Los señores de la instrumentalidad (137 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Entraron a un paseo de dos pisos de altura; a cada lado del pasillo se alineaban tiendas que exhibían tesoros de todos los mundos. Los precios estaban marcados en cada artículo, pero no había nadie en los puestos.

Desde un fresco comedor llegaba un aroma a buena comida.

—Venid a mi despacho a tomar una copa. Me llamo Howard.

—Es un nombre de la Vieja Tierra —comentó Casher.

—En efecto —dijo Howard—. Yo vine aquí desde la Vieja Tierra. Buscaba el mejor de todos los lugares, y tardé mucho tiempo en encontrarlo. Helo aquí: la Kermesse Dorgüeil. Aquí sólo disfrutamos de placeres simples y limpios; sólo tenemos los vicios que ayudan y estimulan. Logramos lo posible; rechazamos lo imposible. Vivimos la vida, no la muerte. Hablamos de hechos reales y no de ideas. La Ciudad de los Perfectos sólo nos provoca desdén. Y los santurrones que afirma tener Esperanza Sin Esperanza y sólo practican religiones malignas nos dan lástima. Yo también atravesé todos esos lugares, aunque tuve que sortear la Ciudad de los Perfectos. Sé lo que son; vengo desde la Tierra, y si vengo desde la vieja Tierra sé de qué hablo. Creedme.

—Yo también he estado en la Tierra —espetó secamente Casher—. No es tan extraordinaria.

El hombre se quedó atónito.

—Mi nombre es Casher O'Neill —declaró Casher.

El hombre se detuvo y lo saludó con una reverencia.

—Si eres Casher O'Neill, has cambiado este mundo; has regresado, mi amo y señor. Bienvenido. Ya no somos tus anfitriones. Ésta es tu ciudad. ¿Qué deseas de nosotros?

—Echar un vistazo, descansar, pedir indicaciones para el viaje.

—¿Indicaciones? ¿Quién pide indicaciones para irse de aquí? La gente pide referencias en mil sitios para llegar a Kermesse Dorgüeil.

—No discutamos esto ahora. Muéstranos las habitaciones, pues queremos asearnos. Cuartos separados.

Howard subió. Con un complicado gesto, abrió dos cuartos.

—A tu servicio —dijo—. Si me necesitas, llámame. Puedo oírte desde cualquier parte del edificio.

Casher llamó una vez para pedir ropa de dormir, cepillos de dientes, artículos para afeitarse. Insistió en que enviaran a la masajista, mujer que al parecer era de origen terráqueo, para atender a P'alma; aunque la mujer-perro llamó a la puerta de Casher y le pidió que no la abrumara con tantas atenciones.

—Eres tú quien me ha ayudado con tu profunda gentileza —le agradeció Casher—. Yo te ayudo muy poco.

Merendaron en el jardín que había justo debajo de sus cuartos, y luego fueron a dormir.

En la mañana del segundo día fueron con Howard a la ciudad para ver qué encontraban.

La ciudad rebosaba felicidad. La población no era muy numerosa, veinte o treinta mil habitantes a lo sumo.

En un momento, Casher se detuvo al oler ozono quemado. Ese olor impregnaba el ambiente, y eso sólo significaba una cosa: naves espaciales que entraban o salían.

—¿Dónde está el puerto espacial para la Tierra? —preguntó.

Howard le dirigió una mirada aguda.

—Si no fueras Casher O'Neill, no te lo revelaría. Tenemos un pequeño puerto espacial, así evitamos el tráfico con Mizzer. ¿Lo necesitas?

—Ahora no —dijo Casher—. Sólo me preguntaba dónde estaba.

Se encontraron con una mujer que bailaba al son de dos arcaicas guitarras. Los pies de la bailarina no tenían la risa del baile común, sino la solidez y la compulsión de un significado. Howard la miró complacido, pasándose la punta de la lengua por el labio superior.

—Aún no hemos hablado con ella —dijo Howard—. Y sin embargo es una mujer excepcional. Una dama que renunció a la Instrumentalidad.

