Los señores de la instrumentalidad (134 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Entró por la puerta norte de Kaheer.

1

Casher entró en Mizzer ataviado con el uniforme de un técnico médico de las fuerzas militares de Wedder. Había asumido el aspecto y el nombre de un muerto llamado Bindaoud. Las únicas armas de Casher eran las manos, y las movía libremente al andar. Sólo su aplomo y la resuelta armonía con que daba cada paso delataban sus intenciones. Las muchedumbres de la calle lo veían pasar pero no llamaba la atención. Miraban a un hombre sin advertir que estaban contemplando el avance de la historia por las calles. Casher O'Neill había entrado en la ciudad de Kaheer; sabía que lo seguían. Lo sentía.

Miró alrededor.

En sus muchos años de lucha en planetas extraños había aprendido a hacer frente a un sinfín de peligros. Sabía lo que era estar alerta. Lo seguía un
suchesache.
En ese momento el
suchesache
había adoptado la forma de un niño tonto de ocho años. Dos hilillos de mucosidad le colgaban de la nariz. Tenía los labios entreabiertos, listos para soltar un grito áspero e idiota, y los ojos desencajados. Casher O'Neill sabía que era un niño y no era un niño. Era un dispositivo de caza y búsqueda empleado a menudo por los jefes policiales cuando intentaban convertirse en reyes o tiranos, un dispositivo que cambiaba de forma —niño, mariposa, pájaro— y se movía con el
suchesache
observando a la víctima: la vigilaba, callaba, la seguía. Casher odiaba el
suchesache
y estaba tentado de arrojarle todos los poderes de su extraña mente, para que el niño muriera y la máquina que ocultaba en su interior se desactivara. Pero sabía que eso provocaría un torrente de fuego y derramamiento de sangre. Había visto sangre en Kaheer mucho tiempo atrás; no quería verla de nuevo.

En cambio, detuvo su marcha cadenciosa. Se volvió "sereno y afable y se dirigió a la insidiosa máquina que había dentro del niño:

—Acompáñame. Iré directamente al palacio y te gustará verlo.

La máquina, así enfrentada, no tuvo otra opción.

El niño idiota cogió la mano de Casher, quien se las ingenió para reanudar la dura marcha que había marcado sus años mientras estrujaba la mano del niño demente. Casher aún sentía que la máquina lo vigilaba desde los ojos del niño. No le importaba. No temía a las armas; podía detenerlas. No temía al veneno; podía resistirlo. No temía al hipnotismo; podía tolerarlo y rechazarlo. No temía al miedo; había estado en Henriada. Había atravesado el espacio tres. No le quedaba nada que temer.

Fue directamente al palacio. El mediodía relucía bajo el sol amarillo y brillante que surcaba los cielos de Kaheer. Las paredes blanqueadas conservaban los arabescos que habían lucido durante miles de años. Sólo en la puerta lo detuvieron, pero el centinela titubeó cuando Casher habló:

—Soy Bindaoud, leal servidor del coronel Wedder, y éste es un niño vagabundo a quien me propongo curar para dar a muestro buen coronel Wedder una cabal demostración de mis poderes.

El centinela pronunció unas palabras frente a una cajita que había en la pared.

Casher obtuvo el permiso para pasar. El
suchesache
trotaba junto a él. Casher se sentía feliz mientras recorría los pasillos suntuosamente alfombrados por donde circulaban militares y civiles. Éste no era el palacio de Wedder, aunque el coronel vivía allí. Era su propio palacio. Casher había nacido allí. Lo conocía. Conocía cada rincón.

Los años habían provocado muy pocos cambios. Casher dobló a la izquierda y salió a un patio abierto. Olió el agua salada, la arena y los caballos. Suspiró ante esos aromas familiares que le daban una amable bienvenida. Giró de nuevo hacia la derecha y subió las altas escaleras. Cada escalón estaba cubierto por una alfombra diferente.

