Los señores de la instrumentalidad (6 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Dobyns Bennett se sintió casi tan insultado como si alguien le hubiera dado un cubilete para ir a jugar en el arenal. Pero comprendía que los elementos del juego congeniaban con los del cortejo, y que el viejo tenía buenas intenciones.

El día en que todo ocurrió, Terza y él estaban fuera del domo. Habían estado empujando loadles.

Los
loudies
no resultaban peligrosos a menos que uno los matara. La gente podía tumbarlos, empujarlos o amarrarlos; al cabo de un rato se zafaban y continuaban sus actividades. Había que ser un ecólogo muy especial para averiguar cuáles eran esas actividades. Tenían noventa centímetros de diámetro y flotaban a dos metros por encima de la superficie de Venus, comiendo sustancias microscópicas. Durante mucho tiempo la gente creyó que se alimentaban de radiación. Se multiplicaban a velocidades asombrosas. Empujarlos era una diversión tonta, pero no había otra cosa que hacer.

Nunca reaccionaban de forma inteligente.

Una vez, hacía mucho tiempo, habían llevado un loudie al laboratorio con propósitos experimentales. La criatura había redactado un claro mensaje con la máquina de escribir: «¿Por qué no volvéis a la Tierra y nos dejáis en paz? Nosotros estamos bien.»

Era el único mensaje que les habían sonsacado en trescientos años. La conclusión del laboratorio fue que tenían una inteligencia muy elevada cuando se decidían a usarla, pero que su mecanismo volitivo era tan profundamente distinto de la psicología humana que resultaba imposible obligar a un loadle a reaccionar ante el estrés como la gente de la Tierra.

El nombre loudie era una vieja palabra china. Significaba «antiguo». Como los chinos habían sido los primeros colonos de Venus bajo las órdenes del Waywonjong, su comandante supremo, el término se popularizó.

Dobyns y Terza empujaron
loudies,
subieron a las lomas y miraron hacia los valles donde era imposible distinguir un río de un pantano. Se mojaron bastante, se les atascaron los conversores de aire, la transpiración les provocó cosquilleo y picazón en las mejillas. Como no podían comer ni beber estando en el exterior —al menos no era seguro hacerlo—, no se podía decir que la excursión fuera un picnic. En cierto modo resultaba refrescante jugar como un niño con una bonita muchacha-niña. Pero Dobyns se hartó.

Terza intuyó esa reacción. Rápida como un animal perceptivo, se enfadó.

—¡No tenías por qué salir conmigo! —le espetó con petulancia.

—Quería hacerlo —respondió Dobyns—, pero ahora estoy cansado y preferiría volver.

—Si decides tratarme como a una niña, de acuerdo, juega conmigo. Si prefieres considerarme una mujer, compórtate como un caballero. Pero no vaciles constantemente. En cuanto me siento feliz actúas con la condescendencia de un hombre maduro. No me agrada.

—Tu padre... —empezó él, comprendiendo de inmediato que cometía un error.

—Mi padre esto, mi padre aquello. Si quieres casarte conmigo, hazlo por ti mismo.

Ella le dirigió una aguda mirada, le sacó la lengua, echó a correr sobre una duna y desapareció.

Dobyns Bennett quedó desconcertado. No sabía qué hacer. Ella no corría peligro. Los
loudies
nunca atacaban a nadie. Decidió darle una lección y regresar a la Zona. Que se las ingeniara ella sola para volver. El equipo de rastreo la encontraría sin dificultad si se perdía de veras.

Dobyns emprendió el regreso.

Cuando vio las puertas cerradas y las luces de emergencia encendidas, comprendió que había cometido el mayor error de su vida. Abatido, corrió los últimos metros y golpeó el portón de cerámica con las manos desnudas hasta que lo abrieron apenas para dejarlo entrar.

—¿Qué ocurre? —preguntó al guardia.

El guardia masculló algo que Dobyns no entendió.

—¡Habla en voz alta! —gritó Dobyns—. ¿Qué sucede?

—El Goonhogo regresará y ocupará el planeta.

—Imposible —dijo Dobyns—. No podrían... —Se interrumpió. ¿O sí podrían?

—El Goonhogo ocupará el planeta —insistió el guardia—. Se lo han cedido. Las autoridades terráqueas han votado por ello. El Waywonjong decidió enviar a sus tropas. Y las enviará.

—¿Para qué quieren Venus los chinos? No puedes matar a un loudie sin contaminar mil acres de tierra. No puedes empujarlos sin que regresen. No puedes ahuyentarlos a manotazos. Nadie puede vivir aquí hasta que resolvamos el problema de los
loudies
. Y todavía nos falta mucho para resolverlo —dijo Dobyns con furioso desconcierto.

El guardia meneó la cabeza.

—Yo no sé nada, sólo lo que oí en la radio. Todos los demás también están inquietos.

Una hora después empezó la lluvia de gente. Dobyns subió a la sala de radar y miró el cielo. El operador tamborileaba en el escritorio con los dedos.

