Los señores de la instrumentalidad (138 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—O murieron —advirtió Casher.

—O murieron —repitió Celalta—. ¿No es un riesgo que todos debemos correr? Vivamos, mi señor, y encontremos la magia, la liberación que extraños hados nos han arrojado a ti y a mí. Has liberado Mizzer. ¿No te parece suficiente? Con sólo tocar a Wedder, has logrado lo que de otra manera sólo se habría conseguido al precio de la batalla y un gran sufrimiento.

—Gracias —dijo Casher.

—En un tiempo formé parte de la Instrumentalidad, mi señor, y sé que la Instrumentalidad prefiere actuar de pronto y con garantías de victoria. Cuando yo estaba allí, nunca aceptábamos la derrota, pero nunca pagábamos de más. El camino más corto entre dos puntos puede parecer un rodeo; no lo es. Es sólo el modo humano más barato de llegar allí. ¿Alguna vez se te ha ocurrido que la Instrumentalidad podría estar recompensándote por lo que has hecho por este planeta?

—No lo había pensado.

—¿No lo habías pensado? —sonrió Celalta.

—Bien... —empezó Casher, turbado y sin habla.

—Soy una mujer muy especial —aseguró Celalta—. Lo descubrirás en las próximas semanas. ¿Por qué otra razón crees que me entregan a ti?

Casher no fue enseguida a cazar las aves. Primero extendió los brazos y, con mayor confianza y menos temor del que había sentido en muchos años, la estrechó y la besó en los labios. Esta vez no tenía reservas secretas en la mente, ninguna promesa de continuar después el viaje a Mizzer. Había vencido, había dejado atrás la victoria, y por delante no le esperaba nada, salvo ese bello y poderoso lugar. Y Celalta.

PARTE IV: Tres a una Estrella

—Extiende el brazo izquierdo, Samm —dijo Locura. Samm extendió el brazo.

—¡Siento cómo lo mueves! —exclamó Locura—. ¡Ahora, agita los dedos! Samm los agitó.

Finsternis no decía nada, pero ambos captaron en su mente una «evaluación de las circunstancias» que se podía sintetizar en una palabra que él no necesitaba pronunciar: «¡Tonterías!»

—No son tonterías, Finsternis —exclamó Locura—. He—nos aquí a los tres, viajando por el espacio vacío a millones de kilómetros de ninguna parte. Una vez fuimos personas, gente de la Tierra, de la Vieja Tierra. ¿Resulta tonto recordar lo que éramos? Yo fui una mujer. Una bella mujer. Ahora soy esta casa, destinada a una misión de destrucción y muerte. Yo te—las manos, manos verdaderas. ¿Está mal que me agrade mirar las manos de Samm de vez en cuando? ¿Pensar en el pasado que los tres dejamos atrás?

Finsternis no respondió y cerró la mente. Alrededor de ellos sólo había espacio, ni siquiera mucho polvo cósmico, y la luz azulada de Linschoten XV allá delante. Desde el tercer planeta de esa estrella les llegaban a veces los cloqueos y parloteos de los devoradores de hombres.

—¿Tan mal consideras que me agrade mirar una mano? —insistió Locura—. Samm tiene unas manos hermosas. Yo fui una persona, y también tú. ¿Te había dicho alguna vez que fui una bella mujer?

Había sido una bella mujer y ahora era el control de una pequeña nave espacial que surcaba el vacío con dos acompañantes grotescos.

Era una nave de sólo once metros de largo, con la forma de un antiguo dirigible. Finsternis era un cubo perfecto de cincuenta metros de lado, atiborrado de maquinarias que podían apagar un sol y contener sus planetas condenándolos a una muerte helada. Samm era un hombre, pero un hombre de acero flexible, de doscientos metros de altura. Estaba diseñado para caminar en cualquier clase de planeta, entre cualquier clase de habitantes, con cualquier clase de química y gravedad. Estaba diseñado para llevar a los enemigos, fueran quienes fuesen, el mensaje del poderío del hombre. El poderío del hombre, al cual seguía el terror y la muerte si era necesario. Si Samm fallaba, Finsternis tenía poder para apagar el sol, Linschoten XV. Si ambos fracasaban, Locura tenía la misión de adaptarlos para que vencieran. Si no lo conseguían, Locura debía destruir a Finsternis y Samm, y luego destruirse a sí misma.

