Los señores de la instrumentalidad (146 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
3.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bodidharma el Bendito continuó la marcha. En las calles de la nueva capital de Anyang, el dulce evangelio del budismo fue recibido con curiosidad, calma y deleite. Los voluptuosos bárbaros que dominaban el norte de China, los tártaros toba, colmaron sus almas y corazones con la esperanza de la muerte en vez del miedo a la destrucción. Las madres lloraban de placer al saber que sus hijos, al morir, habían llegado a la felicidad. El emperador mismo dejó su espada para escuchar el amable mensaje que había atravesado con tanta valentía las escarpadas montañas.

Cuando Bodidharma el Bendito murió, recibió sepultura en las inmediaciones de Anyang, con la flauta en una caja de ónice sagrado junto a la mano derecha. Allí Bodidharma y la flauta durmieron mil trescientos cuarenta años.

3

En el año 1894, un explorador alemán —así se calificaba él mismo— saqueó la tumba del Bendito en nombre de la ciencia.

Los aldeanos lo sorprendieron y lo echaron de la ladera.

Escapó con un solo botín, una caja de ónice con una extraña flauta que parecía forjada en cobre. Parecía cobre, pero el metal no estaba corroído como lo hubiera estado el cobre después de haber estado enterrada tanto tiempo en una comarca húmeda. La flauta estaba sucia. El explorador alemán la limpió y vio que era un objeto frágil, y que las inscripciones que tenía en el lado no eran chinas.

No la limpió tanto como para tratar de tocarla: por eso sobrevivió.

La flauta fue a parar a un pequeño museo municipal que llevaba el nombre de una gran duquesa alemana. Ocupó la caja número 34 del Dorotheum y permaneció allí durante cincuenta y un años más.

4

Los B-29 se habían ido. Habían volado rugiendo rumbo a Rastart.

Wolfgang Huene saltó de la trinchera. Se odiaba a sí mismo, odiaba a los aliados y casi odiaba a Hitler. Wolfgang pertenecía a las juventudes hitlerianas. Era apuesto, rubio, alto, curtido. También era valiente, agudo, cruel y sagaz. Era un nazi. Sólo podía existir en un mundo nazi. Sabía que sus padres eran escoria. Cuando su padre murió en un bombardeo, Wolfgang permaneció impasible. Cuando su madre, medio muerta de hambre, murió de gripe, no se preocupó por ella. Su madre era vieja y no importaba. Sólo Alemania importaba.

Ahora la Alemania que importaba se estaba desmoronando, atacada por explosiones, herida por ondas de choque, acosada por el incesante ataque del poder aéreo aliado.

Wolfgang, siendo un joven nazi, no tenía miedo, pero estaba desconcertado.

De una manera animal e instintiva, sabía —sin pensar en ello— que si el hitlerismo no sobrevivía, él tampoco lo haría. Sabía que hacía cuanto estaba en sus manos, lo poco que se podía hacer. Buscaba espías mientras denunciaba a los débiles que se quejaban del Führer o de la guerra. Ayudaba a organizar el Vblkssturm
y
aspiraba a convertirse en un guerrillero nazi aunque los aliados cruzaran el Rin. Como un animal, pero como un animal muy inteligente, sabía que tenía que luchar, aunque también era consciente de que la lucha podía ser desfavorable.

De pie en la calle, vio el polvo posándose después del bombardeo.

La luz de la luna alumbraba el pavimento resquebrajado.

Éste era un barrio tranquilo. Oía el crepitar de los incendios en las zonas céntricas, parecido al ruido que hacía su padre cuando comía lechuga. Por allí cerca no oía nada; al parecer estaba solo, bajo la Luna, en un rincón olvidado del mundo.

Miró alrededor.

Abrió los ojos con asombro: las bombas habían destruido el Dorotheum.

Caminó hacia las ruinas del museo y se detuvo en la oscura entrada.

Mirando hacia la calle y hacia el cielo para cerciorarse de que resultaba seguro abrir una luz, encendió su linterna de bolsillo y apuntó el haz hacia la sala de exhibiciones. Las vitrinas estaban rotas; casi todas las piezas aparecían cubiertas de vidrio astillado. Los cristales rotos de las ventanas formaban charcos de hielo en los viejos suelos de piedra, bajo la luz glacial de la luna.

Delante de él había un anaquel tumbado.

Lo alumbró con la linterna. La luz iluminó un tubo corto que parecía el cañón de una pistola antigua. Wolfgang recogió el tubo. Como había tocado en una banda reconoció el objeto. Era una flauta.

La sostuvo en la mano un instante y luego se la guardó en la chaqueta. Echó un vistazo al museo bajo la luz de la linterna y salió a la calle. No quería discutir con la policía.

Oyó los motores de los camiones: tosían, carraspeando con su combustible barato, acercándose cuesta arriba.

Se guardó la linterna en el bolsillo. Palpó la flauta y la sacó.

Instintivamente, como hubiera hecho cualquier ser humano, cerró con los dedos los cuatro orificios antes de soplar.

Inhaló con fuerza.

Sopló.

La flauta sonó.