—No se ha visto nada igual en mil años —dijo—. ¿Sabes qué hay allá arriba? Naves de guerra, aquellas naves de guerra que quedaron de la última guerra sucia. Yo sabía que los chinos estaban dentro. Todos lo sabían. Era como un museo. Ahora no tienen armas. ¡Pero hay millones de personas colgando sobre Venus, y no sé qué piensan hacer!

Señaló una pantalla.

—Mira, ahí están agolpados. Una nave detrás de otra, formando un cúmulo. Nunca había visto una imagen así en un radar.

Dobyns miró la pantalla. Estaba, como decía el operador, llena de
blips
.

—¿Qué es esa mancha lechosa a la izquierda? —preguntó otro técnico—. Es como... una lluvia. Algo está cayendo de esos puntos. Es imposible. No se puede distinguir una lluvia mediante radar.

El operador de radar miró la pantalla.

—No me preguntes, yo tampoco sé lo que es. Tendréis que averiguarlo. Veamos qué ocurre.

El observador Vomact entró en la sala. Echó una rápida y experta mirada a las pantallas.

—Quizá sea lo más extraño que veamos en la vida, pero tengo la sensación de que están tirando personas. Miles, cientos de miles, quizá millones. Está lloviendo gente. Vosotros dos, venid conmigo. Iremos a ver. Tal vez alguien necesite ayuda.

A Dobyns le remordía la conciencia. Quería contar a Vomact que había dejado a Terza fuera, pero no se atrevía: no sólo porque estaba avergonzado de haberla dejado allá, sino porque no quería ser inoportuno. Ahora se decidió a hablar.

—Su hija aún está en el exterior.

Vomact se volvió hacia él con solemnidad. Los inmensos ojos brillaban fríos y amenazadores, pero la suave voz era serena.

—Búscala. —Y el observador añadió, en un tono que estremeció a Dobyns—: Todo irá bien si la traes de vuelta. Dobyns asintió como si hubiera recibido una orden.

—Yo también saldré —dijo Vomact— para ver qué puedo hacer, pero tú te encargarás de buscar a mi hija.

Bajaron, se pusieron los conversores de larga duración, recogieron el equipo topográfico miniaturizado para orientarse en la niebla y salieron. Cuando pasaban por la puerta, el guardia les salió al paso.

—Un momento, excelencia. Tengo un mensaje telefónico. Por favor, llame a Control.

Si llamaban al observador Vomact, era por algo serio, y él lo sabía. Recogió el aparato y habló con voz áspera.

El operador de radar apareció en la pantalla telefónica de la pared del guardia.

—Están arriba, señor.

—¿Quiénes están arriba?

—Los chinos. Ahora están bajando. No sé cuántos son. Debe de haber dos mil naves de guerra por encima de nosotros, y millares más sobrevuelan el resto de Venus. Están bajando. Si quiere ver cómo aterrizan, señor, será mejor que salga pronto.

Vomact y Dobyns salieron.

Los chinos bajaban. Una lluvia de gente se cernía desde las lechosas nubes. Miles y miles de ellos, con paracaídas de plástico que parecían burbujas.

Dobyns y Vomact vieron bajar un hombre sin cabeza. Las cuerdas del paracaídas lo habían decapitado.

Una mujer cayó cerca de ellos. La caída le había arrancado el tubo respiratorio de la garganta toscamente vendada, y la mujer se ahogaba en su propia sangre. Se tambaleó hacia ellos, intentó hablar pero sólo soltó un espumarajo de sangre y gemidos sofocados, y al fin cayó de bruces en el lodo.

Cayeron dos niños. El viento había desviado al adulto que los acompañaba. Vomact corrió a recogerlos y se los dio a un chino que acababa de aterrizar. El hombre miró a los niños, fijó en Vomact una mirada desdeñosamente inquisitiva, dejó los niños en el frío cieno de Venus, les echó una ojeada impersonal y echó a correr hacia otro lado.

Vomact indicó a Bennett que recogiera a los niños.

—Vamos —dijo—, sigamos buscando. No podemos encargarnos de todos ellos.

El mundo sabía que los chinos tenían muchas costumbres imprevisibles, pero no sospechaba que podían llover
nondies, needies
y
showhices
de un cielo ponzoñoso. Sólo el Goonhogo podría haber usado vidas humanas con tal indiferencia. Los
nondies
eran los hombres, las
needies
eran las mujeres, los
showhices
eran los niños. Y el nombre
Goonhogo
constituía un resabio de los antiguos días de las naciones. Significaba república, estado o gobierno. En cualquier caso, era la organización que gobernaba a los chinos al estilo chino, bajo la Autoridad de la Tierra. Y el comandante del Goonhogo era el Waywonjong.

