Read Los santos inocentes Online
Authors: Miguel Delibes
mucho cuidado con esta letra; esta letra es un caso insólito, no tiene precedentes, amigos; esta letra es muda,
y Paco, el Bajo, pensó para sus adentros, mira, como la Charito, que la Charito, la Niña Chica, nunca decía esta boca es mía, que no se hablaba la Charito, que únicamente, de vez en cuando, emitía un gemido lastimero que conmovía la casa hasta sus cimientos, pero ante la manifestación del señorito Lucas, Facundo, el Porquero, cruzó sus manazas sobre su estómago prominente y dijo,
¿qué se quiere decir con eso de que es muda?, te pones a ver y tampoco las otras hablan si nosotros no las prestamos la voz, y el señorito Lucas, el alto, el de las entradas,
que no suena, vaya, que es como si no estuviera, no pinta nada,
y Facundo, el Porquero, sin alterar su postura abacial,
ésta sí que es buena, y ¿para qué se pone entonces?,
y el señorito Lucas,
cuestión de estética,
reconoció,
únicamente para adornar las palabras, para evitar que la vocal que la sigue quede desamparada, pero eso sí, aquel que no acierte a colocarla en su sitio incurrirá en falta de lesa gramática,
y Paco, el Bajo, hecho un lío, cada vez más confúndido, mas, a la mañana, ensillaba la yegua y a vigilar la linde, que era lo suyo, aunque desde que el señorito Lucas empezó con aquello de las letras se transformó, que andaba como ensimismado el hombre, sin acertar a pensar en otra cosa, y en cuanto se alejaba una galopada del cortijo, descabalgaba, se sentaba al sombrajo de un madroño y a cavilar, y cuando las ideas se le enredaban en la cabeza unas con otras como las cerezas, recurría a los guijos, y los guijos blancos eran la E y la I, y los grises eran la A, la O y la U, y, entonces, se liaba a hacer combinaciones para ver cómo tenían que sonar las unas y las otras, pero no se aclaraba y a la noche, confiaba sus dudas a la Régula, en el jergón e, insensiblemente, de unas cosas pasaba a otras y la Régula,
para quieto, Paco, el Rogelio anda desvelado,
y si Paco, el Bajo, insistía, ella
ae, para quieto, ya no estamos para juegos,
y, de súbito, sonaba el desgarrado berrido de la Niña Chica y Paco se inutilizaba, pensando que algún mal oculto debía de tener él en los bajos para haber engendrado una muchacha inútil y muda como la hache, que menos mal que la Nieves era espabilada, que a la Nieves, las cosas, él se había resistido a bautizaría con este nombre tan blanco, no le pegaba, vaya, siendo él tan cetrino y albazano, y hubiera preferido llamarla Herminia, como la abuela, o por otro nombre cualquiera, pero el verano aquel picaba un sol de justicia y don Pedro, el Périto, porfiaba que las temperaturas ni de noche bajaban de 35 grados, y que qué veranito, madre, que no se recordaba otro semejante, que se achicharraban hasta los pájaros, y la Régula, de por sí fogosa, plañía,
¡ay Virgen, qué calentura!, y que no corre una miaja de brisa ni de día ni de noche,
y después de abanicarse un rato cansinamente con un paipai, moviendo únicamente la falange del pulgar derecho, plano y aplastado como una espátula, añadía,
esto es un castigo, Paco, y yo le voy a pedir a la Virgen de las Nieves que termine este castigo,
pero la canícula no cedía y un domingo, sin comunicárselo a nadie, se llegó al Almendral, donde el Mago, y a la vuelta, le dijo a Paco,
Paco, el Mago me ha dicho que si esta barriga es hembra le diga Nieves, no vaya a ser que, por contrariar mi deseo, me salga la cría con un antojo,
y Paco recordó a la Niña Chica y se avino,
pues bueno, que sea Nieves,
pero la Nieves, que desde mocosa limpiaba la porquería de la impedida y le lavaba las bragas, no llegó a asistir a la escuela del Patronato porque por aquel entonces andaban ya en la Raya de lo de Abendújar y Paco, el Bajo, cada mañana, antes de ensillar, enseñaba a la muchacha cómo hacia la B con la A y la C con la A y la C con la I, y la muchacha, que era muy avispada, así que llegó la Z y le dijo,
la Z con la I hace CI,
respondió sin vacilar,
esa letra está de más, padre, para eso está la C,
y Paco, el Bajo, reía y procuraba inflar la risa, solemnizaría, remedando las carcajadas del señorito Lucas,
eso cuéntaselo a los académicos,
y, por las noches, implado de satisfacción, le decía a la Régula,
la muchacha esta ve crecer la hierba,
y la Régula, que ya por aquellos entonces se le había puesto pechugona, comentaba,
a ver, saca el talento suyo y el de la otra,
y Paco,
¿qué otra?,
y la Régula, sin perder su flema habitual,
ae, la Niña Chica, ¿en qué estás pensando, Paco?,
y Paco,
tu talento saca,
y empezaba a salirse del tiesto,
y ella,
ae, ponte quieto, Paco, los talentos no están ahí,
