Los señores de la instrumentalidad (50 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Mientras otro soldado los llevaba camino arriba hacia Waterrock, donde estaban las casas y oficinas de los militares, Elena notó que él también había llorado.

Iba a preguntarle qué pensaba, pero el Cazador la disuadió con un movimiento de cabeza. Luego le explicó que el soldado podía sufrir un castigo por hablar con ellos.

Cuando llegaron a la oficina, la dama Goroke ya estaba allí.

La dama Goroke, allí... Se convirtió en una pesadilla en las siguientes semanas. Había superado su pena y dirigía una investigación sobre el caso de Elena y P'Juana.

La dama Goroke, allí...

Esperaba mientras ellos dormían. Su imagen, o tal vez ella misma, estaba presente en los constantes interrogatorios Mostraba particular interés en el encuentro casual de la dama muerta Pane Ashash, la bruja Elena y ese inadaptado, el Cazador.

La dama Goroke, allí... Les preguntaba, todo pero no les revelaba nada.

Excepto una vez.

Una vez tuvo un estallido violentamente personal después de interminables horas de trabajo formal y oficial.

—Sufriréis un lavado de cerebro cuando terminemos, así que no importa cuánto sepáis. ¿Sabéis que esto me ha herido hasta en lo más hondo de todas mis creencias?

Ellos negaron con la cabeza.

—Voy a tener un hijo, e iré a la Cuna del Hombre a tenerlo. Y yo misma me encargaré de la codificación genética. Lo llamaré Jestocost. Significa «crueldad» en una de las lenguas antiguas, el idioma de los paroskii, y le recordará de dónde viene, y por qué. Y él, o su hijo, o el hijo de su hijo, devolverá la justicia al mundo y resolverá el enigma del subpueblo. ¿Qué pensáis sobre ello? En fin, mejor que no lo penséis. No os incumbe, y de todos modos voy a hacerlo.

La miraron compasivamente, pero ahora estaban demasiado preocupados por su propia suerte para brindarle mucha compasión o consejos. El cuerpo de Juana había sido pulverizado y lanzado al aire, pues la dama Goroke temía que el subpueblo lo convirtiera en lugar santo ella misma experimentaba la tentación, y sabía que si ella la sentía, el impulso sería aún más fuerte para el subpueblo.

Elena nunca supo qué ocurrió con los cadáveres de los que, bajo el liderazgo de Juana, habían dejado de ser animales para convertirse en seres humanos, y que habían emprendido esa descabellada y tonta marcha desde el Túnel de Englok hasta la ciudad alta de Kalma. ¿Era tan descabellada? ¿Era tan tonta? Si se hubieran quedado donde estaban, habrían disfrutado unos días, unos meses o unos años más de vida, pero tarde o temprano los robots los habrían encontrado para exterminarlos como las alimañas que eran. Quizá la muerte que habían escogido era mejor. A fin de cuentas, Juana dijo: «Es misión de la vida buscar algo mejor que la vida misma y tratar de transformar la vida en algo superior.»

Al final, la dama Goroke los convocó y dijo:

—Adiós a ambos. Aunque es tonto decir adiós cuando dentro de una hora ninguno de los dos recordaréis que me habéis conocido a mí o a Juana. Ha terminado vuestro cometido aquí. Os encomendaré una deliciosa tarea. No tendréis que vivir en una ciudad. Seréis observadores meteorológicos y recorreréis las colinas estudiando los pequeños cambios que las máquinas no pueden interpretar con suficiente rapidez. Tendréis toda la vida para pasear, merendar y acampar juntos. He indicado a los técnicos que tengan mucho cuidado, porque estáis muy enamorados. Cuando reestructuren vuestras sinapsis, quiero que ese amor permanezca.

Ambos se arrodillaron y le besaron la mano. Nunca volvieron a verla a sabiendas. Años después vieron a veces un elegante ornitóptero que sobrevolaba su campamento, con una elegante mujer observando desde el costado; no tenían memoria para saber que era la dama Goroke, repuesta de su locura, velando por ellos.

