Los señores de la instrumentalidad (55 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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»Nada pierdes con saberlo, Sto Odín, porque estás muriendo. Elevaste tu vitalidad para luchar conmigo. Te he paralizado. ¿Podría hacerlo si fuera un hombre común? Mira. Me materializaré de nuevo.

Con un irisado trompetazo de acordes
y
sonidos, Joven-sol torció otra vez el congohelio hasta que la cámara interior y el pasillo estallaron en luces de mil colores y el aire de las profundidades se inundó de una música que parecía psicótica, porque ninguna mente humana la había inventado. El señor Sto Odín, aprisionado en su propio cuerpo, con los dos legionarios-robot petrificados tras él, temió morir en vano, y se preguntó si antes de la muerte ese bailarín lo dejaría ciego y sordo. El congohelio palpitaba y brillaba.

Joven-sol retrocedió bailando sobre los cuerpos, retrocedió bailando con pasos de extraña cadencia, como si se lanzara a una carrera salvaje y competitiva cuando la música y sus propios pasos lo llevaban hacia atrás, hacia el centro del recinto. La figura saltó a una extraña posición, el rostro vuelto hacia abajo, como si Joven-sol estuviera estudiando sus propios pasos en el suelo, con el congohelio en lo alto y detrás de la nuca, las piernas alzadas en una postura cruel, las rodillas erguidas.

De nuevo el señor Sto Odín creyó oír la llamada de la muchacha, pero no logró distinguir las palabras.

Los tambores sonaron de nuevo:
¡ritiptin, ritiplln, rataplán!
, y luego:
¡kid-nork, kid-nork, kid-nork!

El bailarín habló cuando se apaciguó aquel pandemonio. Habló, y la voz era aguda, extraña, como una mala grabación reproducida en una máquina inadecuada.

—El
algo
te está hablando. Puedes decir lo que quieras.

El señor Sto Odín descubrió que podía mover la garganta y los labios. Despacio, con cautela, como un viejo soldado, probó suerte con los pies y los dedos, pero no se movían. Sólo podía usar la voz. Habló y dijo lo obvio:

—¿Quién eres,
algo?

Joven-sol miró a Sto Odín. Estaba erguido y sereno. Sólo movía los pies, que trazaban una figura ágil y salvaje que no afectaba al resto del cuerpo. Al parecer, tenía que seguir bailando para mantener el contacto entre la misteriosa presencia de los planetas Douglas-Ouyang, el fragmento del congohelio, el bailarín más que humano y las figuras atormentadas y jubilosas tendidas en el suelo. El rostro en sí revelaba compostura, casi tristeza.

—Me han pedido —le contestó Joven-sol— que te muestre quién soy.

Bailó alrededor de los tambores.
¿Rataplán, rataplán! ¡Kid-nork, kid-nork, kid-nork-nork!

Levantó el congohelio y lo torció arrancándole un gran gemido. Sto Odín tuvo la certeza de que un sonido tan salvaje y desolado atravesaría muchos kilómetros, hasta llegar a la superficie de la Tierra, pero su juicio prudente le aseguró que aquello era una fantasía engendrada por su situación personal, y que cualquier sonido lo bastante intenso como para llegar a la superficie también haría desmoronar sobre sus cabezas la mellada y resquebrajada roca del techo.

El congohelio agotó los colores del espectro antes de detenerse en un rojo hígado, húmedo y oscuro, muy cercano al negro.

El señor Sto Odín, en ese momentáneo cuasi silencio, descubrió que le habían volcado toda la historia en la mente sin modularla ni articularla en palabras. La verdadera historia del recinto había irrumpido indirectamente en su memoria, por así decirlo. Hacía un momento no sabía nada de ella; un instante después fue como si le hubiera recordado la mayor parte de su vida.

También se sintió liberado.

Se tambaleó, retrocediendo un par de pasos.

Para su inmenso alivio, los robots se volvieron, también libres, y lo acompañaron. Y dejó que lo sostuvieran por las axilas.

De pronto alguien le cubrió la cara de besos.

Su mejilla plástica sintió, lejana y vagamente, la impronta viva y real de unos labios de mujer humana. Era aquella extraña muchacha —bella, calva, desnuda y de labios áureos— que había esperado y gritado desde el umbral.

A pesar de la fatiga física y la repentina conmoción del conocimiento súbito, el señor Sto Odín supo lo que debía decir:

—Muchacha, has gritado por mí.

—Sí, mi señor.

—¿Has tenido la fuerza de mirar el congohelio y no sucumbir a él?

La muchacha asintió en silencio.

—¿Has tenido la fuerza de voluntad para no entrar en ese cuarto?

—No es fuerza de voluntad, mi señor. Simplemente, amo a ese hombre.

—¿Has esperado, muchacha, muchos meses?

—No de forma constante. Subo por el pasillo cuando necesito comer, beber, dormir o hacer mis necesidades. Incluso tengo espejos, peines, pinzas y maquillaje allí, para ponerme hermosa como me querría Joven-sol.

