Los señores de la instrumentalidad (5 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Nadie comió demasiado.

Todos esperaban.

A las nueve y cuarto se oyó el ruido de las hélices.

El gran helicóptero había llegado de Moscú.

Una autoridad superior se hizo cargo.

VI

La autoridad superior era un viceministro, un hombre llamado V. Karper.

Karper iba acompañado por dos o tres coroneles uniformados, un ingeniero civil, un hombre del Cuartel General del Partido Comunista de la Unión Soviética, y dos médicos.

Prescindieron de formalismos.

—Usted es Cherpas —dijo Karper—. La conozco. Usted es Gausgofer. He leído sus informes. Usted es Gauck. La delegación entró en el dormitorio de Rogov.

—Despiértenlo —ladró Karper.

—Camarada, no debería usted... —advirtió el médico militar que había administrado los sedantes.

—Cállese —interrumpió Karper, y ordenó a su médico—:

Despiértelo.

El médico de Moscú intercambió unas palabras con su colega militar. Él también agitó la cabeza. Miró a Karper con preocupación. El viceministro adivinó qué le iba a decir.

—Adelante —le ordenó—. Soy consciente de que el paciente corre cierto peligro, pero tengo que regresar a Moscú con un informe.

Los dos médicos se pusieron manos a la obra. Uno de ellos pidió su maletín y puso una inyección a Rogov. Luego todos se apartaron de la cama.

Nikolai Rogov se contorsionó. Se retorció. Abrió los ojos, pero no vio a los presentes. Se puso a hablar con palabras claras y simples:

—Esa dorada figura, la escalinata dorada, la música, llevadme a la música, quiero estar con la música, soy la música. Y así continuó con voz monótona. Cherpas acercó la cara a los ojos de Rogov.

—¡Querido, despierta! Esto es muy grave.

Todos comprendieron que Rogov no la oía, pues siguió desvariando sobre figuras doradas.

Por primera vez en muchos años, Gauck tomó la iniciativa. Se dirigió directamente a Karper, el hombre de Moscú.

—Camarada, ¿puedo hacer una sugerencia?

Karper lo miró. Gauck señaló a Gausgofer con la cabeza.

—Ambos vinimos aquí por orden del camarada Stalin. Ella tiene más antigüedad y es la responsable. Yo sólo superviso.

El viceministro se volvió hacia Gausgofer, que estaba contemplando a Rogov; no había lágrimas en los ojos azules y acuosos, pero Gausgofer contraía la cara en una mueca de extrema tensión.

Karper ignoró este hecho y le dijo con firmeza, claridad y autoridad:

—¿Qué recomienda usted?

Gausgofer lo miró directamente y dijo con voz mesurada:

—No creo que se trate de una lesión cerebral. Sospecho que ha entablado una comunicación que debe compartir con otro ser humano, y que no habrá respuesta a menos que uno de nosotros lo siga.

—Muy bien —ladró Karper—. ¿Pero qué debemos hacer?

—Permítame ser la próxima en usar la máquina. Anastasia Cherpas no pudo contener una carcajada. Cogió a Karper por el brazo y señaló a Gausgofer. Karper la miró desconcertado.

—Esa mujer está loca —declaró Cherpas, dominando la risa—. Hace años que está enamorada de mi esposo. Me odia, y ahora espera poder salvarlo. Cree que podrá seguirlo. Supone que él desea comunicarse con ella. Es ridículo. ¡Iré yo!

Karper miró alrededor. Escogió a dos de sus hombres y se dirigió hacia un rincón. Oyeron los murmullos, pero no entendieron las palabras. Tras deliberar seis o siete minutos, regresó.

