Los robots del amanecer (45 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—¿El público en general los conoce?

—Probablemente no. El público en general tiene sus prioridades y le interesa más su siguiente comida, el próximo programa de hiperondas o el próximo campeonato de fútbol espacial que el siglo o el milenio que viene. Sin embargo, esta misma gente aceptará de buen grado mis planes, igual que los círculos intelectuales que ya los conocen. Los que se opongan a ellos no serán lo bastante numerosos para ser te-nidos en cuenta.

—¿Está seguro?

—Absolutamente. Usted no comprende, me temo, la intensidad de los sentimientos que tienen los auroranos, y los espaciales en general, hacia los terrícolas. Yo no comparto tales sentimientos y, por ejemplo, me siento muy tranquilo junto a usted. No tengo ese primitivo temor a infectarme, ni me imagino que huele usted mal, ni le atribuyo todo tipo de rasgos de personalidad que pueda encontrar ofensivos, ni pienso que usted y los suyos estén tramando acabar con nuestras vidas o despojarnos de nuestras propiedades. Sin embargo, la gran mayoría de los auroranos mantienen dichas actitudes. Quizá no resulten muy visibles y, por otro lado, los auroranos pueden portarse con gran corrección con los terrí-colas individuales que tengan aspecto inofensivo, pero sométalos a una prueba y verá cómo aflora todo su odio y su suspicacia. Dígales que los terrícolas intentan reproducir su planeta en otros nuevos mundos, y verá cómo reclaman sus derechos sobre la galaxia y cómo claman por la destrucción de la Tierra antes de que algo así llegue a producirse.

—¿Incluso si la alternativa es una sociedad de robots?

—Desde luego. Usted no comprende tampoco lo que sentimos por los robots. Aquí estamos familiarizados con ellos, nos sentimos totalmente cómodos con su presencia.

—No. Los robots son sus criados. Ustedes se consideran superiores a ellos y sólo se sienten cómodos con ellos en tanto se mantenga esa superioridad. Si se sintieran amenazados por una inversión de los papeles, si ellos se convirtieran en superiores a los auroranos, se produciría una reacción de horror.

—Usted lo cree así sólo porque ésa sería la reacción de los terrícolas.

—No —relicó Baley—. Ustedes les impiden la entrada en los Personales. Es una muestra.

—Los robots no tienen por qué utilizar el Personal. Tienen sus propias instalaciones para asearse, y no excretan. Es lógico, pues no son realmente humaniformes. Si lo fueran, probablemente no existiría esa distinción.

—Entonces les temerían.

—¿De verdad? —exclamó Amadiro—. Eso es una tontería. ¿Teme usted a Daneel? Si hiciéramos caso de ese programa de hiperondas, y reconozco que no creo que yo pueda, usted llegó a sentir un considerable afecto por Daneel. Y sigue sintiéndolo, ¿no es cierto?

El silencio de Baley resultó muy elocuente y Amadiro se aprovechó de su ventaja.

—Ahora mismo —prosiguió—, no siente ninguna emoción ante el hecho de que Giskard esté ahí en pie, silencioso e insensible en su nicho; en cambio, puedo reconocer por pequeños ejemplos de lenguaje corporal que le incomoda que Daneel esté en igual situación. Usted considera que su aspecto es demasiado humano para tratarle como a un robot. Y no le teme usted más porque su aspecto sea humano.

—Yo soy terrícola —repuso Baley—. En la Tierra tenemos robots, pero no una cultura robótica. No puede usted juzgar por mi caso.

—Y Gladia, que prefería a Jander a los seres humanos...

—Gladia es de Solaria. Tampoco puede juzgar por su caso.

—Entonces, ¿por qué caso se puede juzgar? Lo que usted dice no son más que suposiciones. A mí me parece evidente que si un robot es suficientemente humano, será aceptado como humano. ¿Exige usted pruebas de que no soy un robot? No, el hecho de que mi aspecto sea humano le basta. Al final, no va a preocuparnos si un nuevo mundo es colonizado por auroranos que sean humanos de verdad o sólo de aspecto, si nadie puede notar la diferencia. Humanos o robots, lo importante será que los colonos sean auroranos, no terrícolas.

Baley titubeó, y respondió con aire no muy convencido:

—¿Y si no aprende nunca a construir robots humaniformes?

—¿Por qué habría que pensar que no lo lograremos? Observe que hablo en plural, pues en el Instituto somos muchos los que trabajamos en ello.

—Puede que la suma de muchas mediocridades no den como resultado un genio.

—No somos mediocridades —replicó Amadiro en tono cortante—. Hasta Fastolfe consideraría provechoso unirse a nosotros.

—No lo creo.

—Yo, sí. A Fastolfe no le gustará perder su poder en la Asamblea Legislativa y, cuando nuestros proyectos de colonización de la galaxia sean aprobados y comprenda que su oposición no nos detendrá, se unirá a nosotros. Será una postura muy humana por su parte.

—No creo que se salga usted con la suya —dijo Baley.