El señor Sto Odín miró por encima del hombro. La música sonaba débil y trasuntaba otras emociones además del pesar. El bailarín ejecutaba una danza larga y lenta, arrastrándose y estirándose, mientras se pasaba el congohelio de una mano a la otra.

—¿Me oyes, bailarín? —exclamó el señor Sto Odín, pues la Instrumentalidad ya le corría de nuevo por las venas.

El bailarín no habló ni cambió de actitud. Pero imprevistamente el tambor pequeño sonó:
kid-nork, kid-nork.

—Él, y el rostro que está detrás de él, dejarán que esta muchacha se marche si al partir ella se olvida de él y de este lugar. ¿Lo harás? —invocó Sto Odín al bailarín.

Ritiplin., rataplán
, retumbó el tambor grande, que no había sonado desde que Sto Odín había quedado en libertad.

—Pero yo no quiero irme —murmuró la muchacha.

—Sé que no quieres irte. Te irás para complacerme. Podrás volver en cuanto yo haya terminado con mi trabajo. —La muchacha no añadió ninguna objeción, y Sto Odín continuó—; Uno de mis robots, Livio, el que lleva la impronta de un psiquiatra, correrá contigo, pero le ordeno que olvide este lugar y cuanto está asociado con él. S
umma nulla, est.
¿Me has oído, Livio? Correrás con esta muchacha y olvidarás. Correrás y olvidarás. Tú también correrás y olvidarás, mi querida Santuna, pero dentro de dos terranictémeros recordarás apenas lo suficiente para regresar aquí si lo deseas, si lo necesitas. De lo contrario te presentarás ante la dama Mmona y aprenderás de ella lo necesario para el resto de tu vida.

—¿Estás prometiendo, señor, que dentro de dos días y dos noches podré volver si lo deseo?

—Ahora corre, muchacha, corre. Corre a la superficie. Livio, cógela en brazos si es preciso. ¡Pero corre, corre, corre! No sólo Santuna depende de ello.

Santuna lo miró intensamente. Su desnudez era inocencia. Los párpados dorados se unieron a los párpados negros cuando ella pestañeó y se enjugó un par de lágrimas.

—Bésame y correré.

Sto Odín se inclinó y la besó.

La muchacha se volvió, miró por última vez a su amado bailarín y se internó deprisa en el pasillo. Livio corrió grácil e infatigablemente tras ella. Al cabo de veinte minutos llegarían a los límites superiores del Gebiet.

—¿Sabes qué estoy haciendo? —le dijo Sto Odín al bailarín.

Esta vez el bailarín y la fuerza que lo apoyaba no se dignaron responder.

—Agua —pidió Sto Odín—. Hay una jarra de agua en mi litera. Llévame allí, Flavio.

El legionario robot subió al viejo y trémulo Sto Odín a la litera.

8

Luego el señor Sto Odín puso en práctica la artimaña que cambió la historia humana durante muchos siglos, y que hizo saltar una enorme caverna en las entrañas de la Tierra.

Se valió de uno de los trucos más secretos de la Instrumentalidad.

Tri-pensó.

Sólo unos pocos expertos podían tri-pensar, cuando se les daba todo el entrenamiento posible. Por suerte para la humanidad, el señor Sto Odín era uno de ellos.

Puso en acción tres niveles de pensamiento. En el nivel superior tuvo un comportamiento racional mientras exploraba el viejo recinto; en un nivel inferior de su mente planeó una sorpresa desconcertante para el bailarín del congohelio. Pero en el tercer nivel, el más bajo, resolvió lo que debía hacer en un santiamén y encomendó el resto a su sistema nervioso autónomo.

He aquí las órdenes que dio:

Flavio debía sintonizarse en alerta extrema y prepararse para atacar.

Habría que llegar al ordenador y decirle que grabara todo el episodio, todo lo que Sto Odín había aprendido, e indicarle cómo tomar medidas de precaución mientras Sto Odín no dedicaba al asunto más pensamientos conscientes. La Gestalt de acción —la estructura general de represalia— estuvo clara durante unas milésimas de segundo en la mente de Sto Odín y luego se esfumó.

La música se elevó en un rugido.

Una luz blanca envolvió a Sto Odín.

—¡Has querido hacerme daño! —exclamó Joven-sol desde detrás de la puerta gótica.

—Quería hacerte daño —concedió Sto Odín—, pero ha sido un pensamiento pasajero. No he hecho nada. Tú me controlas.

—Yo te controlo —masculló el bailarín.
Kid-nork, kid-nork
, repicó el tambor pequeño—. No te pierdas de vista. Cuando estés preparado para entrar, llámame, o simplemente piénsalo. Te recibiré y te acompañaré.

—De acuerdo.

Flavio aún lo sostenía. Sto Odín se concentró en la melodía que Joven-sol estaba creando, una canción salvaje y nueva jamás sospechada en la historia del mundo. Se preguntó si podría sorprender al bailarín replicándole con su propia canción. En ese mismo instante, sus dedos realizaban un tercer conjunto de acciones que la mente de Sto Odín ya no tenía que controlar. La mano de Sto Odín abrió una tapa en el pecho del robot y le palpó los controles laminados del cerebro. La misma mano alteró ciertas conexiones, ordenando que el robot, al cabo de un cuarto de hora, matara a todas las formas de vida a su alcance excepto al que impartía las órdenes. Flavio no supo lo que le habían hecho. Sto Odín ni siquiera advirtió lo que había hecho su mano.