—Es de veras excepcional. ¿Cómo se llama?

—Celalta —respondió Howard—. Celalta, la otra. Ha estado en muchos mundos, quizás en tantos como tú. Se ha enfrentado a peligros, como tú. Y, oh amo y señor, perdona mis palabras, pero cuando la veo bailar, y compruebo cómo la miras, llego a predecir el futuro. Y os veo a los dos muertos y juntos, y los vientos os arrancan la carne de los huesos. Y vuestros esqueletos son anónimos y blancos, y yacen a dos valles de esta ciudad.

—Extraña profecía, en verdad —dijo Casher—. Especialmente viniendo de alguien que no parece ser muy poético. ¿Qué es eso?

—Me parece verte en el Hondo Lago Seco de la Maldita Irene. De aquí sale un camino que conduce hasta allí, y algunas personas van, no muchas. Cuando llegan allí mueren, no sé por qué. No me lo preguntes.

—Es el camino del Altar de los Altares —explicó P'alma—. Es el lugar del Quel. Averigua dónde comienza.

—¿Dónde empieza ese camino? —preguntó Casher.

—Oh, ya lo sabrás. No hay nada que no puedas averiguar, disculpa, amo y señor. El camino empieza más allá de ese brillante techo anaranjado.

Señaló un edificio y dio media vuelta. Sin decir más, dio una palmada ante la bailarina, que le dirigió una mirada desdeñosa. Howard dio otra palmada; ella dejó de bailar y se le acercó.

—¿Qué quieres ahora, Howard?

Él saludó con una reverencia:

—Mi antigua dama, mi señora, he aquí el amo y señor del planeta, Casher O'Neill.

—En realidad no soy el amo y señor del planeta —advirtió Casher O'Neill—. Lo habría sido si Wedder no hubiera derrocado a mi tío.

—¿Eso debería importarme? —preguntó la mujer.

—No veo por qué —sonrió Casher.

—¿Quieres decirme algo?

—Sí —asintió Casher. Extendió la mano y la cogió por la muñeca, que era casi tan fuerte como la de Casher—. Has bailado tu última danza, al menos por ahora. Tú y yo iremos a un lugar que este hombre conoce. Dice que moriremos allí, y que el viento arrastrará nuestros huesos.

—¡Me das órdenes! —exclamó ella.

—Te doy órdenes.

—¿Con qué autoridad? —preguntó la bailarina con desdén.

—La mía.

Ella lo miró. Él sostuvo la mirada sin soltarle la muñeca.

—Tengo poderes —advirtió la mujer—. No me obligues a usarlos.

—Yo también tengo poderes. Nadie puede obligarme a usar los míos.

—Úsalos, no te tengo miedo.

Un fuego consumió a Casher cuando sintió la embestida de la mente de la bailarina, su ataque, su fuga hacia la libertad, pero siguió aferrándola por la muñeca y ella no dijo nada.

Casher respondió con su mente: desplegó los muchos mundos, la Vieja Tierra, el Planeta de las Gemas; Olimpia, de los arroyos ciegos; Henriada, el Planeta de las Tormentas, y mil otros sitios que la mayoría de la gente sólo conocía por leyendas y sueños. Y luego, sólo por un instante, le mostró quién era él, nativo de Mizzer que se había convertido en ciudadano del universo. Un luchador transformado en hacedor. Le hizo saber que en la mente poseía los poderes de T'ruth, la niña-tortuga, y también las personalidades de la Hechicera de Gonfalón. Le permitió ver naves que giraban en el cielo mientras luchaban contra la nada, porque su mente, u otra mente que se había vuelto suya, les había ordenado hacerlo.

Y con la conmoción de una visión repentina, Casher proyectó los dos maderos, la imagen del hombre agonizante. Y despacio, pero con la sencilla retórica de la fe profunda, declaró:

—Ésta es la invocación del Primer Prohibido y el Segundo Prohibido y el Tercer Prohibido. Éste es el símbolo del Signo del Pez. Por él abandonarás esta ciudad e irás conmigo, y quizá lleguemos a ser amantes.

