Los señores de la instrumentalidad (112 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Habían llegado a un depósito cuyo tamaño hizo parpadear a Rod. La gran sala de recepción de Terrapuerto lo había dejado atónito; este recinto tenía el doble de tamaño. Estaba atiborrada de antiguos cargamentos que ni siquiera habían salido de las cajas de embalaje. Rod descubrió que algunos estaban destinados a mundos que ya no existían o habían cambiado de nombre; otros estaban destinados a la Tierra, pero nadie los había desempaquetado en cinco mil años o más.

—¿Qué es todo esto?

—Mercancías. Intercambio tecnológico. Alguien lo eliminó de los ordenadores, para evitarse complicaciones. Esto es lo que buscan las subpersonas y los robots, artefactos antiguos para el Redescubrimiento del Hombre. Uno de nuestros muchachos, una rata modificada con un cociente intelectual humano de 300, encontró algo marcado «Musée National». Era todo el Museo Nacional de la República de Malí, pues lo habían guardado dentro de una montaña cuando las antiguas guerras recrudecieron. Al parecer Mali no era importante como «nación», tal como llamaban a esas comunidades, pero tenía el mismo idioma que Francia, y suministró casi todo el material necesario para restaurar una especie de civilización francesa. China ha resultado difícil. Los chinos sobrevivieron más tiempo que ninguna otra nación, y tenían sus propios ladrones de tumbas, así que nos ha sido imposible reconstruir la China anterior a la era del espacio. No podemos modificar a las personas para transformarlos en chinos antiguos.

Rod se detuvo asombrado.

—¿Puedo hablarte aquí?

G'mell escuchaba con expresión distante.

—Aquí no. Hay momentos en que siento en la mente el suave contacto de un monitor. Dentro de un par de minutos podrás hablarme. Démonos prisa.

—¡Se me acaba de ocurrir la pregunta más importante de todos los mundos! —exclamó Rod.

—Pues bórrala de tu mente hasta que lleguemos a un lugar seguro —aconsejó G'mell.

En vez de tomar el gran pasillo que había entre las olvidadas cajas y paquetes, G'mell se metió entre dos bultos y se dirigió hacia la entrada del gran depósito subterráneo.

—Este paquete es
stroon
—señaló—. Lo perdieron. Podríamos usarlo si quisiéramos, pero le tenemos miedo.

Rod miró los nombres del paquete. Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan XXVI lo había enviado al puerto de Adaminaby, y de allí había ido a parar a Terrapuerto.

—Es de hace ciento veinticinco generaciones, y fue embarcado en la Finca de la Condenación. Mi granja. Creo que se convierte en veneno si se deja más de doscientos años. Nuestros militares tienen aplicaciones espantosas para él, cuando aparecen enemigos, pero los norstrilianos corrientes, cuando encuentran
stroon
viejo, siempre lo entregan a la Commonwealth. Le tenemos miedo. Claro que no se pierde a menudo. Es demasiado valioso y nos importa demasiado el dinero, con un impuesto de importación de veinte millones por ciento sobre cada objeto.

G'mell siguió adelante. Pasaron inesperadamente ante un pequeño robot que estaba sentado entre dos enormes pilas de libros. Tenía una lámpara adosada a la cabeza. Al parecer los leía uno por uno» pues al lado tenía una pila de notas más alta que él. El robot no los miró y ellos no lo interrumpieron.

Ante la pared, G'mell dijo:

—Ahora haz exactamente lo que te diga. ¿Ves el polvo en la base de este bulto?

—Sí.

—No debes tocarlo. Ahora mira. Saltaré desde la parte superior de esta caja a la de aquélla, sin mover el polvo. Luego quiero que saltes igual que yo y vayas por donde te señale, sin pensar siquiera. Yo te seguiré. No intentes ser cortés ni caballeroso, o lo echarás todo a perder.

Rod asintió.

G'mell saltó hasta una caja apoyada contra la pared. El pelo rojo no ondeó en el aire, pues se lo había recogido en un turbante antes de salir. Había pedido un mono para cada uno de ellos a los criados robot de la Dama Francés Oh. Tenían el aspecto de una pareja normal de gatos obreros.

O ella era muy fuerte o la caja muy liviana. De pie sobre la caja, la inclinó con mucho cuidado para que el polvo de la base no sufriera cambios, salvo en una dimensión microscópica. Un fulgor azul brotó más allá de la caja. Haciendo girar la muñeca con un ademán practicado muchas veces, G'mell indicó a Rod que saltara desde donde estaba a la caja inclinada, y desde allí hasta el fulgor azul. Parecía fácil, pero Rod se preguntó si la joven podría sostener el peso de ambos sobre la caja. Recordó que le habían ordenado no hablar ni pensar. Trató de recordar el filete de salmón que se había comido el día anterior. ¡Ese sería un buen pensamiento gatuno, por cierto, si un monitor le sondeaba la mente en ese instante! Saltó, vaciló en el borde inclinado de la segunda caja, y se escurrió por una puerta diminuta por la que apenas cabía. Al parecer estaba diseñada para cables, cañerías y mantenimiento, no para el uso humano habitual: era demasiado baja para permanecer de pie. Avanzó a rastras.

