Amadiro apretó los labios como si estuviera valorando las palabras de Baley.
—Me atrevería a decir que tiene usted razón desde su punto de vista, señor Baley, pero creo que no ha comprendido la definición aurorana de esa palabra. Me he visto obligado a enviar el memorándum de Gremionis el Presidente de la Asamblea Legislativa y, en consecuencia, es muy probable que se le ordene abandonar el planeta mañana por la mañana. Lo lamento mucho, por supuesto, pero me temo que su investigación está a punto de terminar.
Baley quedó desconcertado. No sabía cómo tratar a Amadiro y no había esperado sentirse tan confundido. Gremionis había descrito a Amadiro como «un hombre reservado y con aires de superioridad» y, por lo que había dicho Cicis, Baley esperaba encontrarse frente a una persona autocrática. Sin embargo, en persona, Amadiro parecía jovial, extrovertido e incluso amistoso. Pero si había de hacer caso de sus palabras, Amadiro estaba moviendo tranquilamente sus hilos para poner fin a la investigación. Y lo estaba haciendo sin ningún remordimiento, pese a la sonrisa de conmiseración que aparecía en sus labios.
¿Qué era aquel hombre?
Baley dirigió automáticamente una mirada a los nichos donde estaban situados Giskard y Daneel. El primero, más primitivo, estaba inmóvil, sin expresión alguna en el rostro. Daneel, más avanzado, permanecía quieto y en silencio. Por lo que acababa de ver, era improbable que Daneel hubiese visto nunca a Amadiro en su corta existencia. Giskard, en cambio, con sus décadas de vida —¿cuántas debía de tener?— era muy posible que le conociera.
Baley apretó los labios como si pensara que debía haberle preguntado antes a Giskard qué tipo de persona era Amadiro. De haberlo hecho, ahora estaría en mejor situación para juzgar hasta qué punto la actitud presente del maestro roboticista era auténtica, y hasta qué punto era simulación hábilmente calculada.
Se preguntó por qué diablos no sabría utilizar de manera más inteligente los recursos de aquellos robots suyos. Se dijo incluso que Giskard bien hubiera podido informarle por iniciativa propia... pero no, aquello no era justo para el pobre robot. Giskard carecía claramente de capacidad para una actividad independiente de aquel tipo. Podía dar la información que se le pidiera, pensó Baley, pero era incapaz de facilitarla si no se le pedía.
Amadiro se percató del breve parpadeo de los ojos de Baley y dijo:
—Aquí estamos uno contra tres. Como puede ver, no tengo a ninguno de mis robots en el despacho, aunque si los llamo acudirán inmediatamente, lo reconozco. En cambio, usted tiene a dos de los robots de Fastolfe: el viejo Giskard, de toda confianza, y esa maravilla de diseño llamado Daneel.
—Veo que los conoce usted a ambos —comentó Baley.
—Sólo de oídas. En realidad, es la primera vez que los veo... iba a decir (¡imagínese: yo, un roboticista!) en carne y hueso. Es la primera vez que los veo físicamente, aunque a Daneel ya lo había visto interpretado por un actor en ese programa de hiperondas.
—Parece que todo el mundo, en todos los planetas, ha visto ese programa —murmuró Baley con aire sombrío—. Eso me hace difícil la vida como persona real y limitada.
—Conmigo, no —contestó Amadiro, ensanchando aún más su sonrisa—. Le aseguro que no tomé en serio esa teatralización. En todo momento le consideré a usted una persona limitada en la vida real. Y así es, o de lo contrario no se habría lanzado tan alegremente a acusar a alguien en nuestro planeta sin tener pruebas.
—Doctor Amadiro —replicó Baley—, le aseguro que no he hecho ninguna acusación formal. Me he limitado a seguir una investigación y a considerar las diversas posibilidades.
—No me interprete mal —le cortó Amadiro con súbita impaciencia—. No le culpo. Estoy seguro de que su comportamiento es perfecto según las normas de la Tierra. Lo que sucede es que aquí tiene que regirse por las normas de Aurora, y aquí valoramos la buena fama de las personas con una intensidad increíble.
—De ser así, doctor Amadiro, ¿no cabe decir que usted y otros globalistas han estado calumniando al doctor Fastolfe con meras sospechas, y en un grado mucho mayor que cualquier pequeño error que yo haya podido cometer?
—Es muy cierto —reconoció Amadiro—, pero yo soy un aurorano prominente y tengo cierta influencia, mientras que usted es un terrícola y carece de toda influencia. Admito que es injusto y lo lamento, pero así es como son los mundos; ¿qué podemos hacerle? Además, la acusación contra Fastolfe podía ser mantenida en pie (y, de hecho, lo será), y una calumnia no es tal si se trata de la verdad. Su error, señor Baley, ha sido hacer acusaciones que, sencillamente, no pueden demostrarse. Estoy seguro de que reconocerá que ni el señor Gremionis ni la doctora Vasilia Aliena, ni ambos en colaboración, podrían haber desactivado al pobre Jander.
—Yo no he acusado formalmente a ninguno de los dos.