—Lo dice porque piensa que, de alguna manera, esta investigación conseguirá exonerar de sus acusaciones a Fastolfe e implicarme a mí, quizá, o a otros.

—Puede ser —contestó Baley, desesperadamente. Amadiro movió la cabeza en gesto de negativa.

—Amigo mío, si yo creyera que tiene alguna posibilidad de echar por tierra mis planes, ¿seguiría aqui sentado tranquilamente, esperando la destrucción?

—Usted no está tranquilo. Está haciendo todo lo posible para abortar esta investigación. ¿Por qué iba a hacerlo si tuviera plena confianza en que nada de cuanto pueda averiguar le perjudicará?

—Bueno —contestó Amadiro—, hay algo en lo que si puede perjudicarme: desmoralizando a algunos de los miembros del Instituto. No es usted peligroso, pero puede ser molesto, y no deseo que llegue a serlo. Por eso, si puedo, pondré fin a esa posibilidad, aunque lo haré de un modo razonable, con suavidad. Si le considerara realmente peligroso...

—¿Qué haría en ese caso, doctor Amadiro?

—Le haría detener y encarcelar hasta que se le expulsara de Aurora. No creo que los auroranos en general se preocuparan excesivamente de lo que yo pudiera hacer a un terrícola.

—Está usted intentando intimidarme, pero no lo conseguirá —replicó Baley—. Sabe perfectamente que no puede ponerme la mano encima mientras mis robots estén aquí.

—¿No se le ha ocurrido pensar que puedo hacer acudir inmediatamente un centenar de robots? ¿Qué podrían hacer los suyos contra ellos?

—Ni esos cien podrían hacerme daño, pues no distinguen entre terrícolas y auroranos y, en lo que respecta a las Tres Leyes, soy perfectamente humano.

—Podrían inmovilizarle por completo, sin hacerte daño, mientras sus robots eran destruidos.

—De ningún modo —insistió Baley—. Giskard puede oírle y, si intenta llamar a los robots, será Giskard quien le inmovilice a usted. Puede moverse con gran rapidez y, si ocurre eso, todos sus robots serán inútiles aunque consiga llamarles, pues comprenderán que cualquier movimiento contra mi representará un daño para usted.

—¿Quiere decir que Giskard me haría daño?

—¿Para evitar que lo sufriera yo? Puede estar seguro. Podría hasta matarle, si fuera absolutamente necesario.

—Estoy seguro de que no lo dice en serio.

—Claro que sí —prosiguió Baley—. Daneel y Giskard tienen orden de protegerme. La Primera Ley ha sido reforzada con toda la habilidad que posee el doctor Fastolfe, y para protegerme a mí, específicamente. Nadie me lo ha dicho con tantas palabras, pero estoy seguro de que es así. Si mis robots tienen que optar entre hacerle daño a usted o hacérmelo a mí, pese a ser terrícola, es fácil que decidan dañarle a usted. E imagino que será consciente de que el doctor Fastolfe no anhela precisamente asegurar el bienestar de usted.

Amadiro emitió una risilla y una sonrisa surcó su rostro.

—Estoy seguro de que tiene razón en lo que dice, señor Baley, pero me alegro de que lo haya dicho. Ya sabe, señor mío, que yo también estoy grabando esta conversación. Se lo he dicho al principio, y me alegro. Es posible que el doctor Fastolfe borre la última parte de nuestro diálogo, pero le aseguro que yo no lo haré. Por sus palabras resulta evidente que Fastolfe está absolutamente dispuesto a idear un modo de causarme daño o incluso de matarme por medios robóticos, mientras que nada en esta conversación, ni en ninguna otra, indica que yo proyecte hacerle el menor daño a él, o incluso a usted. ¿Quién de nosotros es el malo, señor Baley? Creo que eso ya ha quedado claro y, por tanto, considero que es un buen momento para terminar la entrevista.

Se puso en pie, todavía sonriente, y Baley le imitó casi automáticamente, al tiempo que tragaba saliva.

—Todavía tengo una cosa más que decirle —añadió Amadiro—. No tiene nada que ver con la pequeña discusión entre Fastolfe y yo, aquí en Aurora. Más bien está relacionado con su propio problema, señor Baley.

—¿Mi problema?

—Quizá debería decir el problema de la Tierra. Imagino que se siente usted muy inquieto por salvar al pobre Fastolfe de su propia estupidez, porque cree que ello le daría a su planeta una posibilidad de expandirse. No lo crea, señor Baley. Está usted muy equivocado.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Baley.

—Mire usted: cuando mis opiniones se impongan en la Asamblea Legislativa (y fíjese que digo «cuando» y no «si»), admito que se obligará a la Tierra a no salir de su propio sistema planetario, pero en realidad eso les beneficiará. Aurora tendrá la perspectiva de expandirse y establecer un imperio sin límites. Si entonces sabemos que la Tierra no es más que la Tierra y que nunca será nada más, ¿por qué ha-bremos de preocuparnos de ella? Teniendo la galaxia a nuestra disposición, no envidiaremos su único mundo a los terrícolas. Incluso puede que estemos dispuestos a convertir la Tierra en un mundo tan cómodo para sus habitantes como resulte conveniente.