Su tío Kuraf se había erguido en lo alto de esas mismas escaleras cuando le traían hombres y mujeres, niños y niñas destinados a ser juguetes de sus malvados placeres. Kuraf estaba demasiado gordo para bajar las escaleras y recibirlos. Los cautivos siempre subían hasta él y entraban en su antro de perversión. Casher subió las escaleras y dobló a la izquierda. Ahora no había antro de perversión.

Era el despacho del coronel Wedder. Casher había llegado. Qué extraño era llegar a ese despacho, blanco de todos sus afanes, objetivo febril que su sed de venganza había buscado por todo el universo hasta enloquecerlo. Había pensado en bombardear ese despacho desde el espacio exterior, en cortarlo con el fino arco de un rayo láser, en envenenarlo con sustancias químicas, en atacarlo con tropas. Había pensado en derramar fuego o agua sobre el edificio. Había soñado con liberar Mizzer —aun al precio de la adorable ciudad de Kaheer— encontrando un pequeño asteroide para lanzarlo, en una tragedia interplanetaria, contra la ciudad misma. Y la ciudad, bajo el estrépito del impacto, habría ardido en una incandescencia termonuclear y se habría convertido en un lago de veneno en el vértice de los Doce Nilos. Casher había pensado en mil modos de entrar en la ciudad y destruir la ciudad, tan sólo para destruir a Wedder. Ahora estaba aquí. También Wedder.

Wedder no sabía que Casher O'Neill había regresado.

Wedder ni siquiera sabía en qué se había convertido Casher O'Neill: el amo del espacio, el viajero que se trasladaba sin naves, el vehículo de dispositivos más extraños de lo que nadie había imaginado en Mizzer.

Calmo, tranquilo, callado, seguro de sí, la devastación que era Casher O'Neill entró en la antecámara de Wedder. Con mucha discreción, pidió hablar con Wedder.

El dictador no tenía trabajo.

Había cambiado poco desde la última vez que Casher lo había visto: lo encontró quizás un poco más viejo, un poco más gordo, un poco más sabio. Casher no estaba seguro. Cada fibra de su cuerpo se encontraba alerta. Estaba dispuesto a cumplir la tarea por la cual habían clamado los años-luz, por la cual habían girado los mundos, y sabía que al cabo de un instante se habría cumplido. Se dirigió a Wedder con una sonrisa recatada y firme.

—Tu servidor, el técnico Bindaoud, señor y coronel —saludó Casher O'Neill.

Wedder lo miró con extrañeza. Extendió la mano. Al tocar a Casher, Wedder pronunció las últimas palabras que habría de decir por su cuenta. Mientras le estrechaba la mano, Wedder habló con voz extraña:

—¿Quién eres?

Casher había soñado que diría: «Soy Casher O'Neill, que ha recorrido distancias inimaginables para castigarte»; o «Soy Casher O'Neill, y durante años he surcado las rutas estelares para provocar tu destrucción». E incluso había soñado que diría:

«Ríndete o muere, Wedder, tu hora ha llegado.» A veces había soñado otra solución: «Mira, Wedder» y le mostraría el cuchillo con el cual tomaría su sangre.

Pero en la culminación no ocurrió nada de eso. El niño idiota, que tenía una máquina dentro, se quedó tranquilo.

Casher O'Neill tomó la mano de Wedder y sólo dijo:

—Tu amigo.

Al decirlo, hurgaba arriba y abajo. Sentía ojos interiores dentro de su cabeza, ojos que no se movían dentro de las órbitas, ojos que él no tenía y con los cuales sin embargo veía. Eran los ojos de su percepción. Pronto dominó la anatomía de Wedder, trabajando mediante telequinesia, estrujando una arteria aquí, pellizcando una glándula allá. Aquí, endurecer el tejido por donde pasaban las sustancias de determinada segregación endocrina. En menos tiempo del que tardaría un médico en describir el proceso, había modificado a Wedder. El coronel estaba sintonizado como una radio con los mandos cambiados, como una nave espacial con las láminas de navegación alteradas.