Esa nueva vida fue la última vida de la pareja.

Nada quedaba de Juana ni del Pasillo Marrón y Amarillo.

Ambos se mostraban muy compasivos con los animales, pero habrían sido así aunque no hubieran participado en el audaz juego político de la entrañable dama muerta Pane Ashash.

Una vez ocurrió algo extraño. Un subhombre, un elefante, estaba trabajando en un valle pequeño, creando un exquisito jardín de rocas para un importante funcionario de la Instrumentalidad que luego echaría al jardín un par de ojeadas al año. Elena estaba ocupada haciendo observaciones meteorológicas y el Cazador había olvidado que había sido Cazador, así que ninguno de los dos trató de atisbar en la mente de aquel subhombre. Era un individuo corpulento en el límite del tamaño permitido: cinco veces la estatura de un hombre. Les había sonreído cordialmente en el pasado.

Una noche les trajo fruta. ¡Y qué fruta! Raras especies de otros mundos que personas normales como ellos no habrían obtenido ni con un año de solicitudes. Con su enorme y tímida sonrisa de elefante, les dejó la fruta y se dispuso a marcharse.

—Espera un minuto —dijo Elena—, ¿Por qué nos das esto? ¿Por qué a nosotros?

—Por Juana —respondió el hombre-elefante.

—¿Quién es Juana? —preguntó el Cazador.

El hombre-elefante les dirigió una mirada compasiva.

—Está bien. Vosotros no la recordáis, pero yo sí.

—Pero, ¿qué hizo Juana? —preguntó Elena.

—Os amó. Nos amó a todos —dijo el hombre-elefante. Se volvió deprisa para no añadir más. Con una agilidad increíble en un persona de su corpulencia trepó rápidamente por las ásperas y adorables rocas y se fue.

—Ojalá la hubiéramos conocido —suspiró Elena—. Debía de ser una buena persona.

Aquel año nació el hombre que sería el primer señor Jestocost.

Bajo la vieja tierra

¡Necesito un perro provisional

para un trabajo provisional

en un sitio provisional

como la Tierra!

Canción de
El mercader de la amenaza

1

Había los planetas Douglas-Ouyang, que giraban juntos alrededor de su sol, dando vueltas y más vueltas en la misma órbita como ningún otro planeta conocido. Había los caballeros suicidas de la Tierra, que se jugaban la vida —peor aún, a veces jugaban por cosas más importantes que la vida— contra diferentes clases de geofísica jamás experimentadas por los nombres verdaderos. Había muchachas que se enamoraban de esos hombres, por brutales y horribles que fueran sus destinos personales. Había la Instrumentalidad, con su incesante esfuerzo para que los hombres continuaran siendo hombres. Y había los ciudadanos que caminaban por los bulevares antes del Redescubrimiento del Hombre. Los ciudadanos eran felices. Tenían que serlo. Si se descubría que eran desgraciados, se los calmaba, drogaba y cambiaba hasta devolverles la felicidad.

Esta historia habla de tres de ellos: el jugador que tomó el nombre de Joven-sol, que osó bajar al Gebiet, que se enfrentó consigo mismo antes de morir; la muchacha Santuna, que alcanzó la plenitud de mil maneras antes de morir; y el señor Sto Odín; venerabilísimo por su edad, que lo sabía todo y jamás soñó con impedir nada de ello.

Hay música en esta historia. La música suave y dulce del Gobierno de la Tierra y de la Instrumentalidad, meliflua como la miel y al fin empalagosa. Las pulsaciones desbocadas e ilegales del Gebiet, donde la mayoría de los hombres tenía prohibida la entrada. Lo peor de todo, las alocadas fugas y las obscenas melodías del Bezirk, cerrado a los hombres durante cincuenta y siete siglos: ¡abierto por accidente, encontrado, hollado! Y con él empieza nuestra historia.