Las instrucciones eran claras:

«No regresaréis en ninguna circunstancia. Nunca volveréis a la Tierra. Sois demasiado peligrosos para acercaros a la Tierra. Podéis vivir si queréis. Si podéis. Pero no debéis regresar. Tenéis vuestro deber. Lo habéis solicitado. Ahora cumplid con vuestra misión. No regreséis. Vuestra forma es la adecuada para vuestro cometido. Cumpliréis con vuestro deber.»

Locura se había convertido en una pequeña nave atestada de instrumental miniaturizado.

Finsternis se había convertido en un cubo más negro que las tinieblas.

Samm se había convertido en un hombre, pero un hombre ramas visto en la Tierra. Tenía un cuerpo de metal que imitaba forma humana hasta el último detalle. Se pretendía que los enemigos, fueran quienes fuesen, tuvieran un terrible atisbo de forma humana, la voz humana. Tenía doscientos metros de altura y era tan fuerte y sólido que podía recorrer el espacio con sólo usar los propulsores del cinturón.

La Instrumentalidad los había diseñado a los tres, y los había hecho bien.

Los había diseñado para hacer frente a una insensata amenaza de más allá de las estrellas, una amenaza que no daba pistas de su tecnología ni su origen, pero que respondía a la señal «hombre» con un bloqueo y un parloteo: «¡Come, come! ¡Hombre, hombre! ¡Bueno para comer!»

Era suficiente.

La Instrumentalidad había tomado medidas. Y los tres —la nave, el cubo y el gigante de metal— volaban por entre los astros para conquistar, aterrar o destruir la amenaza que vivía en el tercer planeta de Linschoten XV. O, en caso necesario, para apagar el sol.

Locura, que se había convertido en nave, era la más inconstante de los tres.

Había sido una bella mujer.

2

—Fuiste una bella mujer —había dicho Samm años antes— ¿Cómo terminaste siendo una nave?

—Me maté —respondió Locura—. Por eso adopté este nombre... Locura. Tenía una larga vida por delante, pero me suicidé y me reanimaron a último momento. Cuando descubrí que estaba viva, me ofrecí para una aventura peligrosa. Me ofrecieron ésta. Bien, yo lo pedí, ¿verdad?

—Tú lo pediste —admitió gravemente Samm. En el centro de la nada, en el corazón de ninguna parte, la cortesía era aún el lubricante que engrasaba las relaciones humanas. Ambos se trataban con cortesía y amabilidad. A veces incluso añadían una pizca de humor.

Finsternis no participaba en las charlas ni compartía la camaradería. Ni siquiera verbalizaba sus respuestas. Simplemente les daba a conocer su evaluación de las circunstancias, y en esta ocasión, como en todas las anteriores, la respuesta fue: «Negativo. Operación prescindible. Comunicación no funcional. No necesaria aquí. Silencio, por favor. Mato soles. Eso hago. Esa es mi misión. Sólo mía.» Comunicó todo esto con un único y terrible pensamiento, de modo que Locura y Samm desistieron de incluir a Finsternis en las conversaciones que iniciaban una vez cada siglo subjetivo y continuaban durante años.

Finsternis simplemente los acompañaba a varios kilómetros de distancia, pero dentro de su radio de percepción. Como compañía, Finsternis era casi inexistente.