»Por el contrario, señor Baley, si los auroranos hacen lo que propone Fastolfe y se permite a la Tierra enviar colonizadores, no pasará mucho tiempo antes de que muchos de nosotros advirtamos que la Tierra se adueñará de la galaxia y nos dejará rodeados y cercados, condenados a la decadencia y la extinción. Y si llega ese momento, no habrá nada que yo pueda hacer. Mis sentimientos personales hacia tos terrícolas no podrán evitar que se extiendan por Aurora las suspicacias y los prejuicios, y eso sería realmente muy malo para la Tierra.

»Por eso, señor Baley, si de verdad está usted inquieto por su gente, debería preocuparse de que Fastolfe no consiga imponer en este planeta su equivocado proyecto. Debería ser usted un buen aliado mío. Piense en ello. Le digo esto, se lo aseguro, como muestra de sincera amistad y aprecio por usted y por su planeta.

Amadiro le miraba con la misma amplia sonrisa de antes, pero esta vez todo él era lobo.

57

Baley y sus robots siguieron a Amadiro. Este salió de la estancia y los cuatro recorrieron un pasillo.

Amadiro se detuvo ante una puerta apenas visible y dijo:

—¿Desea utilizar las instalaciones antes de irse?

Por un instante, Baley frunció el ceño con aire de perplejidad, pues no comprendía a qué se refería. Por fin, pareció reconocer la fórmula utilizada por Amadiro, que ya había caído en desuso en la Tierra, y respondió:

—Hubo antiguamente un general, cuyo nombre he olvidado, que, consciente de las necesidades que surgían de modo repentino en los asuntos militares, dijo una vez: «Nunca desprecies la oportunidad de echar una meada.»

Amadiro mostró de nuevo su amplia sonrisa y dijo:

—Un excelente consejo. Igual de valioso que mi recomendación de que piense seriamente en lo que acabamos de hablar. Pero... observo que todavía vacila usted. No irá a pensar que le estoy tendiendo una trampa, ¿verdad? Créame, no soy un bárbaro. Es usted mi invitado en este edificio y, aunque sólo sea por esa razón, está usted completamente a salvo.

Baley replicó cautelosamente:

—Si vacilo, es porque no estoy seguro de la conveniencia de utilizar su... sus instalaciones, teniendo en cuenta que no soy aurorano.

—Tonterías, mi querido Baley. ¿Qué alternativa tiene? Las necesidades obligan. Por favor, haga uso de ellas. Considérelo una muestra de que no estoy sometido a los prejuicios habituales de los auroranos y de que deseo lo mejor para usted y para la Tierra.

—¿Podría darme otra muestra? —dijo Baley.

—¿A qué se refiere, señor Baley?

—¿Podría demostrarme que también está por encima de los prejuicios auroranos contra los robots...?

—Aquí no tenemos prejuicios contra los robots —le cortó rápidamente Amadiro.

Baley asintió con un gesto solemne, aceptando visiblemente la corrección y completando la frase:

—...permitiendo a Giskard y Daneel entrar conmigo en el Personal. Ha llegado un momento en que me siento incómodo si no están conmigo.

Por un instante, Amadiro pareció sorprenderse, pero se recuperó casi en seguida y dijo, en un tono de voz que era casi una reprimenda:

—¡Naturalmente, señor Baley!

—Claro que... —añadió éste— quien esté dentro puede protestar enérgicamente. No querría provocar un escándalo.

—No se preocupe, está vacío. Es un Personal para un solo ocupante y, si alguien estuviera utilizándolo, la señal de «ocupado» nos lo haría saber.

—Gracias, doctor Amadiro —dijo Baley. Abrió la puerta y añadió—: Giskard, por favor, entra.

Giskard titubeó visiblemente, pero no protestó y entró en el Personal. Ante un gesto de Baley, Daneel siguió a su compañero pero, al pasar junto a la puerta, asió por el codo a Baley, haciéndole entrar con él. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Baley se volvió hacia Amadiro y murmuró:

—Saldré en seguida. Gracias por permitir esto.

Entró en el lugar con toda la despreocupación de que fue capaz, pero aun así sintió un nudo en el estómago. ¿Le esperaba acaso alguna sorpresa desagradable?

58

Sin embargo, Baley encontró vacío el Personal. Ni siquiera había mucho que buscar, pues era más reducido que el del establecimiento de Fastolfe.

Advirtió que Daneel y Giskard permanecían silenciosos uno junto a otro, con la espalda pegada a la puerta, como si pretendieran adentrarse lo menos posible en aquella habitación. Baley intentó hablar con normalidad, pero le salió una especie de graznido. Se aclaró la garganta con innecesaria sonoridad y dijo por fin:

—Podéis entrar más. Y tú, Daneel, no hace falta que guardes silencio. (Daneel había estado en la Tierra y conocía el tabú terrestre respecto a hablar en el Personal.)

Daneel demostró inmediatamente que seguía teniendo en cuenta lo que había aprendido y se llevó el índice a los labios.

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