2

La dama Ru había dicho, siglos antes:

—Se han hallado retazos de conocimiento. En el último comienzo del hombre, aun antes de que hubiera naves aéreas, el sabio Laodz declaró: «El agua no hace nada, mas lo penetra todo. La inacción encuentra el camino.» Más tarde, un viejo señor dijo esto: «Hay una música que subyace a todas las cosas. Bailamos toda la vida al son de su tonada, aunque nuestros propios oídos jamás captan la música que nos guía y nos impulsa. La felicidad puede matar a las personas tan suavemente como las sombras que se ven en los sueños.» Tenemos que ser personas primero y felices después, para no vivir ni morir en vano.

El señor Sto Odín fue más directo. Declaró la verdad a un grupo de amigos íntimos:

—Nuestra población está disminuyendo en la mayoría de los mundos, incluida la Tierra. Las personas tienen hijos, pero no los quieren demasiado. Personalmente, he sido padre-tres de doce hijos, padre-dos de cuatro y padre-uno supongo de muchos otros. He sentido deseos de trabajar y lo he confundido con la voluntad de vivir. No es la misma cosa.

»La mayoría de las personas quiere felicidad. Bien: le hemos dado felicidad.

«Sórdidos e inútiles siglos de felicidad en que todos los infelices han sido corregidos, adaptados o eliminados. Una felicidad insoportable y angustiosa sin el aguijón del dolor, el vino de la furia, la humareda caliente del miedo. ¿Cuántos de nosotros hemos saboreado el gusto ácido y helado del viejo rencor? Por eso vivían, en realidad, las personas de los Días Antiguos, cuando fingían ser felices y en verdad ardían de dolor, furor, cólera, odio, rencor y esperanza. Esas personas se reproducían con frenesí. Poblaron las estrellas mientras secreta o abiertamente soñaban con matarse entre ellos. Sus dramas versaban sobre el homicidio, la traición o el amor ilícito. Ahora no tenemos homicidio. No podemos concebir ninguna clase de amor ilícito. Recordáis a los murkins con su red de carreteras? ¿Quién puede volar hoy a cualquier parte sin ver esa red de enormes carreteras? Esos caminos están arruinados, pero existen. Esas abominaciones se distinguen con toda claridad desde la Luna. No penséis en las carreteras. Pensad en los millones de vehículos que las recorrían, en personas rebosantes de codicia, furia y odio, rivalizando entre sí con sus máquinas llameantes. Cuentan que sólo en las carreteras morían cincuenta mil cada año. Nosotros llamaríamos guerra o semejante cosa. Qué pueblo habrán formado trajinando día y noche para construir cosas que servirían para que otros trajinaran aún más! No eran como nosotros. Deben de haber sido salvajes, sucios, libres. Ávidos de vida, quizá de un modo que nosotros ignoramos. Sin duda podemos viajar mil veces más deprisa que ellos, pero ¿quién se molesta en hacerlo hoy día? ¿Para que? Todos los lugares son iguales, excepto algunos diferenciados por unos pocos guerreros o técnicos. —Sonrió a sus amigos y añadió—: Y señores de la Instrumentalidad, corno nosotros. Nosotros, no viajamos por las razones de la Instrumentalidad, no por las razones de las personas comunes. La gente normal ya no tiene muchas razones para nada. Todos cumplen con las tareas que concebimos para mantenerlos felices mientras los robots
y
las subpersonas llevan a cabo el trabajo verdadero. Pasean. Hacen el amor. Pero nunca son desgraciados.

»¡No pueden serlo!

La dama Mmona no estaba de acuerdo.

—La vida no puede ser tan mala como tú dices. No sólo creemos que son felices,
lo sabemos.
Les exploramos el cerebro con telepatía. Controlamos sus patrones emocionales con robots y escáneres. No nos faltan muestras. Las personas siempre tienden a la infelicidad. Las corregimos constantemente. Y a veces se producen accidentes serios, que ni siquiera nosotros podemos corregir. Cuando las personas son muy desgraciadas, chillan y lloriquean. A veces hasta dejan de hablar y mueren, pese a todo lo que hacemos por ellas. ¡Tienes que admitir que tengo razón!