—Llévame hasta el viejo ordenador —ordenó Sto Odín al robot Flavio—. Quiero descubrir cómo es posible que la extraña historia que acabo de saber sea cierta. —Sto Odín seguía pensando en una música capaz de sobresaltar incluso al bailarín que empuñaba el congohelio.

Se detuvo frente al ordenador.

Su mano, respondiendo a la orden de tri-pensamiento que había recibido, conectó el ordenador y pulsó el botón
Grabar esta escena.
Los viejos relés del ordenador casi rezongaron cuando se pusieron en marcha y obedecieron.

—Déjame ver el mapa —pidió Sto Odín al ordenador.

Lejos, a sus espaldas, el bailarín había acelerado el ritmo en un rápido bailoteo de ardiente suspicacia.

El mapa apareció en el ordenador.

—Hermoso —murmuró Sto Odín.

Todo el laberinto se había vuelto comprensible. Exactamente por encima de ellos transcurría uno de esos antiguos y herméticos pasajes antisísmicos, un conducto hueco, recto y tubular de doscientos metros de anchura y varios kilómetros de altura. En la parte superior tenía una tapa que impedía la entrada del cieno y el agua del lecho oceánico. En la parte inferior, como no había que tener en cuenta más presión que la del aire, lo habían cerrado con un plástico que parecía roca, para que ni las personas ni los robots que pasaran junto a la abertura intentaran entrar en el pasaje.

—¡Mira lo que hago! —gritó el señor Sto Odín en dirección al bailarín.

—Estoy mirando —dijo Joven-sol, y hubo casi un gruñido de perplejidad en su canturreada respuesta.

Sto Odín sacudió el ordenador, lo acarició con los dedos de la mano derecha y tecleó una orden muy específica. La mano izquierda —precondicionada por el tri-pensamiento— codificó en el panel de emergencia del costado del ordenador dos instrucciones técnicas simples y claras.

La risa de Joven-sol vibró a espaldas de Sto Odín.

—Estás pidiendo que te envíen un fragmento de congohelio. ¡Detente! Detente, antes que lo firmes con tu nombre y con tu autoridad de señor de la Instrumentalidad. Sin la firma tu mensaje es inofensivo. El ordenador central de superficie pensará que es un chiflado del Bezirk que pide cosas descabelladas. —La voz se intensificó de golpe—. ¿Por qué la máquina sólo ha emitido la señal «recibido y ejecutado»?

—No lo sé —mintió afablemente el señor Sto Odín—. Quizá me envíen un fragmento de congohelio comparable al tuyo.

—¡Mientes! —exclamó el bailarín—. Acércate a la puerta.

Flavio condujo al señor Sto Odín hasta la bella y ridícula arcada gótica.

El bailarín brincaba ya sobre un pie, ya sobre el otro. El congohelio emitía un rojo opaco de alerta. La música lloraba como si todo el furor y el recelo de la humanidad se hubieran incorporado a una nueva e inolvidable fuga, como un delirante contrapunto atonal del
Tercer Concierto de Branderburgo
de Johann Sebastian Bach.

—Estoy aquí —anunció el señor Sto Odín con severidad.

—¡Estás muriendo! —exclamó el bailarín,

—Ya estaba muriendo antes de que me vieras por primera vez. Coloqué mi control de vitalidad al máximo después de entrar en el Bezirk.

—Entra, pues —le invitó Joven-sol—, y no morirás nunca.

Sto Odín aferró el borde de la puerta y se dejó caer en el suelo de piedra. Sólo habló cuando estuvo cómodamente sentado.

—Estoy agonizando, es verdad. Pero preferiría no entrar. Simplemente miraré tu danza mientras muero.

—¿Qué haces? ¿Qué has hecho? —exclamó Joven-sol. Dejó de bailar y se acercó a la puerta.

—Léeme si quieres.

—Te estoy leyendo, pero sólo veo tu deseo de conseguir un fragmento del congohelio para ti y de superarme con ventaja en la danza.

En ese instante Flavio entró en acción. Retrocedió hacia la litera, se inclinó y regresó a la puerta. En cada mano empuñaba una enorme esfera de acero sólido.

—¿Qué hace el robot? —gritó el bailarín—. ¡Estoy examinando tu mente, pero no le dices nada! Él emplea esas bolas de acero para allanar obstáculos...

Jadeó cuando se inició el ataque.

Con movimientos más veloces que el ojo humano, el brazo del robot Flavio, capaz de alzar sesenta toneladas, silbó en el aire mientras arrojaba el primer proyectil de acero directamente hacia Joven-sol. El bailarín, o el poder que tenía dentro, brincó a un lado con celeridad de insecto. La bola atravesó dos de los harapientos cuerpos humanos tendidos en el suelo. Un cuerpo soltó un bufido al morir, pero el otro no emitió ningún sonido; el impacto le había arrancado la cabeza.

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