Samm continuó la conversación que habían entablado tantos cientos de veces desde que la nave de planoforma los había depositado «cerca» de Linschoten XV para que siguieran el viaje por su cuenta. (Si la amenaza era auténtica, la Instrumentalidad no tenía intención de permitir que una nave de planoforma cayera en manos de una forma de vida extraña que quizá disponía de una capacidad de combate hipnótica. Por eso la nave, el cubo y el gigante fueron lanzados al espacio normal a alta velocidad, equipados con propulsores para corregir el curso, y librados a su propia suerte ante el peligro.)

Samm empezó, como hacía siempre:

—Fuiste una bella mujer, Locura, pero quisiste morir. ¿Por qué?

—¿Por qué quiere morir la gente, Samm? Es el poder que hay en nosotros, esa vitalidad que siempre nos hace desear demasiado. La vida siempre tiembla al borde de la desilusión. Si no hubiéramos sido vitales, codiciosos, lujuriosos y ansiosos, si no hubiéramos tenido grandes pensamientos y no hubiéramos deseado albergar pensamientos mayores, habríamos seguido siendo animales, como todas esas pequeñas criaturas de la Tierra. La vida fuerte es la que nos acerca a la muerte. No podemos soportar la belleza de todo ello, la cercanía de lo que queremos, la lejanía de lo que no podemos conseguir. Ahora, tú y yo y Finsternis somos monstruos que vuelan entre las estrellas. Sin embargo, somos más felices que cuando estábamos entre la gente. Yo era una bella mujer, pero ansiaba ciertas cosas. Las deseaba para mí. Para mí sola. Sólo para mí. Cuando no pude conseguirlas, quise morir. Si hubiera sido más estúpida o más feliz, habría seguido viviendo. Pero no lo hice. Fui yo, y viví intensamente. Por eso estoy aquí. Ni siquiera sé si tengo un cuerpo o no, dentro de esta nave. Me conectaron a sensores, visores y ordenadores. A veces creo que quizás aún sea una adorable mujer, con un cuerpo real oculto en algún rincón de esta nave, esperando para salir y ser de nuevo una persona. Y tú, Samm, ¿no quieres hablarme de ti? Samm. SAMM. Ni siquiera nombre de persona. Sistema Automático de Medición Modular. ¿Qué eras antes de que te dieran ese gran cuerpo? Al menos aún te pareces a una persona. No eres una nave, como yo.

—Mi nombre no importa, Locura. Si te lo dijera, no lo reconocerías. No me conociste nunca.

—¿Cómo saberlo? —exclamó ella—. Yo tampoco te he dicho el mío, así que quizá nos conocimos en la Vieja Tierra, ido aún éramos personas.

—Algo en la forma de las palabras, en la vibración de los pensamientos, me lo dice aun aquí, en medio de la nada. Eras una dama, quizá de alta cuna. Eras bella de veras. Eras importante. Y yo era un técnico. Un buen técnico. Hacía mi trabajo y amaba a mi familia; mi esposa y yo éramos felices con todos los niños que los señores nos daban en adopción. Pero mi esposa murió primero. Y al cabo de un tiempo mis hijos, mi maravilloso niño y mis dos hermosas e inteligentes niñas, no pudieron soportarme más. Dejé de gustarles. Quizá yo hablaba demasiado. Quizá les daba demasiados consejos. Quizá les recordaba a su madre muerta. No sé. No lo sabré nunca. No querían verme. Por educación, me mandaban felicitaciones en mi cumpleaños. Por cortesía formal, me llamaban a veces. De vez en cuando, uno de ellos quería algo. Luego venían a mí, pero sólo para pedir cosas. Tardé un tiempo en comprenderlo, pero yo no había hecho nada. No era por lo que hubiera hecho o no. Simplemente, habían dejado de quererme. Tú conoces las canciones, las óperas y los cuentos, Locura, las conoces todas.

—No todas —pensó Locura, suavemente—, no todas. Sólo unos miles.

—¿Alguna vez viste una —exclamó enérgicamente Samm— que tratara de un padre rechazado? Todas hablan de hombres y mujeres, el amor y el sexo, pero te digo que el rechazo duele aunque no pides nada de tus seres queridos, excepto su compañía, felicidad y sus meras sonrisas. Cuando supe que mis hijos no sabían qué hacer conmigo, yo tampoco lo supe. La Instrumentalidad publicó ese aviso y me presenté como voluntario.