Una dulce y áurea nota, más suave y salvaje que las notas más escalofriantes de la mejor sinfonía del mundo, resonó en los oídos de Wolfgang.

Se sintió distinto, aliviado, feliz.

Su alma —cuya existencia Wolfgang ignoraba— alcanzó una paz que jamás había experimentado. En ese momento nació una pequeña religión. Era una religión pequeña porque estaba confinada en la mente de un adolescente brutal, pero era una religión verdadera porque comunicaba un mensaje de esperanza, consuelo y plenitud que trascendía los límites de esa vida individual. El amor y su devastador significado le inundaron la mente. El amor le relajó los músculos de la espalda y permitió que los párpados doloridos le cubrieran los ojos en la primera fatiga genuina que admitía en muchas semanas.

El nazi que había en él había desaparecido. La invocación de santidad, encerrada en la olvidada magia de la flauta de Bodidharma, lo había afectado incluso a él. Luego Wolfgang cometió un error mortal.

La flauta no albergaba más maldad que un arma antes de ser disparada, ni más odio que un río antes de engullir a un cuerpo humano, ni más furia que un precipicio por el cual puede caer un hombre; la flauta tenía su propio poder, que en parte consistía en el sonido mismo, pero principalmente en la combinación mecánica y psiónica que el orfebre harappa había creado siglos atrás con esa forma y aleación inusitadas.

Wolfgang Huene sopló de nuevo, sosteniendo la flauta entre dos dedos, sin cerrar ningún orificio. Esta vez la nota sonó devastadora. En un terrible y convincente instante revelador, Wolfgang fue la encarnación de todas las falsas determinaciones, el ponzoñoso patriotismo, la venenosa valentía del Reich de Hitler. Fue de nuevo un joven hitleriano, un hombre consumadamente nórdico. En sus ojos brillaba un mensaje que él sentía manar desde el interior.

Sopló de nuevo.

Esta tercera nota era la de perfeccionamiento, la nota que había protegido a Bodidharma el Bendito mil quinientos cincuenta años antes, en el helado desierto del norte del Tíbet.

Huene se volvió aún más nazi. Ya no era un joven, ya no era un ser humano. Era la exageración de sí mismo. Se convirtió en un guerrero puro, pero había olvidado quién era y por qué luchaba.

Los camiones subían con las luces apagadas. Los ciegos ojos de Wolfgang los observaron. Flauta en mano, rugió.

Una idea loca le cruzó por la mente: «Tanques aliados.»

Corrió frenéticamente hacia el primer camión. El conductor sólo vio una sombra y apretó los frenos, demasiado tarde. El parachoques delantero dio contra un obstáculo blando.

La rueda delantera pasó sobre el cuerpo del joven. Cuando el camión frenó, el joven había muerto y la flauta, medio aplastada, estaba apretada contra el asfalto de una calle alemana.

5

Hagen von Grün era uno de los expertos en aeronáutica alemanes que trabajaban en Huntsville, Alabama. Había viajado a Cabo Cañaveral para participar en la quinta serie de lanzamientos norteamericanos. El tercer cohete de la serie llevaría un satélite con un transmisor diseñado para sintonizar ondas de radio de frecuencia estándar. El propósito era permitir que escuchas de todo el mundo participaran en el rastreo del satélite, que estaba diseñado para tener una vida relativamente breve. No podía durar más de cinco semanas.

El transmisor miniaturizado estaba diseñado para captar sonidos, por leves que fueran, producidos por el recalentamiento y el enfriamiento del casco y para transmitir un patrón sónico que reflejara el calor de los rayos cósmicos y, hasta cierto punto, para reproducir las imágenes visuales en un patrón de sonido.

Hagen von Grün estaba presente en el montaje final. Una parte del trabajo consistía en insertar un tubo que cumpliría la doble función de caja de resonancia entre el casco exterior del satélite y un diminuto micrófono del tamaño de un guisante que luego traduciría el sonido emitido por el casco exterior en señales de radio que los aficionados podrían seguir desde la superficie, dos mil kilómetros más abajo.

Von Grün ya no fumaba. Había dejado de fumar aquella horrible noche en que los aviones aliados bombardearon el convoy de camiones que lo trasladaba con sus compañeros hacia un lugar seguro. Aunque había logrado conseguir cigarrillos durante la guerra, había desistido hasta de llevar su boquilla En cambio, llevaba una extraña y vieja flauta de cobre que había hallado en la carretera y que había reparado. Supersticioso ante la suerte de estar vivo, y agradecido porque la flauta le recordaba que no debía fumar, nunca se molestó en limpiarla y soplarla. La había pesado, había hallado su gravedad específica, la había medido, como buen alemán que era, hasta el último milímetro y miligramo, pero la guardaba en el bolsillo, aunque resultaba un poco incómodo llevarla.

Cuando montaron la última parte del cono del morro, el puntal se rompió.

No podía romperse, pero así fue.

Se necesitaban cinco minutos y un viaje en ascensor para hallar un nuevo tubo que hiciera las veces de puntal.

Siguiendo un raro impulso, Hagen von Grün recordó que su flauta de la suerte tenía la longitud adecuada y el diámetro correcto. Los orificios no importaban. Recogió un registro, anotó la vieja flauta y la insertó.