y Paco, el Bajo, dale, engolosinado, hasta que, inopinadamente, el bramido de la Niña Chica rasgaba el silencio de la noche y Paco se quedaba inmóvil, desarmado, y finalmente, decía,
Dios te guarde, Régula, y que descanses,
y, con los años, se le iba tomando ley a la Raya de lo de Abendújar, y al chamizo blanco con el emparrado, y al somero cobertizo, y al pozo, y al gigantesco alcornoque sombreándolo, y al rebaño de canchos grises desparramados por las primeras estribaciones, y al arroyo de aguas tibias con los galápagos emperezados en las orillas, pero una mañana de octubre, Paco, el Bajo, salió a la puerta, como todas las mañanas, y nada más salir, levantó la cabeza, distendió las aletillas de la nariz y
se acerca un caballo,
dijo,
y la Régula, a su lado, se protegió los ojos con la mano derecha a modo de visera y miró hacia el carril,
ae, no se ve alma, Paco,
mas Paco, el Bajo, continuaba olfateando, como un sabueso,
el Crespo es, si no me equivoco,
agregó,
porque Paco, el Bajo, al decir del señorito Iván, tenía la nariz más fina que un pointer, que venteaba de largo, y en efecto, no había transcurrido un cuarto de hora, cuando se presentó en la Raya, Crespo, el Guarda Mayor,
Paco, lía el petate que te vuelves al cortijo,
le dijo sin más preámbulos,
y Paco,
y ¿eso?,
que Crespo,
don Pedro, el Périto, lo ordenó, a mediodía bajará el Lucio, tú ya cumpliste,
y, con la fresca, Paco y la Régula, amontonaron los enseres en el carromato y emprendieron el regreso y en lo alto, acomodados entre los jergones de borra, iban los muchachos y, en la trasera, la Régula con la Niña Chica, que no cesaba de gritar y se le caía la cabeza, ora de un lado, ora del otro, y sus flacas piernecitas inertes asomaban bajo la bata, y Paco, el Bajo, montado en su yegua pía, les daba escolta, velando orgullosamente la retaguardia, y le decía a la Régula elevando mucho el tono de voz para dominar el tantarantán de las ruedas en los relejes, entre bramido y bramido de la Niña Chica,
ahora la Nieves nos entrará en la escuela y Dios sabe dónde puede llegar con lo espabilada que es,
y la Régula,
ae, ya veremos,
y, desde su altura majestuosa, añadía Paco, el Bajo,
los muchachos ya te tienen edad de trabajar, serán una ayuda para la casa,
y la Régula,
ae, ya veremos,
y continuaba Paco, el Bajo, exaltado con el traqueteo y la novedad,
lo mismo la casa nueva te tiene una pieza más y podemos volver a ser jóvenes,
y la Régula suspiraba, acunaba a la Niña Chica y la espantaba los mosquitos a manotazos, mientras, por encima del carril, sobre los negros encinares, se encendían una a una las estrellas y la Régula miraba a lo alto, tornaba a suspirar y decía,
ae, para volver a ser jóvenes tendría que callar ésta,
y una vez que llegaron al cortijo, Crespo, el Guarda Mayor, les aguardaba al pie de la vieja casa, la misma que abandonaron cinco años atrás, con el poyo junto a la puerta todo a lo largo de la fachada, y los escuálidos arriates de geranios y, en medio, el sauce de sombra caliente, y Paco lo miró todo apesadumbrado y meneó la cabeza de un lado a otro y al cabo, bajó los ojos,
¡qué le vamos a hacer!
dijo resignadamente,
estaría de Dios,
y, poco más allá, dando órdenes, andaba don Pedro, el Périto, y
buenas noches, don Pedro, aquí estamos de nuevo para lo que guste mandar,
buenas noches nos dé Dios, Paco, ¿sin novedad en la Raya?
y Paco,
sin novedad, don Pedro,
y conforme descargaban, don Pedro les iba siguiendo del carro a la puerta y de la puerta al carro,
digo, Régula, que tú habrás de atender al portón, como antaño, y quitar la tranca así que sientas el coche, que ya te sabes que ni la Señora, ni el señorito Iván avisan y no les gusta esperar,
y la Régula,
ae, a mandar, don Pedro, para eso estamos,
y don Pedro,
de amanecida soltarás los pavos y rascarás los aseladeros, que si no no hay Dios que te aguante con este olor, qué peste, y ya te sabes que la Señora es buena pero le gustan las cosas en su sitio,
y la Régula,
ae, a mandar, don Pedro, para eso estamos,
y don Pedro, el Périto, continuó dándole instrucciones, que no paraba de darle instrucciones y, al concluir, ladeó la cabeza, se mordió la mejilla izquierda y quedó como atorado, como si omitiera algún extremo importante, y la Régula sumisamente,
¿alguna cosa más, don Pedro?
y don Pedro, el Périto, se mordisqueaba nerviosamente la mejilla y volvía los ojos para la Nieves pero no decía nada y al fin, cuando parecía que iba a marcharse sin despegar los labios, se volvió bruscamente hacia la Régula,
esto es cosa aparte, Régula,
balbuceó,
en realidad éstas son cosas para tratar entre mujeres, pero...
