Los robots del amanecer (46 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—Ya sé, ya sé —replicó Baley—, pero olvídalo. Si Amadiro puede saltarse los tabúes de Aurora respecto a la presencia de robots en los Personales, yo puedo hacer lo mismo con los tabúes de la Tierra respecto a hablar en ellos.

—¿No te será incómodo eso, compañero Elijah? —preguntó Daneel en voz baja.

—Ni lo más mínimo —contestó Baley en tono normal. (En realidad, hablar con Daneel, un robot, era distinto. El sonido de voces en el Personal, cuando realmente no había en él otro ser humano, resultaba menos terrible de lo que Baley había pensado. De hecho, no era en absoluto terrible si sólo le acompañaban dos robots, por humaniformes que fuera uno de ellos. Pero Baley no podía decirlo abiertamente, por supuesto. Aunque Daneel carecía de sentimientos que pudieran herirle como a un ser humano, Baley los tenía por él.)

A continuación, Baley pensó en otro detalle y tuvo la profunda sensación de estar comportándose como un redomado estúpido.

—¿No será que...? —empezó a decirle a Daneel, en una voz que de repente se había convertido en un susurro—. ¿Estás pidiendo que me calle porque hay micrófonos ocultos en el Personal?

No llegó a pronunciar las últimas palabras, que se limitó a formar en sus labios sin emitir sonido alguno.

—Si te refieres, compañero Elijah, a que alguien fuera de esta habitación pueda detectar lo que se habla en su interior por medio de algún aparato de escucha oculto, eso es absolutamente imposible.

—¿Por qué imposible?

El depósito del retrete se vació por sí mismo con rápida y silenciosa eficacia, y Baley avanzó hacia el lavabo.

—En la Tierra —respondió Daneel—, la densidad de población de las Ciudades hace imposible la intimidad. Allí, escuchar las conversaciones sin querer es muy normal, y parece muy natural el uso de aparatos para hacer más eficaz la escucha. Si un terrícola no desea que nadie le oiga sin querer, sencillamente se calla, y por eso se hace tan obligatorio el silencio en los lugares donde se da un simulacro de intimidad, como sucede con estos sitios a los que denomináis Personales.

»En Aurora, por el contrarío, y en todos los mundos espaciales, la intimidad es una realidad y se tiene en gran aprecio. Recordarás Solaria y los extremos casi enfermizos que alcanzaba en ese planeta. Pero incluso en Aurora, que no es como Solaria, los seres humanos se aislan unos de otros por una extensión de espacio inconcebible en la Tierra, además de por un muro de robots. Romper esa intimidad sería un acto inconcebible.

—¿Quieres decir que poner micrófonos ocultos aquí sería un delito? —preguntó Baley.

—Mucho peor, compañero Elijah. Sería un acto impropio de un caballero aurorano civilizado.

Baley buscó algo con la mirada. Daneel, interpretando mal su intención, sacó una toalla del contenedor, que los ojos no habituados de Baley habrían sido incapaces de localizar inmediatamente, y se la ofreció.

Baley aceptó la toalla, pero no era ésa la intención de su inquisitiva mirada. Lo que buscaba era un micrófono oculto, pues le resultaba difícil creer que alguien pudiera desechar una ventaja tan a su alcance por la mera razón de que fuera una conducta impropia de gente civilizada. La búsqueda, sin embargo, resultó infructuosa y Baley, bastante abatido, se dio cuenta de que no sería capaz de detectar un micrófono oculto aurorano, aun en el caso de que lo hubiera. No sabría ni qué buscar en aquella cultura tan extraña a él.

Aquel pensamiento le llevó a otro que también le llenaba la mente de suspicacia.

—Dime, Daneel, ya que conoces mejor que yo a los auroranos: ¿Cuál crees tú que es la razón de que Amadiro se tome tantas molestias conmigo? Ese hombre me habla con toda tranquilidad, me acompaña hasta la puerta y hasta me ofrece utilizar el Personal, algo que Vasilia no hubiera permitido. Parece tener todo el tiempo del mundo para estar conmigo. ¿Es una cuestión de cortesía?