—Ustedes hacen acusaciones muy graves. Veo que una de nuestras mejores armas, la mente de Rogov, está dañada. Rogov no es sólo un hombre, sino un proyecto soviético —dijo con desdén—. Encuentro que una científica soviética acusa a la principal oficial de seguridad, una policía con notables antecedentes, de estar enamorada tontamente. No acepto tales acusaciones. Las personalidades no deben obstaculizar el desarrollo del Estado soviético ni el trabajo de la ciencia soviética. La camarada Gausgofer será la próxima. Actuaré esta noche porque mi personal médico dice que Rogov quizá no sobreviva, y es muy importante averiguar qué ha ocurrido y por qué. —Clavó en Cherpas una mirada despectiva—. Usted no protestará, camarada. Su mente es propiedad del Estado ruso. Los obreros han pagado su manutención y estudios. No puede olvidar estas circunstancias por sentimientos personales. Si hay algo que encontrar, la camarada Gausgofer lo hará.

El grupo regresó al laboratorio. Los asustados técnicos salieron de las barracas. Encendieron las luces y cerraron las ventanas. El viento de mayo era cortante.

Esterilizaron la aguja.

Conectaron los circuitos eléctricos.

El rostro de Gausgofer era una impasible máscara de triunfo cuando la agente se sentó en la silla. Sonrió a Gauck mientras un ayudante traía el jabón y la navaja para rasurarle una parte de la coronilla.

Gauck no le devolvió la sonrisa. Clavó los negros ojos en ella. No decía nada. No hacía nada. Miraba.

Karper andaba de un lado a otro, echando ojeadas a los presurosos pero metódicos preparativos.

Anastasia Cherpas se sentó en una mesa del laboratorio a cinco metros del grupo. Observó la nuca de Gausgofer mientras bajaban la aguja. Hundió la cara en las manos. Algunos supusieron que estaba llorando, pero nadie prestaba atención a Cherpas. Todos estaban demasiado atentos a Gausgofer.

La cara de Gausgofer enrojeció. Las fofas mejillas se perla—ron de sudor. Los dedos se tensaron en el brazo de la silla.


Esa dorada figura en la escalinata dorada
—gritó Gausgofer de pronto.

Se incorporó de un brinco, arrastrando el aparato consigo.

Nadie había esperado eso. La silla cayó al suelo. El porta-agujas se inclinó de lado. La aguja se curvó como una guadaña en el cerebro de Gausgofer. Ni Rogov ni Cherpas habían previsto un forcejeo en la silla.
No sabían que iban a sintonizar el año 13582 d.C.

El cuerpo de Gausgofer se desplomó, rodeado por alarmados funcionarios.

Karper tuvo la sagacidad de buscar la mirada de Cherpas.

Ella se levantó de la mesa y caminó hacia él. Un hilillo de sangre le humedecía el pómulo. Otro reguero de sangre le bajaba de otra parte de la mejilla, a un centímetro y medio del orificio de la oreja izquierda.

Sonrió con aplomo; la cara, blanca como nieve fresca.

—He espiado.

—¿Qué? —preguntó Karper.

—He espiado, he espiado —repitió Anastasia Cherpas—. He averiguado adonde ha ido mi marido. Es un lugar fuera de este mundo. Es algo más hipnótico que lo que puede concebir nuestra ciencia. Hemos creado una gran arma, pero el arma se ha vuelto contra nosotros. Usted puede pensar que me hará cambiar de parecer, camarada viceministro, pero se equivoca.

»Sé lo que ha sucedido. Mi esposo no volverá nunca. Y no iré más lejos sin él.

»El Proyecto Telescopio ha concluido. Quizá tratará usted de conseguir que otro continúe, pero no podrá.

Karper la fulminó con la mirada y dio media vuelta.

Gauck se interpuso.

—¿Qué quiere? —barbotó Karper.

—Quería decirle, camarada viceministro —dijo suavemente Gauck—, que Rogov se ha ido como dice su esposa, que ha terminado tal como ella asegura, que todo es verdad. Lo sé.

