Los santos inocentes (12 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: Los santos inocentes
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no te lo tomes así, Azarías, carroña de ésa es lo que sobra, a las cuatro volveré a por ti, a ver si pinta mejor a la tarde,

pero al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas,

milana bonita, milana bonita,

repetía,

mientras el pájaro se le iba quedando rígido entre los dedos y, cuando notó que aquello ya no era un cuerpo sino un objeto inanimado, el Azarías se levantó del tajuelo y se acercó al cajón de la Niña Chica y, en ese momento, la Charito emitió uno de sus alardos lastimeros y el Azarías le dijo a la Régula, frotándose mecánicamente la nariz con el antebrazo,

¿oyes, Régula? la Niña Chica llora porque el señorito me ha matado la milana,

mas, a la tarde, cuando el señorito Iván pasó a recogerle, el Azarías parecía otro, más entero, que ni moquiteaba ni nada, y cargó la jaula con los palomos ciegos, el hacha y el balancín y una soga doble grueso que la de la mañana en la trasera del Land Rover, tranquilo, como si nada hubiera ocurrido, que el señorito Iván, reía,

¿no será esa maroma para mover el balancín, verdad Azarías?

Y el Azarías,

para trepar la atalaya es,

y el señorito Iván,

andando, a ver si quiere cambiar la suerte

y metió el coche en el carril, las ruedas en los relejes profundos, y aceleró mientras silbaba alegremente,

el Ceferino asegura por sus muertos que en la linde de lo del Pollo se movían anteayer unos bandos disformes,

pero el Azarías parecía ausente, la mirada perdida más allá del parabrisas, las chatas manos inmóviles sobre la bragueta sin un botón y el señorito Iván, en vista de su pasividad, comenzó a silbar una tonadilla más viva, pero así que se apearon y divisó el bando, se puso loco,

apura, Azarías, coño, ¿es que no las ves? hay allí una junta de más de tres mil zuritas, ¡la madre que las parió!, ¿no ves cómo negrea el cielo sobre el encinar?

y sacaba atropelladamente las escopetas, y el maletín de los cartuchos, y se ceñía a la cintura las bolsas de cuero y completaba los huecos del chaleco-canana,

aviva, Azarías, coño,

repetía,

pero el Azarías tranquilo, apiló los trebejos junto al Land Rover, depositó la jaula de los palomos ciegos al pie del árbol y trepó tronco arriba, el hacha y la soga a la cintura, y una vez en el primer camal, se inclinó hacia abajo, hacia el señorito Iván,

¿me alarga la jaula, señorito?

y el señorito Iván alzó el brazo, con la jaula de los palomos en la mano, y, simultáneamente, levantó la cabeza y, al hacerlo, el Azarías le echó al cuello la soga con el nudo corredizo, a manera de corbata, y tiró del otro extremo, ajustándola, y el señorito Iván, para evitar soltar la jaula y lastimar a los palomos, trató de zafarse de la cuerda con la mano izquierda, porque aún no comprendía,

¿pero qué demonios pretendes, Azarias? ¿es que no has visto la nube de zuritas sobre los encinares del Pollo, cacho maricón?

y así que el Azarías pasó el cabo de la soga por el camal de encima de su cabeza y tiró de él con todas sus fuerzas, gruñendo y babeando, el señorito Iván perdió pie, se sintió repentinamente izado, soltó la jaula de los palomos y

¡Dios!... estás loco... tú,

dijo ronca, entrecorradamente,

de tal modo que apenas si se le oyó y, en cambio, fue claramente perceptible el áspero estertor que le siguió como un prolongado ronquido y, casi inmediatamente, el señorito Iván sacó la lengua, una lengua larga, gruesa y cárdena, pero el Azarías ni le miraba, tan sólo sostenía la cuerda, cuyo cabo amarró ahora al camal en que se sentaba y se frotó una mano con otra y sus labios esbozaron una bobalicona sonrisa, pero todavía el señorito Iván, o las piernas del señorito Iván, experimentaron unas convulsiones extrañas, unos espasmos electrizados, como si se arrancaran a bailar por su cuenta y su cuerpo penduleó un rato en el vacío hasta que, al cabo, quedó inmóvil, la barbilla en lo alto del pecho, los ojos desorbitados, los brazos desmayados a lo largo del cuerpo, mientras Azarías, arriba, mascaba salivilla y reía bobamente al cielo, a la nada,

milana bonita, milana bonita,

repetía mecánicamente,

y, en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba.

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