y la pausa se hizo más profunda, hasta que la Régula, sumisamente.
usted dirá, don Pedro,
y don Pedro,
me refiero a la niña, Régula, que la niña bien podría ponerle una manita en casa a mi señora, que, bien mirado, ella está cobarde para las cosas del hogar,
sonrió acremente,
no le petan sus labores, vaya, y la niña ya está crecida, que hay que ver cómo ha empollinado la niña ésta en poco tiempo,
y, según hablaba don Pedro, el Périto, Paco, el Bajo, se iba desinflando como un globo, como su virilidad cuando gritaba en la alta noche la Niña Chica, y miró para la Régula, y la Régula miró para Paco, el Bajo, y al cabo, Paco, el Bajo, ahuecó los orificios de la nariz, encogió los hombros y dijo,
lo que usted mande, don Pedro, para eso estamos,
y, súbitamente, sin venir a cuento, a don Pedro, el Périto, se le dilataron las pupilas y empezó a desbarrar, como si quisiera ocultarse bajo el alud de sus propias palabras, que no paraba, que,
ahora todos te quieren ser señoritos, Paco, ya lo sabes, que ya no es como antes, que hoy nadie quiere mancharse las manos, y unos a la capital y otros al extranjero, donde sea el caso es no parar, la moda, ya ves tú, que se piensan que con eso han resuelto el problema, imagina que luego resulta que, a lo mejor, van a pasar hambre y a morirse de aburrimiento, vete a saber, que otra cosa, no, pero a la niña en casa, no le ha de faltar nada, no es porque yo lo diga...
la Régula y Paco, el Bajo, asentían con la cabeza, e intercambiaban furtivas miradas cómplices, pero don Pedro, el Périto, no reparaba en ello, que estaba muy excitado don Pedro, el Périto,
y siendo de vuestra conformidad, mañana a la mañana aguardamos a la niña en casa, y para que no la echéis en falta y ella no se imple, que ya sabemos todos cómo se las gastan los muchachos ahora, por las noches puede dormir aquí,
y después de muchas gesticulaciones y aspavientos, don Pedro se marchó y la Régula y Paco, el Bajo, empezaron a instalar sus enseres en silencio, y después cenaron y, al concluir la cena, se sentaron junto al fuego y, en ese momento, irrumpió Facundo, el Porquero,
también te tienes coraje, Paco, en la Casa de Arriba no te para ni Dios, que ya conoces a doña Purita, que parece como que la pincharan con alfileres, lo histérica, que ni él la aguanta,
dijo,
mas, como ni la Régula ni Paco, el Bajo, replicaran, Facundo se apresuró a añadir,
no la conoces, Paco, si no me crees pregúntale a la Pepa, que anduvo allí,
pero la Régula y Paco continuaban mudos y, en vista de ello, Facundo, el Porquero, dio media vuelta y se marchó, y a la mañana, la Nieves se presentó puntualmente en la Casa de Arriba y al otro día lo mismo, hasta que éste se hizo una costumbre y empezaron a transcurrir insensiblemente los días, y, así que llegó mayo, se presentó un día el Carlos Alberto, el mayor del señorito Iván, a hacer la Comunión en la capilla del cortijo y dos días después, tras muchos preparativos, la Señora Marquesa con el Obispo en el coche grande, y la Régula, así que abrió el portón, se quedó deslumbrada ante la púrpura, sin saber qué partido tomar, a ver, que, en principio, en pleno desconcierto, dio dos cabezadas, hizo una genuflexión y se santiguó, pero la Señora Marquesa la apuntó desde su altura inabordable,
el anillo, Régula, el anillo,
y fue ella, entonces, la Régula, y se comió a besos el anillo pastoral, mientras el Obispo sonreía y apartaba la mano discretamente, y, azorado, atravesaba los arriates restallantes de flores y penetraba en la Casa Grande, entre las reverencias de los porqueros y los gañanes y, al día siguiente, se celebró la fiesta por todo lo alto, y, después de la ceremonia religiosa en la pequeña capilla, el personal se reunió en la corralada, a comer chocolate con migas y
¡que viva el señorito Carlos Alberto!
y
¡que viva la Señora!
exultaban, pero la Nieves no pudo asistir porque andaba sirviendo a los invitados en la Casa Grande, y lo hacía con gran propiedad, que retiraba los platos sucios con la mano izquierda y los renovaba con la derecha, y a la hora de ofrecer las fuentes se reclinaba levemente sobre el hombro izquierdo del comensal, el antebrazo derecho a la espalda, esbozando una sonrisa, todo con tal garbo y discreción que la Señora se fijó en ella y le preguntó a don Pedro, el Périto, de dónde había sacado aquella alhaja, y don Pedro, el Périto, sorprendido,
la de Paco, el Bajo, es, el guarda, el secretario de Iván, el que anduvo hasta hace unos meses en la Raya de lo de Abendújar la menor, que se ha empollinado de repente,