—¿Y cómo lo sabe? —rezongó Karper. Gauck permaneció impasible. Con sobrehumana certidumbre y perfecta calma respondió a Karper:

—Camarada, no se me ocurre cuestionarlo. Conozco a estas personas, aunque ignoro su ciencia. Rogov está acabado.

Finalmente, Karper le creyó. Se sentó en una silla, miró a su gente.

—¿Es posible? Nadie respondió.

—Pregunto si es posible.

Todos se volvieron hacia Anastasia Cherpas, le miraron el hermoso cabello, los resueltos ojos azules, y los dos hilillos de sangre que le habían dejado las pequeñas agujas con que había espiado.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Karper. Por toda respuesta ella cayó de rodillas y sollozó:

—¡No, no, Rogov, no! ¡No, no, Rogov, no!

Y fue todo lo que pudieron sonsacarle. Gauck miraba.

En la escalinata dorada, bajo la luz dorada, la dorada figura bailaba un sueño que trascendía la imaginación, bailaba y atraía la música hasta que un suspiro de anhelo, un anhelo que se convirtió en esperanza y tormento, atravesó el corazón de los seres vivos de mil mundos.

Los bordes de la dorada escena se desdibujaron hasta que se volvieron negros. El oro palideció convirtiéndose en una pátina plateada, luego blanca. La dorada bailarina era ahora una acongojada figura rosada y blanca que permanecía de pie, inmóvil y exhausta, en la inmensa escalinata blanca. Recibió el aplauso de mil mundos.

La bailarina miró sin ver. Ella también estaba abrumada por la danza. El aplauso de esa gente no significaba nada. La danza era un fin en sí misma. De algún modo tendría que seguir viviendo hasta que pudiera bailar de nuevo.

Cuando llovió gente

—¿Imagina usted una lluvia de gente en una niebla ácida? ¿Se figura miles y miles de cuerpos humanos, sin armas, acorralando a los monstruos invencibles? ¿Puede usted...?

—Mire... —empezó el reportero.

—¡No me interrumpa! Usted hace preguntas tontas. Le digo que yo vi al Goonhogo. Vi cómo tomaba Venus. ¡Pregúnteme sobre eso!

El reportero había llamado para escribir un artículo con los recuerdos de un anciano sobre tiempos pasados. No esperaba que Dobyns Bennett reaccionara así.

Dobyns Bennett aprovechó la ventaja psicológica que había obtenido al tomar la iniciativa.

—¿Imagina a los
showhices
con sus paracaídas, muchos de ellos muertos, cayendo de un cielo verde? ¿Se figura a las madres gritando mientras caían? ¿Imagina a la gente lloviendo sobre esos pobres monstruos indefensos?

Tímidamente, el reportero preguntó qué eran los
showhices.

—Niños, en chino antiguo —explicó Dobyns Bennett—. Vi el estallido y la muerte de la última de las naciones, y usted quiere preguntarme sobre modas y otras sandeces. La historia real nunca llega a los libros. Resulta demasiado desconcertante. Supongo que usted quiere preguntarme qué pienso de los nuevos pantalones rayados para mujeres.

—No —dijo el reportero, ruborizándose. Tenía esa pregunta en su libreta, y le disgustaba sonrojarse.

—¿Sabe qué hizo el Goonhogo?

—¿Qué? —preguntó el reportero, esforzándose por recordar qué cuernos era un Goonhogo.

—Tomó Venus —respondió el viejo con más calma.

—¿De veras? —dijo cautamente el reportero.

—¡Ya lo creo que sí! —replicó agresivamente Dobyns Bennett.

—¿Usted estuvo allí? —preguntó el reportero.

—Ya lo creo que estuve presente cuando el Goonhogo tomó Venus —respondió el viejo—. Estuve allí, y fue lo más impresionante que he visto jamás. Usted sabe quién soy. He visto más mundos de los que puede usted contar, muchacho, pero esa lluvia de
nondies, needies
y
showhices
fue el espectáculo más estremecedor que ha presenciado un hombre. En el suelo estaban los
loudies,
como habían estado siempre...