—Y yo —dijo P'alma a sus espaldas—, me quedaré en esta ciudad.

Casher se volvió hacia ella.

—P'alma, si has llegado hasta aquí, tienes que ir más lejos.

—No puedo, mi señor, cumplo con mi deber paso a paso. Si las autoridades que me enviaron me necesitan, me mandarán de vuelta a lavar platos en Pontoppidan. De lo contrario, me dejarán aquí. Provisionalmente soy bella, rica y feliz, y no sé qué hacer conmigo misma, pero sé que te he visto hasta donde puedo verte. Que el Signo del Pez sea contigo.

Howard se mantenía aparte, sin ayudar ni interferir.

Celalta caminaba junto a Casher como un animal salvaje a guíen han capturado por primera vez.

Casher O'Neill no le soltaba la muñeca.

—¿Necesitamos alimentos para el viaje? —le preguntó a Howard.

—Nadie sabe lo que necesitáis.

—¿Deberíamos llevar comida?

—No veo por qué —dijo Howard—. Tenéis agua. Siempre podéis regresar a la ciudad si algo os va mal. En realidad no queda muy lejos.

—¿Me rescatarás?

—Si insistes en ello —dijo Howard—. Supongo que en alguna parte saldrá gente y te traerá de vuelta, pero no creo que insistas en ello: vas al Hondo Lago Seco de la Maldita Irene, y la gente que entra allí no quiere salir; no quiere comer; no quiere avanzar. Nunca hemos visto a nadie desaparecer por el otro lado, pero quizá tú lo consigas.

—Busco algo que es superior al poder de los mundos —anunció Casher—. Busco una esfinge mayor que la esfinge de la Vieja Tierra. Armas que cortan más que el láser, fuerzas que se mueven con mayor celeridad que las balas. Busco algo que me arrebatará el poder y me devolverá la simple humanidad. Busco algo que no será nada, pero una nada a la cual podré servir y en la cual creeré.

—Pareces ser el hombre apropiado para ese viaje —admitió Howard—. Id en paz, los dos.

—No sé quién eres —dijo Celalta—, mi señor, mi amo, pero he bailado mi última danza. Sé a qué te refieres. Éste es el camino que nos aleja de la felicidad. Es el camino que deja atrás la ropa lujosa y las cálidas tiendas. Allá donde vamos no hay restaurantes, ni hoteles, ni río. No hay creyentes ni incrédulos; pero hay algo que surge del suelo y hace morir a la gente. Pero si crees que tienes el poder para vencerlo, Casher O'Neill, iré contigo. Y si no lo crees, moriré contigo.

—Nos vamos, Celalta. Yo no sabía que seríamos sólo nosotros dos, pero nos vamos, ahora mismo.

10

Faltaban menos de dos kilómetros para atravesar el risco y dejar atrás los árboles, para alejarse del húmedo aire del río y entrar en el valle seco y tranquilo cuyo limpio y bendito silencio era un espectáculo nuevo para Casher.

Celalta estaba casi alegre.

—¿Es éste el Hondo Lago Seco de la Maldita Irene?

—Supongo que sí, pero propongo que sigamos caminando. No es muy grande.

Mientras caminaban, los cuerpos se les volvieron pesados; no cargaban sólo con su propio peso sino con la conciencia de cada mes de sus vidas. Les pareció buena la decisión de tenderse en el valle a descansar entre los esqueletos, descansar como habían hecho los demás. Celalta se desorientó. Se tambaleaba, y los ojos se le enturbiaron.

No en vano Casher O'Neill había aprendido todas las artes de batalla de mil mundos. No en vano había atravesado el espacio tres. El valle habría representado una tentación si él no hubiera recorrido el cosmos sólo con la mirada.