Casher había realizado un trabajo menos complicado del que lleva a cabo cualquier piloto durante un aterrizaje; pero lo había hecho dentro del sistema bioquímico de Wedder. Y los cambios que había provocado eran irreversibles.

El nuevo Wedder era el antiguo Wedder. La misma mente, la misma voluntad, la misma personalidad. Pero sus permutaciones eran distintas. Y su talante ya era ligeramente distinto. Más benigno, más tolerante, más calmo, más humano. Incluso un poco corrupto, cuando dijo con una sonrisa:

—Te recuerdo, Bindaoud. ¿Puedes ayudar a ese niño?

El presunto Bindaoud acarició al niño, que se echó a llorar de dolor y conmoción. Se enjugó la nariz sucia y el labio superior con las mangas. Los ojos se le despejaron. Comprimió los labios. Su mente ardió en un fogonazo mientras sus antiguos y gastados canales dejaban de ser idiotas para asumir la normalidad. La máquina
suchesache
supo que no tenía nada que hacer y huyó en busca de otro refugio. El niño, que ahora tenía un cerebro normal pero todavía sin las palabras necesarias, sin educación, se quedó allí, hipando de alegría.

—Notable —dijo Wedder afablemente—. ¿Es todo lo que tienes que mostrarme?

—Todo —dijo Casher O'Neill—, tú no eras él.

Dio la espalda a Wedder sin el menor temor.

Sabía que Wedder nunca mataría a otro hombre.

Casher se detuvo en la puerta y miró hacia atrás. La postura de Wedder le indicaba que había hecho lo que tenía que hacer: los cambios que había sufrido el hombre superaban al hombre mismo. El niño que había perdido el
suchesache
, repentinamente asustado, lo siguió por instinto.

Los coroneles y los oficiales del Estado Mayor no sabían si cuadrarse o cabecear cuando vieron a su jefe de pie en la puerta, y saludaron a Casher O'Neill con imprevista amabilidad mientras Casher bajaba por los anchos escalones alfombrados, seguido por el niño. Al pie de la escalera, Casher miró por última vez al enemigo que casi se había convertido en una parte de sí mismo. Allí estaba Wedder, el hombre de sangre. Casher O'Neill acababa de vengar la sangre, de rehacer el pasado, de remodelar el futuro. Mizzer se dirigía hacia la amplitud y la libertad de que había disfrutado en tiempos de la vieja República de los Doce Nilos. Siguió andando, pasando por un pasillo a otro y tomando atajos hacia los patios, hasta que llegó a las puertas del palacio. El centinela presentó armas.

—Descanso —dijo Casher. El hombre bajó el arma.

Casher se detuvo frente al palacio, el palacio que había pertenecido a su tío, que le había pertenecido a él, que había formado parte de él mismo. Respiró el nítido aire de Mizzer. Miró los claros cielos azules que siempre había amado. Miró el mundo al cual había prometido volver, con justicia, con venganza, con trueno, con poder. Gracias a los extraños y sutiles poderes que había adquirido de T'ruth, la niña-tortuga, oculta en la atmósfera tormentosa de Henriada, no había tenido que luchar.

Casher se volvió hacia el niño.

—Soy una espada que ha vuelto a la vaina. Soy una pistola sin balas. Soy una punta de alambre sin batería. Soy un hombre, pero estoy muy vacío.

El niño emitió sonidos estrangulados y confusos, como si intentara pensar, ser él mismo, compensar todo el tiempo perdido en la idiotez.