Oyó un ruido.

G'mell había entrado detrás de él, soltando la caja, que había vuelto a su posición anterior.

G'mell se arrastró hasta Rod.

—Andando —indicó.

—¿Aquí podemos hablar?

—¡Desde luego! ¿Tienes ganas? No es sitio para tertulias.

—Esa pregunta, esa gran pregunta —insistió Rod—. Tengo que hacerla. Las subpersonas cuidáis de las personas, pues preparáis sus nuevas culturas. Seréis los amos de los hombres.

—Sí —reconoció G'mell, y dejó que esa explosiva afirmación colgara en el aire.

Rod no supo qué decir. Era su idea brillante del día, y le sorprendió que G'mell fuera consciente de que las subpersonas se estaban convirtiendo en amos secretos.

Ella le miró la amigable cara y añadió con menos brusquedad:

—Hace tiempo que hemos comprendido esta situación. Algunos humanos también se dan cuenta, en particular el Señor Jestocost. No es ningún tonto. Y tú, Rod, encajas en la situación.

—¿Yo?

—No como persona, sino como cambio económico. Como fuente de poder no localizado.

—¿Quieres decir, G'mell, que tú también quieres usarme? No puedo creerlo. Sé reconocer a un embaucador, un oportunista o un ladrón. No pareces ser ninguna de las tres cosas. Eres buena de verdad. —Le tembló la voz—. Esta mañana hablaba en serio cuando te pedí que te casaras conmigo.

La delicadeza de la gata y la ternura de la mujer se combinaron en la voz de G'mell cuando ella respondió:

—Sé que lo decías en serio. —Se apartó un mechón de pelo de la frente con un delicado ademán—. Pero esta felicidad no es para nosotros. Y no soy yo quien te usa, Rod. No quiero nada para mí misma» pero deseo un buen mundo para el subpueblo. Y también para la gente. También para la gente. Los gatos os habíamos amado mucho antes de tener cerebro. Fuimos
vuestros
gatos por más tiempo del que nadie recuerda. ¿Crees que nuestra lealtad a la raza humana se iba a corromper sólo porque modificasteis nuestra forma y añadisteis una gran capacidad intelectual? Te amo, Rod, pero también amo a la gente. Por eso te llevo ante la Ese-I.

—¿Puedes decirme por fin qué es?

Ella rió.

—Este lugar es seguro. Es la Santa Insurrección. El gobierno secreto del subpueblo. Estamos en un lugar poco apropiado para hablar de ello, Rod. Ahora verás a la máxima autoridad.

—¿A todos ellos? —Rod estaba pensando en los jefes de la Instrumentalidad.

—No son ellos sino él. El A'telekeli. El pájaro que está bajo tierra. A'ikasus es uno de sus hijos.

—Si hay sólo uno, ¿cómo lo elegisteis? ¿Es como la reina británica, a quien perdimos hace tanto tiempo?

G'mell rió.

—No lo elegimos. El
creció y
ahora nos guía. Tu gente tomó un huevo de águila y trató de convertirlo en un hombre dáimono. El experimento falló y las personas tiraron el feto. Sobrevivió. Es Él. Es la mente más fuerte que hayas conocido. Ven. Éste no es un sitio apropiado para hablar, y todavía lo estamos haciendo.

Avanzó a rastras por el conducto horizontal, indicando a Rod que la siguiera.

Él la obedeció.

—G'mell, detente un instante.

Ella esperó a que Rod la alcanzara. Pensó que le pediría un beso, pues parecía muy preocupado y desamparado. Estaba preparada para un beso. Pero él la sorprendió cuando dijo:

—No puedo oler, G'mell. Por favor, estoy tan acostumbrado a oler que lo echo de menos. ¿Cómo huele este lugar?

Ella lo miró sorprendida y se echó a reír.

—Huele como un lugar subterráneo. Electricidad que se quema en el aire. Animales a lo lejos, con muchos olores. El viejo olor del hombre, muy tenue. Aceite de máquina y escapes sucios. Huele como una jaqueca. Huele como el silencio, como las cosas intocadas. ¿Entiendes?

Él asintió y continuaron.

Al final del conducto horizontal G'mell se volvió para decir:

—Todos los hombres mueren aquí. ¡Ven!

Rod iba a seguirla pero se detuvo.

—G'mell, ¿qué estás diciendo? ¿Por qué he de morir? No veo razón para ello.

Ella rió de felicidad.

—¡Tonto G'rod! Tú eres un gato, y puedes entrar en el lugar que ningún hombre ha pisado durante siglos. Ven. Cuidado con estos esqueletos. Hay muchos por aquí. Nos desagrada profundamente matar a gente verdadera, pero no siempre podemos ahuyentarla a tiempo.

Salieron a un balcón que daba sobre un depósito aún más enorme que el anterior. Allí había miles de cajas más. G'mell no prestó atención al espectáculo. Fue hasta el extremo del balcón y bajó por una delgada escalerilla de acero.

—¡Más trastos del pasado! —dijo, previendo el comentario de Rod—. Las gentes de arriba los han olvidado, y nosotros nos movemos entre ellos.

