y murmuró al robot:

—Más dolor. Ponlo al máximo.

El cuerpo se retorció bajo la red, tratando de seguir nadando sobre el cemento. Un grito salvaje y desgarrador salió de debajo de la red. Sonaba como una chillona distorsión del nombre «Elizabeth» llegando desde una distancia infinita.

No tenía sentido.

—Quién-eres
—gritó Vomact.

Con imprevista claridad y resonancia, la voz respondió desde el cuerpo que se retorcía bajo la red de dolor:

—Soy el hombre embarcado, el hombre embaucado, el hombre ahogado, el hombre doblado, el hombre tropezado, el hombre inclinado, el hombre deslizado, el hombre lanzado, el hombre cortado, el hombre rasgado, el hombre podado... ¡Ahhh!

Tras el grito calló y siguió nadando en el suelo, pese a la intensa red de dolor que tenía encima.

El doctor levantó una mano. La red de dolor dejó de zumbar y se elevó por el aire.

Vomact tomó el pulso al paciente. Era rápido. Le subió un párpado. Las reacciones eran mucho más normales.

—Atrás —ordenó a sus colegas—. Dolor para ambos —dijo al robot.

La red descendió sobre ambos.

—¿Quién-eres?
—grito Vomact al oído del paciente, levantando al hombre del suelo y sin saber si el cuerpo que perforaba paredes de acero no los destrozaría a ambos.

El hombre balbuceó:

—Soy el hombre agrandado, el hombre enviado, el hombre llegado, el hombre esfumado, el hombre orillado, el hombre alardeado, el hombre drogado, el hombre engrosado, el hombre tostado, el hombre asado... ¡No, no, no!

Forcejeó en brazos de Vomact. Grosbeck y Timofeyev iban a rescatar al director cuando el paciente añadió con calma y claridad:

—El procedimiento es correcto, doctor, sea quien sea usted. Más fiebre, por favor. Más dolor, por favor. Denme un poco de droga para combatir el dolor. Usted me está ayudando. Sé que estoy en la Tierra. Elizabeth está cerca. ¡Por amor de Dios, traiga a Elizabeth! Pero no me dé prisa. Necesito muchos días para recuperarme.

La racionalidad era tan sorprendente que Grosbeck, sin esperar instrucciones de Vomact, ordenó que levantaran la red de dolor.

El paciente balbuceó de nuevo.

—Soy el hombre tres, el hombres res, el hombre arnés, el hombre al bies, el hombre tres, el hombre tres...

La voz murió y el paciente se desplomó inconsciente.

Vomact salió de la habitación. No las tenía todas consigo.

Sus dos colegas lo cogieron por los codos. El sonrió débilmente.

—Ojalá fuera legal... no me vendría mal un poco de condamina. ¡Con razón las redes de dolor despiertan a los pacientes e incluso sacuden a los muertos! Necesito un trago. Mi corazón es viejo.

Grosbeck lo ayudó a sentarse mientras Timofeyev iba por el pasillo en busca de licor medicinal.

—¿Cómo encontraremos a
su
Elizabeth? —murmuró Vomact—. Debe de haber cuatro millones, Y, además, él es de Tierra Cuatro.

—señor y doctor, has obrado milagros al ponerte bajo la red —dijo Grosbeck—. Al correr esos riesgos. Al hacerlo hablar. Nunca más veré algo parecido. Haber visto este acontecimiento es suficiente para toda una vida.

—Pero, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Vomact fatigado, desconcertado.

La pregunta no necesitaba respuesta.

7

El señor Crudelta había llegado a la Tierra.

Su piloto hizo aterrizar la nave y se desmayó ante los controles, de puro agotamiento.

De los gatos de escolta que habían viajado junto a la nave espacial en las naves miniaturizadas, tres estaban muertos, uno en estado de coma y el quinto escupía y deliraba.

Cuando las autoridades portuarias quisieron detenerlo para cerciorarse de su autoridad, el señor Crudelta invocó Emergencia Máxima, tomó el mando de las tropas en nombre de la Instrumentalidad, arrestó a todos los presentes salvo al comandante de las tropas, y le ordenó que lo llevara al hospital. Los ordenadores del puerto le habían revelado que un tal Rambó,
sans origine
, había aparecido de forma misteriosa en el parque de un hospital.

Frente al hospital, el señor Crudelta volvió a invocar Emergencia Máxima, tomó el mando de todos los hombres armados, ordenó a un monitor de grabación que registrara sus actos por si luego lo sometían a consejo de guerra, y arrestó a todos los presentes.

El trote de hombres armados hasta los dientes, en formación de combate, sorprendió a Timofeyev cuando volvía con la bebida para Vomact. Los hombres marchaban a paso ligero. todos llevaban cascos energéticos y hacían zumbar las puntas de alambre.

Las enfermeras se adelantaron para ahuyentar a los intrusos, retrocedieron cuando la mordedura de los rayos paralizantes las rozó con crueldad. Todo el hospital se alborotó.

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