Casher actuó por impulso. Curiosamente, dio al niño la lengua nativa de Kaheer. Sintió que los músculos, los hombros, el cuello, los dedos se le tensaban mientras se concentraba en las artes que había aprendido en el palacio de Beauregard, donde la niña T'ruth gobernaba casi eternamente en nombre del señor y propietario Murray Madigan. Tomó las artes y recuerdos que buscaba. Aferró al niño de los hombros con firmeza. Atisbo los ojos asustados y sollozantes y, en un solo borbotón de pensamiento, transmitió al niño el habla, las palabras, los recuerdos, la ambición, las aptitudes. El niño se quedó obnubilado.

—¿Quién soy? —le preguntó al fin.

Casher no pudo responderle. Le palmeó el hombro y le dijo:

—Ve a la ciudad y averígualo. Yo tengo otra misión. Debo averiguar quién soy yo. Adiós, y que la paz sea contigo.

2

Casher recordó que su madre aún vivía allí. A menudo la había olvidado. Habría sido más fácil olvidarla. Se llamaba Trihaep, y era hermana de Kuraf. Si Kuraf había sido corrupto, ella había sido virtuosa. Si Kuraf a veces se mostraba agradecido, ella se había comportado de forma frugal y habilidosa. Si Kuraf, con todos sus males, había llegado a tolerar hombres, cosas e ideas, ella había conservado el sistema de valores que le habían inculcado sus padres.

Casher O'Neill hizo algo que nunca imaginó que haría. Ni siquiera había pensado en hacerlo. Era demasiado simple. Volvió al hogar.

Ante las puertas de la casa, la vieja criada de su madre lo reconoció a pesar de los cambios.

—Creo que estoy viendo a Casher O'Neill —dijo la mujer, con la voz transida de emoción.

—Uso el nombre de Bindaoud —advirtió Casher—, pero soy Casher O'Neill. Déjame entrar y comunica a mi madre que estoy aquí.

Entró en los aposentos de su madre. Aún conservaban los viejos muebles, las lujosas chucherías de cien siglos de antigüedad, las viejas pinturas y los viejos espejos, con todos los personajes muertos que él no había conocido, representados por sus imágenes y sus recordatorios. Se sintió tan incómodo como cuando era niño y visitaba esa misma habitación, antes de que su tío lo llevara al palacio.

Su madre entró. No había cambiado.

Por un instante, Casher pensó que ella le tendería los brazos y exclamaría, con pasión deliberadamente moderna: «¡Mi niño! ¡Amor mío! ¡Ven a mí!»

Pero no ocurrió nada de esto.

Su madre lo miró con frialdad, como si fuera un extraño.

—No pareces mi hijo —le dijo—, pero supongo que lo eres. Ya causaste muchos problemas en otros tiempos. ¿Vas a hacer lo mismo ahora?

—No causo problemas por maldad, madre, y nunca lo he hecho, a pesar de lo que pienses de mí. Hice lo que tenía que hacer. Hice lo correcto.

—¿Traicionar a tu tío fue correcto? ¿Abandonar a tu familia fue correcto? ¿Humillarnos fue correcto? Debes de estar loco para hablar así. Oí decir que eras un vagabundo, que corrías grandes aventuras y habías visto muchos mundos. Para mí no has cambiado. Eres un viejo. Pareces casi tan viejo como yo. Tuve un niño una vez, pero no puedes ser tú. Tú eres un enemigo de la casa de Kuraf O'Neill. Eres una de las personas que la derribaron sangrientamente. Pero ellos vinieron desde fuera con sus principios, sus ideas y sus sueños de grandeza. Y tú robaste desde dentro, como un cobarde. Abriste las puertas para dejar entrar la ruina. ¿Cómo quieres que te perdone?

—No pido tu perdón, madre. Ni siquiera te pido comprensión. Tengo otros sitios adonde ir y otras cosas que hacer. La paz sea contigo. —Ella lo miró en silencio, desconcertada—. Mizzer te resultará un sitio más grato para vivir —continuó Casher—, pues esta mañana he hablado con Wedder.

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