Cerraron el casco del satélite. Montaron el cono. Siete horas después, el cohete partió. Era el primero capaz de sintonizar todas las ondas de radio de la Tierra. Mientras contemplaba el ascenso del cohete, Hagen von Grün se preguntó si tendría alguna importancia que los orificios estuvieran abiertos o cerrados.

Angerhelm

Raro raro raro. Es raro raro raro pensar sin cerebro. Pensar sin cerebro es como un truco pero no es un truco. Hablar cuesta aún más, pero se puede hacer.

Aún recuerdo la vibración de esa frase cuando al fin llegamos a Nelson Angerhelm y le hicimos escuchar la cinta zumbadora.

La historia comenzaba mucho antes de eso. Nunca he sabido el principio.

Trabajo como ayudante del señor Spatz, y Spatz ha pasado dieciocho años abriendo boquetes en el presupuesto. Es el nombre que aprueba, en nombre del director de Presupuesto, todas las solicitudes de enlaces especiales entre el Departamento de Ejército y la gente de Inteligencia.

Es muy eficiente en su trabajo. Se ha presentado más gente a pedir dinero, para terminar con una décima parte de lo que pidió, de la que se podría alinear en cualquier pasillo del Pentágono. Eso es decir mucho.

Tuvimos noticias del asunto hace unos meses, cuando los rusos empezaron a recuperar esas extrañas cápsulas de grabación. Las cápsulas salían de los Sputniks. No sabíamos qué había en las cápsulas cuando regresaban del espacio orbital. Sólo sabíamos que contenían algo.

Las cápsulas descendían de tal modo que podíamos captarlas por radar. Por desgracia, todas caían en territorio ruso, excepto una sola cápsula, que cayó en el Atlántico. Cuando los gastos llegaron a los siete millones de dólares, renunciamos a dar con ella.

El oficial de Inteligencia había anunciado al comandante de la flota atlántica que tendrían una oportunidad de hallarla si seguían buscando. El comandante consultó a Washington, y la gente de Presupuesto examinó la solicitud. La retuvo por un tiempo.

Nos enteramos del caso por cuatro fuentes simultáneas Primero, Khruschev dijo algo muy raro al secretario de Estado, cuando se reunieron en Londres.

Al final de la reunión, Khruschev dijo:

—¿Usted gasta bromas, señor secretario?

El secretario quedó muy sorprendido al oír la traducción.

—¿Bromas, primer ministro?

—Sí.

—¿Qué clase de bromas?

—Bromas con aparatos.

—Las bromas con máquinas no caen muy bien —dijo el norteamericano.

Continuaron charlando como si gastar bromas fuera buena idea cuando cada cual tenía a cargo una seria labor de espionaje.

El premier ruso insistía en que él no tenía espionaje, en que jamás había oído hablar de espionaje y en que sus espías trabajaban tan bien que estaba seguro de no tener espionaje.

Ante esta vehemente afirmación, el secretario replicó que él tampoco tenía espionaje y que los norteamericanos no sabían nada de lo que pasaba en Rusia. No sólo no sabíamos nada de Rusia, sino que sabíamos que no lo sabíamos y nos asegurábamos de ello. Después de esta conversación ambos dirigentes se despidieron, preguntándose qué diablos había querido decir el otro.

Se consultó a Washington al respecto. Yo estaba en la lista de consultados.

En esa época yo tenía acceso «galáctico». El acceso galáctico venía poco después del acceso universal. No era gran cosa, pero era algo. Yo debía examinar esos documentos especiales como ayudante del señor Spatz en tareas de enlace. En realidad, sólo servía para ocupar mi tiempo libre, cuando yo no estaba elaborando presupuestos.

El segundo indicio vino de uno de los muchachos del Valle. Nunca dábamos otro nombre a ese lugar, y ni siquiera nos gusta verlo en el presupuesto federal. Sabemos sólo lo necesario y luego dejamos de pensar en ello.

Dejar de pensar resulta mucho más seguro. No nos corresponde a nosotros pensar en lo que hacen otros, sobre todo cuando están gastando varios millones de dólares al día de dinero del Tío Sam, tratando de averiguar qué piensan ellos y llegando a muy pocas conclusiones.

Más tarde averiguamos que los muchachos del Valle habían enviado a casi todos los agentes de seguridad del país a Minneapolis, en busca de un hombre llamado Angerhelm. Nelson Angerhelm.

El nombre no significaba nada, pero antes de que tropezáramos con él terminó siendo la mayor historia del siglo veinte. Si alguna vez la dan a conocer, se convertirá en la mayor historia en dos mil años.

Other books

Believing Cedric by Mark Lavorato
The Letter Killers Club by Sigizmund Krzhizhanovsky
6:59 by Nonye Acholonu, Kelechi Acholonu
Moonglow by Michael Griffo
Where the Domino Fell - America And Vietnam 1945-1995 by James S. Olson, Randy W. Roberts
Prison Baby: A Memoir by Stein, Deborah Jiang
Crimson Rain by Tex Leiko