Lo había hecho. Conocía la salida. Sólo había que seguir. Celalta pareció revivir cuando llegaron a la cima del risco. El mundo entero se transformó de pronto por una diferencia de diez pasos. Detrás, a varios kilómetros, se veían los últimos tejados de Kermesse Dorgüeil. Detrás de los dos se extendían los esqueletos calcinados. Y delante...

Delante estaba la fuente y el misterio final, el Quel del Decimotercero Nilo.

11

No se veían casas, pero crecían frutas, melones y cereales. Había densas arboledas ante la boca de las cuevas, y aquí y allá quedaban rastros de gentes que habían estado allí mucho tiempo atrás. No se veían indicios de habitantes.

—Mi señor —dijo la ex dama Celalta—, mi señor, creo que es aquí.

—Pero aquí no hay nada.

—En efecto. La nada es la victoria, la nada es la llegada, el lugar es ninguna parte. ¿Entiendes ahora por qué ella nos dejó?

—¿Ella?

—Sí, tu fiel compañera, la mujer-perro P'alma.

—No, no lo entiendo. ¿Por qué nos dejó?

Celalta rió.

—En cierto modo somos Adán y Eva. No depende de nosotros recibir un dios o una fe. Lo que está en nuestras manos es hallar el poder y éste es el más apacible y el último de los lugares de búsqueda. Los otros eran meras fantasmagorías, azares en nuestro camino. El mejor modo de hallar la libertad no consiste en buscarla. De la misma manera, tú obtuviste vengarte plenamente de Wedder haciéndole un poco de bien. ¿No entiendes, Casher? Al fin has conseguido una victoria inmensa que hace inútiles todas las batallas. Aquí tenemos comida; incluso podemos regresar a Kermesse Dorgüeil si queremos ropa o compañía o si queremos enterarnos de las noticias. Pero ante todo, éste es el sitio donde siento la presencia del Primer Prohibido, el Segundo Prohibido y el Tercer Prohibido. Para ello no necesitamos una iglesia, aunque supongo que todavía hay templos en algunos planetas. Lo que necesitamos es un lugar para encontrarnos y ser nosotros mismos. No sé si esta oportunidad existe en muchos sitios además de éste.

—¿Quieres decir que todas partes es ninguna parte? —preguntó Casher.

—No exactamente. Nos costará algún trabajo poner este lugar en orden y alimentarnos. ¿Sabes cocinar? Bien, yo cocino mejor. Podremos coger frutos para comer, encerrarnos en esa caverna. Y además —aquí Celalta sonrió, y la belleza de su rostro sorprendió a Casher— nos tenemos el uno al otro.

Casher estaba, listo para la batalla, frente a la bailarina más bella que había conocido. Ella había formado parte de la Instrumentalidad, gobernadora de mundos, una auténtica influencia en el destino del hombre. Casher no sabía qué extraños motivos la habían impulsado a renunciar a la autoridad para viajar a este río recóndito que no figuraba en los mapas. Ni siquiera sabía por qué Howard los había unido tan pronto: tal vez había otra fuerza. Una fuerza detrás de esa mujer-perro, que lo había enviado a su destino final.

Miró a Celalta, contempló el cielo y al fin dijo:

—El día termina. Cazaré algunas aves si sabes cocinarlas. Es como si fuéramos Adán y Eva, pero no sé si estamos en el paraíso o en el infierno. Pero sé que estás conmigo, y que puedo pensar en ti porque no me pides nada.

—Es verdad, mi señor, nada pido de ti. Nos busco a ambos, no sólo a mí. Puedo hacer un sacrificio por ti, pero busco las cosas que sólo nosotros dos, en conjunto, podemos encontrar en este valle.

Él asintió con seriedad.

—Mira —añadió ella—, allí está el Quel, allá el Décimo-tercer Nilo brota de las rocas, y aquí se extienden los bosques. He oído hablar de ello. Bien, nos sobra tiempo. Encenderé el ruego, pero tú ve a cazar esas aves. Ni siquiera creo que sean silvestres. Creo que son sólo hombres-gallina que se han vuelto salvajes desde que sus dueños se marcharon...

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