—Quizá no, pero en Aurora uno no puede escudarse tras la palabra «formalmente». Es una pena que el doctor Fastolfe no se lo advirtiera cuando le hizo venir para encargarse de esta investigación, que ya puede darse por malograda.
Baley notó que las comisuras de sus labios se apretaban al pensar que, realmente, el doctor Fastolfe hubiera tenido que advertírselo.
—¿Se me permitirá alegar algo, o ya está todo decidido? —preguntó.
—Naturalmente, se le concederá una audiencia antes de ser condenado. Aquí en Aurora no somos unos bárbaros. El Presidente estudiará el informe que le he enviado, junto con mis sugerencias al respecto. Probablemente, consultará a con-tinuación con el doctor Fastolfe como parte afectada, y luego decidirá que los tres nos reunamos con él, quizá mañana mismo. Entonces, o posteriormente, se adoptará una resolución que deberá ser ratificada por la Asamblea Legislativa en pleno. Se seguirán todos los procedimientos legales, se lo aseguro.
—Los procedimiento legales sí, no lo dudo, pero ¿y si el Presidente ya ha tomado una decisión? ¿Y si nada de cuanto yo pueda decir sirve para nada porque la Asamblea Legislativa se limita a ratificar una decisión ya tomada con anterioridad? ¿Es eso posible?
Amadiro no sonrió precisamente al oír las palabras de Baley, pero pareció ligeramente divertido.
—Es usted un hombre realista, señor Baley, y eso me alegra. Las personas que creen en la justicia suelen llevarse muchas decepciones, y casi siempre son personas tan encantadoras que a uno le disgusta ver que eso sucede.
Amadiro fijó otra vez su mirada en Daneel.
—Un trabajo admirable, ese robot humaniforme. Resulta asombroso lo bien que ha guardado sus secretos el viejo Fastolfe. Y es una vergüenza la perdida de Jander. En este punto, lo de Fastolfe es imperdonable.
—El doctor Fastolfe niega haber tenido nada que ver en ese asunto.
—Sí, señor Baley, es lógico. ¿Acaso le ha dicho él que yo estaba implicado? ¿O esa presunción es una idea exclusivamente de usted?
—Yo no he dicho en ningún momento algo semejante. Lo único que deseo es hacerle algunas preguntas al respecto. En cuanto al doctor Fastolfe, no piense que podrá acusarle de calumnias. El doctor está absolutamente convencido de que usted no ha tenido nada que ver con lo sucedido a Jander, pues tiene la certeza de que carece usted de los conocimientos y de la capacidad necesarios para desactivar un robot humaniforme.
Si Baley esperaba que se produjera alguna reacción ante sus palabras, se equivocó de medio a medio. Amadiro las aceptó sin perder el humor y contestó:
—En eso tiene razón, señor Baley. No encontrará tal capacidad en ningún otro roboticista, vivo o muerto, salvo el propio Fastolfe. ¿No es eso lo que dice nuestro modesto maestro de maestros?
—En efecto.
—Entonces, ¿cuál es su explicación a lo sucedido a Jander?
—Él afirma que fue un fallo accidental. Una pura coincidencia.
—¿Y ha calculado las probabilidades de un fallo accidental semejante? —preguntó Amadiro con una carcajada.
—Sí, maestro roboticista. Incluso la probabilidad más remota podría producirse, sobre todo si ocurriesen ciertos incidentes que hacen aumentar las probabilidades.
—¿Qué incidentes?
—Eso es precisamente lo que intento averiguar. Dado que ya ha dispuesto usted que me expulsen del planeta, ¿pretende ahora evitar que le interrogue, o me permite continuar la investigación hasta el momento en que mi actividad se dé legalmente por terminada? Antes de responder, señor Amadiro, le ruego que tenga en cuenta que la investigación todavía no ha finalizado legalmente y que en la audiencia que tenga lugar en el futuro, sea mañana o más tarde, le acusaré de haberse negado a responder a mis preguntas si insiste en dar por finalizada ahora esta entrevista. Quizás esto pueda influir en la decisión del Presidente.
—No lo crea, mi querido señor Baley. No piense que puede perjudicarme o molestarme en lo más mínimo. Sin embargo, accedo a que me interrogue cuanto quiera. Cooperaré plenamente con usted, aunque sólo sea para disfrutar del espectáculo de ver al bueno de Fastolfe intentando inútilmente desligarse de su desafortunada hazaña. No me considere especialmente vengativo, señor Baley, pero el hecho de que Jander fuera una creación del propio Fastolfe no le daba derecho a destruirlo.
—Todavía no ha quedado demostrado legalmente que fuera él quien lo hizo, así que la frase que acaba usted de pronunciar es, al menos presuntamente, una difamación. Por tanto, dejemos esto a un lado y pasemos a las preguntas. Necesito información. Voy a hacerle preguntas concretas y directas y, si me contesta del mismo modo, terminaremos en seguida.