Aunque no podía oler el aire, a esta profundidad era denso, espeso, inmóvil.

G'mell no aminoró el paso. Avanzó entre los paquetes y tesoros que había en el suelo como si fuera una bailarina. Se detuvo al otro lado de la sala.

—Coge uno de éstos —ordenó.

Parecían enormes paraguas. Rod había visto paraguas en las imágenes que le había mostrado su ordenador. Éstos eran muy grandes comparados con los que había visto. Miró alrededor buscando lluvia. Después de su experiencia con Tostig Amar al, no quería más lluvia bajo techo. G'mell no comprendió la desconfianza de Rod.

—El conducto —explicó— no tiene controles magnéticos ni corriente de aire. Es sólo un tubo de doce metros de diámetro. Estos objetos son paracaídas. Saltamos al tubo con ellos y caemos flotando hasta abajo. Cuatro kilómetros. Está cerca del Moho.

Como Rod no se decidía a coger uno de los grandes paraguas, ella le entregó uno. Era muy liviano.

—¿Cómo saldremos? —preguntó Rod, parpadeando ligeramente.

—Un hombre-pájaro subirá por el tubo. Es un trabajo duro, pero pueden hacerlo. Asegúrate de que enganchas bien esa cosa a tu cinturón. Es una caída lenta, y no podremos hablar. Y además, está muy oscuro.

Rod obedeció.

Ella abrió una gran puerta. Detrás no parecía haber nada.

Ella agitó el brazo, abrió parcialmente el «paraguas», cruzó la puerta y desapareció. Rod atisbo por encima del borde. No vio nada. G'mell se había esfumado. No se oía nada salvo el susurro del aire y el ocasional chirrido mecánico de metal contra metal. Supuso que serían las puntas del armazón del paraguas rozando el borde del conducto en la caída.

Suspiró. Norstrilia era un sitio tranquilo y seguro comparado con éste.

Abrió el paraguas.

Siguiendo una extraña premonición, se quitó del oído el aparato para audir y linguar y se lo guardó en el bolsillo.

Ese acto le salvó la vida.

Su extraño altar

Rod McBan caía y caía. Gritó en la oscuridad húmeda y pegajosa, pero no hubo respuesta. Pensó en desprenderse del gran paraguas y dejarse caer para morir allá abajo, pero luego pensó en G'mell y comprendió que su cuerpo caería sobre la muchacha como una bomba. Se preguntó el porqué de tal desesperación, pero no alcanzaba a comprenderla. (Sólo después supo que había atravesado pantallas telepáticas de suicidio instaladas por el subpueblo. Estas pantallas, sintonizadas para la mente humana, estaban destinadas a extraer suciedad y desesperación del paleocórtex, la serie olor-mordisco-apareamiento de los animales olfativos que en otros tiempos hollaron la Tierra; pero Rod era bastante gatuno, aunque no demasiado, y además era telepáticamente subnormal, de modo que las pantallas no le hicieron lo que habrían hecho con cualquier hombre normal de la Tierra: convertirlo en un cadáver descoyuntado en el fondo del conducto. Ningún hombre había llegado jamás tan lejos, pero el subpueblo había resuelto que ninguno llegaría.) Rod se convulsionó en el arnés y al fin se desmayó.

Despertó en un cuarto relativamente pequeño, enorme según las pautas de los hombres pero mucho más pequeño que los depósitos que había atravesado durante el descenso.

Las luces eran brillantes.

Sospechó que el cuarto hedía, pero no pudo comprobarlo por carecer de olfato.

Un hombre hablaba.

—Nunca se da la Palabra Prohibida a menos que el hombre que la ignora la pida directamente.

—Recordamos. Recordamos —entonó un coro de voces—. Recordamos que recordamos.

El que hablaba era un gigante delgado y pálido. Tenía la cara de un santo muerto, pálida como alabastro, con ojos brillantes. Tenía cuerpo de hombre y de ave, hombre de las caderas para arriba, excepto por las alas enormes, limpias y blancas, de las que salían manos humanas. De las caderas para abajo tenía patas de pájaro que terminaban en córneos pies de ave, casi translúcidos, que se erguían con firmeza sobre el suelo.

—Lamento que hayas corrido este riesgo, señor y propietario McBan. Me informaron mal. Eres un buen gato por fuera pero aún sigues siendo un hombre humano interiormente. Nuestros dispositivos de seguridad te afectaron la mente y te pudieron haber matado.

Rod se levantó trabajosamente, mirando al hombre. Advirtió que G'mell era una de las personas que lo ayudaban. Cuando estuvo en pie, alguien le ofreció una jarra de agua muy fría. Bebió con avidez. Allí abajo hacía calor: una atmósfera rancia donde se notaba la presencia de máquinas cercanas.

—Yo soy A'telekeli —se presentó el hombre-pájaro—. Eres el primer humano que me ve en persona.

—Bendito, bendito, bendito, cuatro veces bendito es el nombre de nuestro líder, nuestro padre, nuestro hermano, nuestro hijo A'telekeli —cantó el subpueblo.

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