—Muchos auroranos se enorgullecen de su cortesía. Puede que Amadiro sea uno de ellos. En varias ocasiones ha hecho hincapié en que no es un bárbaro.

—Otra pregunta: ¿Por qué crees que ha accedido a que Giskard y tú entrarais aquí conmigo?

—Creo que lo ha hecho para eliminar tus suspicacias de que el ofrecimiento pudiera esconder una trampa.

—¿Y por qué iba a molestarse? ¿Porque le preocupa la posibilidad de que yo experimente una tensión innecesaria?

—Imagino que se trata de otro gesto propio de un caballero aurorano civilizado.

Baley movió la cabeza en señal de negativa.

—Bueno, si en esta habitación hay micrófonos ocultos y Amadiro puede oírme, dejemos que lo haga. Yo no le considero un aurorano civilizado. Ha dejado perfectamente claro que, si no abandono la investigación, hará todo lo posible para que la Tierra en su conjunto sufra las consecuencias. ¿Es eso propio de un caballero civilizado? ¿O más bien de un chantajista increíblemente brutal?

—Un caballero aurorano puede considerar necesario formular amenazas pero en tal caso, las expresará con toda caballerosidad.

—Como ha hecho Amadiro —añadió Baley—. Así pues, lo que señala al caballero es el modo de expresarse, y no el contenido de sus palabras, ¿no es así? Sin embargo, puede ser también que, en tu calidad de robot, no puedas criticar a un ser humano. ¿Es así, Daneel?

—Desde luego, no me sería fácil hacerlo —respondió el robot—. No obstante, ¿puedo hacerte una pregunta, compañero Elijah? ¿Por qué le has pedido permiso para que el amigo Giskard y yo entráramos contigo? Hasta ahora, me había parecido que eras un poco reacio a creer que estuvieses en peligro. ¿Has decidido ahora que no estás seguro salvo en nuestra presencia?

—No, Daneel, en absoluto. Ahora mismo, estoy convencido de que no corro peligro y de que no lo he corrido antes.

—Sin embargo, tu actitud al entrar aquí ha sido de manifiesta suspicacia, compañero Elijah. Te has puesto a inspeccionar la habitación.

—¡Naturalmente! —contestó Baley—. He dicho que no corro peligro, no que éste no exista.

—Creo que no entiendo la diferencia, compañero Elijah —dijo Daneel.

—Ya te lo explicaré después, Daneel. Todavía no estoy del todo seguro de si aquí hay algún micrófono oculto o no.

Baley había terminado de asearse y exclamó:

—Bien, Daneel, creo que he pasado mucho tiempo aquí dentro. No me he dado ninguna prisa. Ahora ya estoy preparado para salir ahí fuera, y me pregunto si Amadiro estará todavía esperándonos después de tanto rato, o si habrá delegado en algún servidor para que se ocupe de acompañarnos a la puerta. Después de todo, Amadiro es un hombre muy ocupado y no puede dedicarme todo el día. ¿Qué opinas tú, Daneel?

—Lo más lógico seria que Amadiro hubiera delegado la tarea.

—¿Y tú, Giskard? ¿Qué opinas tú?

—Estoy de acuerdo con el amigo Daneel, aunque según mi experiencia los seres humanos no siempre actúan como sería lógico.

—Por mi parte —añadió Baley—, sospecho que Amadiro está esperándonos con mucha paciencia. Si algo le ha empujado a perder tanto tiempo con nosotros, creo que ese impulso, sea el que sea, todavía no se ha debilitado.

—No sé cuál podría ser ese impulso al que te refieres, compañero Elijah —dijo Daneel.

—Yo tampoco, Daneel —añadió Baley—, lo cual me molesta bastante. Pero abramos la puerta y comprobémoslo.