—Pero ahora estás bien, Samm —dijo Locura dulcemente—. Yo soy una nave y tú eres un gigante de metal, pero estamos realizando una tarea importante para toda la humanidad. Correremos aventuras juntos. Ni siquiera ese negro protestón —añadió, aludiendo a Finsternis— puede privarnos de la excitación de la amistad y la esperanza del peligro. Estamos haciendo algo maravilloso, importante y estimulante. ¿Sabes qué haría si recobrara mi vida, mi vida común, con piel, uñas, pelo y demás?

—¿Qué? —preguntó Samm, aunque sabía muy bien la respuesta, pues habían hablado de ello cientos de veces.

—Tomaría baños. Cientos y cientos de baños. Duchas, zambullidas en estanques fríos, inmersiones en bañeras calientes, enjuagues y más duchas. Y me arreglaría el pelo una y otra vez, de miles de maneras. Y me pondría carmín, elegiría los colores más provocativos, aunque nadie me viera, tan sólo para mí. Ahora apenas recuerdo en qué consistía estar seca o mojada. Estoy en esta nave y veo la nave y ya no sé si sigo siendo una persona o no.

Samm calló, pues sabía qué diría ella a continuación.

—¿Qué harías tú, Samm? —preguntó Locura.

—Nadar.

—¡Entonces nada, Samm, nada! Nada para mí en el espacio interestelar. Aún tienes un cuerpo; yo no, pero puedo mirarte y sentir cómo nadas en medio del vacío.

El enorme Samm empezó a nadar en crol australiano, sumergiendo la cabeza como si allí hubiera agua. Los gestos no alteraban su desplazamiento real, pues todos ellos seguían la rápida trayectoria computerizada en el punto en que habían salido de la nave de la Instrumentalidad y habían enfilado por el espacio normal hacia la estrella catalogada como Linschoten XV.

Esta vez ocurrió algo repentino y extraño.

Desde el oscuro y sombrío silencio del cubo Finsternis, llegó un grito claro, pronunciado con nítido lenguaje humano:

¡Basta! Deja de moverte. Ataco.

Samm y Locura disponían de instrumental para analizar los latos del espacio circundante. Los instrumentos no indicaban nada. Pero Locura se sentía rara, como si algo hubiera fallado en su personalidad de nave, que parecía tan sólida, tan fiable e inalterable.

Dirigió un pensamiento inquisitivo hacia Samm, pero sólo recibió otra orden de Finsternis:
No pienses.

3

El cuerpo descomunal de Samm flotaba como un hombre muerto.

Locura se desplazaba junto a su mano como una fruta.

Al fin llegaron las palabras de Finsternis:

—Ahora podéis pensar, si queréis. Podéis seguir parloteando. He terminado.

Samm le dirigió un pensamiento turbado y confuso.

—¿Qué ha sucedido? Tenía la sensación de que la inmaculada red del espacio se contraía en un pliegue compacto. Sentí que hacías algo, y luego nos volvió a rodear el silencio.

—Hablar no es operativo y no se me exige —declaró Finsternis—. Pero aquí sólo estamos nosotros tres, así que será mejor que os cuente qué ha ocurrido. ¿Me oyes, Locura?

—Sí —contestó ella débilmente.

—¿Nos dirigimos al tercer planeta de Linschoten XV? —preguntó Finsternis.

Locura comprobó sus indicadores, que eran más complejos y refinados que los de sus compañeros, pues ella era la unidad de mantenimiento.

—Sí —respondió al fin—. Estamos en la ruta correcta. No sé qué ha pasado, si pasó algo.

—Ya lo creo que ha pasado —declaró Finsternis, con la complacida ferocidad de una persona cuya naturaleza cruel solamente se satisface al enfrentar y vencer la hostilidad en la vida real.

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