—Pues no lo admito —replicó el señor Sto Odín.

—¿Qué? —exclamó Mmona.

—Te digo que esa felicidad no es real —insistió él.

—¿Cómo puedes decirlo sin negar las pruebas? —gritó Mmona—. Nuestras pruebas, establecidas desde hace mucho tiempo por la Instrumentalidad. Nosotros mismos las hemos reunido. ¿Acaso podemos nosotros, la Instrumentalidad, equivocarnos?

—Sí —declaró el señor Sto Odín.

Esta vez todos los presentes callaron.

Sto Odín insistió en sus argumentos:

—Mirad mis pruebas. A las personas les da lo mismo ser padre-uno o no serlo. De todos modos, no saben qué hijos son los suyos. Nadie se atreve a suicidarse. Les damos demasiada felicidad. Pero, ¿dedicamos algún tiempo a dar a los animales parlantes, a la subgente, tanta felicidad como a los hombres? ¿Y se suicidan por ello las subpersonas?

—Claro que sí —dijo Mmona—. Están precondicionadas para suicidarse si sufren lesiones demasiado graves como para repararlas fácilmente o si se equivocan en las tareas asignadas.

—No me refiero a eso. ¿Alguna vez se suicidan por razones propias y no por las nuestras?

—No —respondió Nuru-or, un joven señor de la Instrumentalidad—. Están demasiado ocupadas cumpliendo con sus tareas y conservando la vida.

—¿Cuánto tiempo vive una subpersona? —dijo Sto Odín, con engañosa displicencia.

—Quién sabe —respondió Nuru-or—. Medio año, cien años, quizá cientos de años.

—¿Qué le ocurre si no trabaja? —continuó Sto Odín con una sonrisa ambigua.

—La matamos —dijo Mmona—, o la mata nuestra policía robot.

—¿Y el animal lo sabe?

—¿Que lo matarán si no trabaja? —se extrañó—. Claro que sí. A todos les decimos lo mismo. Trabajad o morid. ¿Qué tiene eso que ver con las personas?

El señor Nuru-or había callado y una sonrisa sabia y triste se le insinuaba en el rostro. Había intuido la sagaz y dolorosa conclusión a que apuntaba el señor Sto Odín.

Pero Mmona no la captaba e insistió.

—Mi señor, repites que las personas son felices. Admites que no les agrada ser infelices. Te obstinas en exponer un problema insoluble. ¿Por qué quejarse de la felicidad? ¿No es lo mejor que la Instrumentalidad puede brindar a los humanos? Es nuestra misión. ¿Estás diciendo que nos equivocamos?

—Sí. Nos equivocamos. —El señor Sto Odín miró el cuarto sin ver, como si estuviera solo.

Era el más viejo y el más sabio, así que aguardaron sus palabras. Él inspiró ligeramente y sonrió de nuevo.

—¿Sabéis cuándo moriré?

—Desde luego —respondió Mmona, tras pensar medio segundo—. Dentro de setenta y siete días. Pero tú mismo determinaste el momento. Y como bien sabes, mi señor, no tenemos por costumbre comentar intimidades en las reuniones de la Instrumentalidad.

—Lo lamento —dijo Sto Odín—, pero no estoy infringiendo una ley. Estoy resaltando un hecho. Hemos jurado defender la Humanidad del hombre. Pero estamos matando a la humanidad con una felicidad desesperanzada y meliflua que ha prohibido la información, suprimido la religión, convertido toda la historia en un secreto oficial. Afirmo que las pruebas indican que estamos fallando y que la humanidad a la que hemos jurado servir también está fallando —Fallando en vitalidad, vigor, número, energía. Aún me queda un tiempo de vida. Trataré de investigar.

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