59

Amadiro les estaba esperando ante la puerta, exactamente donde Baley le había dejado. Esbozó una sonrisa sin demostrar el menor signo de impaciencia. Baley no pudo por menos que lanzarle una mirada de complicidad a Daneel, quien respondió con una total impasibilidad.

—Ha sido una lástima, señor Baley, que no haya dejado fuera a Giskard cuando ha entrado en el Personal. Yo podía

haber conocido a ese robot en otros tiempos, cuando Fastolfe y yo estábamos en mejores relaciones, pero por alguna razón no fue así. Fastolfe fue mi maestro cierto tiempo, ¿sabe usted?

—¿De veras? —contestó Baley—. No estaba al corriente de eso.

—No tenía usted por qué estarlo, a menos que alguien se lo hubiera dicho, y supongo que en el corto tiempo que lleva en el planeta difícilmente habrá tenido tiempo de conocer trivialidades como ésta. He pensado que no podrá usted considerarme un buen anfitrión si no aprovecho su estancia en el Instituto para mostrárselo.

—No se moleste —intentó negarse Baley, algo tenso—. Además, tengo que...

—Insisto —dijo Amadiro, con cierta premura en la voz—. Llegó usted a Aurora ayer por la mañana y dudo que se quede en el planeta mucho tiempo más. Quizás ésta sea la única oportunidad que tendrá jamás de echar un vistazo a un laboratorio moderno dedicado a tareas de investigación sobre robótica.

Enlazó su brazo con el de Baley y continuó hablando a éste con gran familiaridad. («Parloteando», fue el término que le vino a la cabeza al asombrado Baley.)

—Ya está usted aseado y ha satisfecho sus restantes necesidades —comentó Amadiro—. Quizá quiera interrogar a alguno de nuestros roboticistas, y me alegraría que lo hiciera, pues estoy dispuesto a demostrar que no he puesto ningún obstáculo en su camino durante el corto lapso de tiempo en que todavía se le permitirá llevar a cabo la investigación. De hecho, no hay razón para que no cene con nosotros, señor Baley.

—Si me permite la interrupción, señor... —intervino Giskard.

—¡No la permito! —exclamó Amadiro con inconfundible firmeza. El robot permaneció en silencio.

—Mi querido señor Baley, yo comprendo bien a esos robots. ¿Quién podría conocerlos mejor, aparte del desgraciado doctor Fastolfe, naturalmente? Giskard, estoy seguro, iba a recordarle alguna cita, alguna promesa, algún asunto, y nada de ello tiene la menor importancia. Dado que la investigación está a punto de darse por concluida, le aseguro que nada de cuanto Giskard quisiera recordarle tiene ningún interés. Olvidémonos de todas esas tonterías y, por un rato, seamos amigos.

»Debe usted comprender, mi buen señor Baley —prosiguió—, que estoy muy interesado en la Tierra y sus costumbres. No es precisamente el tema más popular en Aurora, pero yo lo encuentro fascinante. Me interesa especialmente la historia antigua de la Tierra, los días en que había cien idiomas y la lengua Estándar Interestelar todavía no se había desarrollado. Por cierto, ¿puedo felicitarle por su dominio del Interestelar?

»Venga por aquí —añadió, al tiempo que doblaba una esquina—. Iremos a la sala de simulación de caminos, que tiene una extraña belleza. Quizá podamos asistir a una prueba con un modelo a escala natural. Resulta de lo más espectacular. Pero estábamos hablando de su dominio del Interestelar... Esa es una de tantas supersticiones de Aurora referidas a la Tierra. Aquí se dice que los terrícolas hablan una versión casi incomprensible del idioma Interestelar. Cuando dieron ese programa de hiperondas acerca de usted, hubo muchos que dijeron que los actores no podían ser terrícolas de verdad porque se comprendía lo que decían. Sin embargo, yo también le entiendo a usted perfectamente.