—No, señor Baley. No será usted quien establezca las condiciones para este interrogatorio —replicó Amadiro—. Supongo que uno o ambos robots estará equipado para grabar completamente nuestra conversación, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Estoy seguro de que así es. Yo también tengo mi aparato grabador en funcionamiento. No piense usted, señor Baley, que podrá conseguir de mí una sola palabra en favor de Fastolfe sometiéndome a una serie de preguntas y respuestas breves. Responderé como me parezca y me aseguraré de que no quepan malas interpretaciones, y para eso me servirá de ayuda el aparato grabador.
Por primera vez, Baley intuyó bajo la actitud campechana de Amadiro su verdadera naturaleza de lobo.
—Muy bien, pues. Pero si sus respuestas son deliberadamente largas y evasivas, también eso quedará expuesto en la grabación.
—Evidentemente.
—Una vez puesto eso en claro, y para empezar, ¿podría darme un vaso de agua?
—Desde luego. Giskard, ¿quieres servir al señor Baley?
Giskard saltó al instante de su nicho. Se oyó el inevitable tintineo del hielo en el mueble bar situado en un rincón del despacho, y a los pocos instantes Baley tenía delante un gran vaso de agua.
—Gracias, Giskard —dijo Baley. Aguardó a que el robot se colocase de nuevo en su nicho y prosiguió:
—Doctor Amadiro, ¿acierto si le considero a usted director del Instituto de Robótica?
—Efectivamente, lo soy.
—¿Y fundador del centro?
—Así es. Ya ve, respondo breve y directamente.
—¿Cuánto tiempo lleva existiendo el Instituto?
—Como idea, varias décadas. Llevo al menos quince años reuniendo personal especializado. El permiso de la Asamblea Legislativa para formar el Instituto me fue concedido hace doce años. La construcción del edificio se inició hace nueve, y el trabajo científico hace seis. En su forma actual, al ciento por ciento de utilización, llevamos dos años y existen planes para una futura expansión, todavía sin fechas decididas. Verá que esta respuesta ha sido más larga, pero razonablemente concisa.
—¿Por qué creyó necesaria la fundación del Instituto?
—Vaya, señor Baley. Supongo que no esperará que conteste a eso con cuatro palabras.
—Conteste como prefiera, señor.
En aquel instante, un robot entró una bandeja de pequeños emparedados y de pastas todavía más pequeñas; Baley no reconoció nada de ello. Probó un emparedado y lo encontró crujiente y no exactamente desagradable, pero lo bastante extraño para que le costase cierto esfuerzo terminarlo. Lo hizo bajar con el agua que le quedaba en el vaso.
Amadiro le observó con una especie de ligera diversión y dijo:
—Debe comprender usted, señor Baley, que los auroranos somos gente poco común. Lo son todos los espaciales en general, pero ahora me refiero en particular a los auroranos. Aunque descendemos de terrícolas, algo que la mayoría de nosotros prefiere no recordar, somos autoseleccionados.
—¿Qué significa eso, señor?
—Los terrícolas han vivido durante mucho tiempo en un planeta cada vez más poblado, y se han agrupado en ciudades todavía más pobladas, que finalmente se han convertido en las colmenas y hormigueros que ustedes llaman Ciudades con mayúscula. ¿Qué clase de terrícola, entonces, dejaría la Tierra para ir a otros mundos vacíos y hostiles y construir allí nuevas sociedades partiendo de la nada, sociedades de las que no podrían disfrutar por completo mientras vivieran, pues, por poner un ejemplo, los árboles qué plantaran todavía serían pimpollos cuando ellos murieran?
—Sería gente bastante poco común, supongo.
—Absolutamente poco común. En concreto, gente que no dependiera de la presencia de multitudes de congéneres hasta el punto de verse incapaz de afrontar la soledad. Gente que incluso prefiriera ésta, que le gustara trabajar sola y afrontar los problemas únicamente con sus fuerzas, en lugar de confundirse entre la multitud y repartir las cargas de tal modo que su aportación individual sea prácticamente nula. Serían individualistas, señor Baley. Individualistas.
—Le entiendo.
—Y nuestra sociedad se basa en eso. Todos los ámbitos en que se han desarrollado los mundos espaciales hacen hincapié en la capacidad individual. En Aurora somos orgullosamente humanos, en lugar de ser meros borregos como los terrícolas... Entiéndame, señor Baley, no utilizo la metáfora para ridiculizar a la Tierra. Se trata simplemente de una sociedad distinta por la que no siento ninguna admiración, pero que ustedes, supongo, encuentran confortable e ideal.
—¿Qué tiene todo eso que ver con la fundación del Instituto, doctor Amadiro?
—Pues bien —continuó éste—, hasta el orgulloso y sano individualismo tiene sus limitaciones. Las mentes más preclaras, aunque pasen siglos trabajando por su cuenta, no pueden progresar rápidamente si se niegan a comunicar sus descubrimientos. Un punto concreto de una investigación puede detener los progresos de un científico durante un siglo, cuando quizás un colega suyo ha dado ya con la solución sin darse cuenta siquiera del problema que podría resolverse con ella. El Instituto es un intento, en el limitado campo de la Robótica al menos, de introducir una cierta comunidad de pensamiento.