El Waywonjong no fue al planeta Venus. Sólo envió a sus tropas. Las envió flotando hacia Venus, para dominar la ecología venusiana con la única arma que podía hacer factible la colonización de ese planeta: la gente misma. Los brazos humanos podían hacerse cargo de los
loudies
las criaturas a quienes los primeros exploradores chinos de Venus habían llamado «antiguos».

Había que reunir a los
loudies
con suavidad, para que no murieran, pues si morían contaminarían mil acres. Había que valerse de cuerpos y brazos humanos para arrearlos a un gigantesco cercado viviente.

El observador Vomact echó a correr.

Un chino herido llegó al suelo y su paracaídas se derrumbó detrás de él. Vestía pantalones cortos, llevaba un cuchillo en el cinturón y una cantimplora colgando de la cintura. Tenía un conversor de aire cerca de la oreja, con un tubo inserto en la garganta. Farfulló algo y se alejó cojeando.

La gente seguía descendiendo alrededor de Vomact y Dobyns Bennett.

Los paracaídas desechables estallaban como burbujas en el aire brumoso, un instante después de tocar el suelo. Alguien había sabido aprovechar las consecuencias químicas de la electricidad estática.

Y el aire estaba atestado de gente. Una vez, algo tumbó a Vomact. Descubrió sorprendido que eran dos niños chinos amarrados entre sí.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Dobyns—. ¿Adonde vais? ¿Tenéis jefes?

Le respondían con gritos ininteligibles. Aquí y allá alguien gritaba en inglés: «¡Por aquí!», o «¡Dejadnos en paz!», o «Adelante...»

Pero eso era todo.

El experimento dio resultado.

En un solo día llovieron ochenta y dos millones de personas.

Al cabo de varias horas que le parecieron una eternidad, Dobyns encontró a Terza en un rincón de aquel frío infierno. Aunque Venus era cálido, el sufrimiento de esos chinos semidesnudos le había helado la sangre.

Terza corrió hacia él.

No podía hablar.

Le apoyó la cabeza en el hombro y lloró. Al fin, logró balbucear:

—¡He intentado ayudarlos, pero son demasiados, demasiados, demasiados!

Terminó la frase en un grito agudo.

Dobyns la condujo de vuelta a la Zona Experimental.

No tuvieron que hablar. El cuerpo de Terza le decía que necesitaba el amor y la presencia de Dobyns, y que había escogido un destino común para ambos en la vida.

Cuando dejaron la zona de descenso, que en apariencia abarcaba casi todo Venus, la situación empezó a aclararse. Los chinos se pusieron a arrear a los
loudies
.

Terza lo besó en silencio cuando el guardia los dejó entrar. No era preciso que dijera nada. Luego fue a su cuarto.

Al día siguiente, la gente de la Zona Experimental A intentó averiguar si podía salir a echar una mano a los colonos. Pero cualquier ayuda resultaba imposible; eran demasiados. Millones de personas se desparramaban por las colinas y valles de Venus, abriéndose paso trabajosamente en el lodo y el agua, aplastando el cieno y las plantas del extraño planeta. No sabían qué comer. No sabían adonde ir. No tenían jefes.

Sólo tenían la orden de reunir a los
loudies
en grandes rebaños y acorralarlos con los brazos.

Los
loudies
no se resistieron.

Al cabo de varios días terráqueos, el Goonhogo envió vehículos exploradores. En esta oleada llegaban chinos muy diferentes: hombres uniformados, educados, crueles y orgullosos. Sabían lo que hacían. Y estaban dispuestos a sacrificar a su pueblo para hacerlo.

Traían instrucciones. Reunieron a sus tropas en grupos. No importaba de qué parte de la Tierra vinieran los
nondies
y las
needies
; no importaba si encontraban a sus propios
showhices
o los ajenos. Les indicaron qué hacer y los pusieron a trabajar. Los cuerpos humanos lograron lo que no habrían conseguido las máquinas: mantuvieron a los
loudies
acorralados hasta que la última criatura murió de hambre.

Milagrosamente brotaron arrozales.

El observador Vomact no podía creerlo. Los bioquímicos del Goonhogo se las habían ingeniado para adaptar el arroz al suelo de Venus. Las semillas venían embaladas dentro de los vehículos exploradores. Personas sollozantes caminaban entre los cadáveres de sus seres queridos para sembrarlas.

Las bacterias venusianas no mataban a los seres humanos, ni los descomponían después de la muerte, pero resolvieron el problema.

Inmensos trineos llevaron a los hombres, mujeres y niños muertos —los que habían caído mal, los que se habían ahogado, los que habían sido pisoteados por la multitud— a un destino secreto. Dobyns sospechó que usarían ese material para abonar el suelo venusiano con desechos orgánicos terráqueos, pero no se lo contó a Terza.

El trabajo continuaba.

Los
nondies
y las
needies
trabajaban por turnos. Cuando caía la oscuridad, trabajaban a ciegas, manteniéndose en línea a tientas o a voces. Capataces recién adiestrados ladraban órdenes. Los obreros formaban hileras tocándose los dedos. El trabajo continuaba.

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