Sonrió al decir eso. Después, continuó en tono confidencial:

—He intentado leer a Shakespeare, pero no sé leer el idioma original y la traducción me parece curiosamente sosa. No puedo sino considerar que la culpa está en la traducción, y no en Shakespeare. Con Dickens y Tolstoi me va bastante mejor, quizá porque es prosa, aunque los nombres de los personajes me resultan en ambos casos prácticamente impronunciables.

»Lo que intento explicarle, señor Baley, es que soy amigo de la Tierra. De verdad. Deseo lo mejor para ella, ¿me entiende?

Amadiro miró a Baley y en sus ojos volvió a reflejarse la ferocidad del lobo. Baley alzó la voz cortando la suave sucesión de frases de su interlocutor.

—Me temo que no puedo acceder a su proposición, doctor Amadiro. Debo atender a mis asuntos y ya no tengo más preguntas que hacerle a usted ni a nadie del Instituto. Si es usted...

Hizo una pausa. Percibió en el aire un leve y curioso rumor y alzó la mirada, desconcertado.

—¿Qué es eso?

—¿Qué es qué? —preguntó Amadiro—. Yo no oigo nada.

—Se volvió hacia los robots, que habían seguido los pasos de los dos hombres en profundo silencio—. ¡Nada! —repitió enérgicamente—. ¡Nada!

Baley se dio cuenta de que las palabras de Amadiro equivalían a una orden. Ninguno de los robots estaba ahora en situación de afirmar que había oído el sonido, pues ello estaría en abierta contradicción con lo expresado por un ser humano, salvo que el propio Baley diera una orden contraria a la de Amadiro. Y Baley estaba seguro de que no podría hacerlo con la suficiente habilidad frente a la profesionalidad de Amadiro.

Sin embargo, eso no importaba. Él había oído algo, y no era un robot; a él no se le podía ordenar que no lo oyera, y replicó:

—Según sus propias palabras, doctor Amadiro, dispongo de poco tiempo. Razón de más para que deba...

Oyó de nuevo el rumor, esta vez más fuerte. Con un tono agudo y cortante en la voz, Baley exclamó:

—Eso es, supongo, precisamente lo que no ha oído usted hace un momento y lo que ahora aparenta de nuevo no oír. Déjeme ir, señor, o pediré ayuda a los robots.

Amadiro soltó de inmediato la mano con la que retenía a Baley por el brazo.

—Bien, amigo mío, no tenía usted más que pedirlo. Venga. Le llevaré a la salida más próxima y, si vuelve a Aurora alguna vez, lo cual me parece en extremo improbable, haga el favor de venir por aquí y daremos ese paseo por el Instituto que le he prometido.

Caminaban más de prisa. Descendieron por la rampa helicoidal, tomaron por un pasillo hacia el espacioso vestíbulo, ahora vacío, y llegaron hasta la puerta por la que habían entrado en el edificio.

Los ventanales del vestíbulo estaban totalmente oscuros. ¿Era posible que ya fuera de noche?

No era así. Oyó a Amadiro murmurar por lo bajo:

—¡Maldito tiempo! Han vuelto a oscurecer las ventanas.

—Se volvió hacia Baley y añadió—: Imagino que está lloviendo. Lo han dicho en la previsión mateorológica y los pronósticos suelen acertar. Sobre todo, cuando indican mal tiempo. La puerta se abrió y Baley dio un brinco hacia atrás con un jadeo. Sintió el viento frío que se coló en el vestíbulo y vio que las copas de los árboles se agitaban de un lado a otro, como látigos, contra el cielo, un cielo no de color negro, sino gris, un gris intenso.

De él caía agua de forma torrencial. Y mientras Baley contemplaba la lluvia, espantado, un destello de luz surcó el firmamento con una cegadora claridad y volvió a llegar hasta él aquel rumor, convertido esta vez en un estampido, como si el destello luminoso hubiera partido el cielo en dos y el rumor fuera el ruido resultante.

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