El reportero le interrumpió. Era como si Bennett hablara otro idioma. Todo esto había ocurrido trescientos años atrás. La misión del reportero era obtener una opinión y redactarla en un lenguaje comprensible para el presente.

—¿Puede comenzar por el principio de la historia? —pidió respetuosamente.

—Claro que sí. Todo empezó cuando me casé con Terza. Terza era la muchacha más bonita que usted haya visto. Era hija de los Vomact, una gran familia de observadores, y su padre era un hombre muy importante. Yo tenía treinta y dos años, y cuando un hombre llega a esa edad cree que es bastante viejo. Pero yo no era viejo, solamente lo creía, y él quería que yo me casara con Terza porque era una muchacha tan complicada que necesitaba la ayuda de un hombre. En la Tierra el tribunal la había considerado inestable, y la Instrumentalidad había ordenado que permaneciera al cuidado de su padre hasta que se casara con un hombre capaz de brindarle custodia y autoridad. Supongo que todo eso le parecerá anticuado, joven...

El reportero le volvió a interrumpir.

—Lo lamento, anciano —dijo—. Sé que usted tiene más de cuatrocientos años y que es la única persona que recuerda la época en que el Goonhogo tomó Venus. El Goonhogo era un gobierno, ¿verdad?

—Eso lo saben todos —ladró el hombre—. El Goonhogo era una especie de gobierno chino separado. Diecisiete mil millones de chinos estaban apiñados en una pequeña región de la Tierra. La mayoría hablaban inglés como usted y yo, pero también hablaban su propio idioma, con esas extrañas palabras que nos han quedado. Aún no se habían mezclado con otros pueblos. Fue entonces cuando el Waywonjong en persona promulgó la orden y empezó a llover gente. Caían del cielo. Nunca se había visto nada semejante...

El reportero tuvo que interrumpirle una y otra vez para entender mejor la historia. El viejo insistía en usar términos arcaicos que ya nadie podía entender sin una explicación. Pero tenía una memoria excelente y una gran lucidez para las descripciones.

El joven Dobyns Bennett no había permanecido mucho tiempo en la Zona Experimental A cuando cayó en la cuenta de que Terza Vomact era la mujer más bella que había visto. A los catorce años era totalmente madura. Algunos miembros de la familia Vomact se desarrollaban así. Quizá se debía al hecho de tener antepasados no registrados e ilegales, siglos atrás en el pasado. Incluso se rumoreaba que tenían misteriosas conexiones con el mundo perdido de la época de las naciones, cuando la gente aún podía contabilizar los años.

Se enamoró de ella y se sintió como un tonto.

Era tan bella que costaba recordar que era la hija del observador Vomact. El observador era un hombre poderoso.

A veces las historias románticas se desarrollan deprisa, y así ocurrió con Dobyns Bennett, pues el observador Vomact llamó al joven y le dijo:

—Me gustaría que te casaras con mi hija Terza, pero no sé si ella te aceptará. Si logras conquistarla, muchacho, cuentas con mis bendiciones.

Dobyns desconfió. Preguntó extrañado por qué un decano de los observadores estaba dispuesto a aceptar a un técnico joven. El observador sonrió.

—Soy mucho mayor que tú —dijo—, aunque con la aparición de esta nueva droga, la santaclara, que quizá permita vivir cientos de años, dirán que desaparecí en la flor de la edad si llego a los ciento veinte. Tú podrás vivir cuatrocientos o quinientos años. Pero sé que está llegando mi hora. Mi esposa murió hace mucho y no tenemos más hijos. Sé que Terza necesita un padre; el psicólogo diagnosticó que era inestable. ¿Por qué no la llevas fuera de la Zona? En cualquier momento puedes conseguir un pase para el domo. Puedes salir a jugar con los
loudies.

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