Karim seguía observando el armario acristalado, forzado con suavidad.
—¿Cree que el robo se ha producido en la noche del sábado o del domingo?
—Vaya usted a saber. Durante el fin de semana nuestra pequeña escuela es un auténtico cementerio. No hay nada que robar aquí.
—Muy bien —concluyó—. Será preciso que pase por la comisaría central para prestar declaración.
—Es usted un infiltrado, ¿verdad?
—¿Cómo dice?
La directora observaba a Karim con atención. Explicó:
—Quiero decir: su vestimenta, su aspecto… Se mezcla con las bandas de las ciudades y…
Karim se echó a reír.
—Las bandas no vienen por aquí.
La directora hizo caso omiso de la observación y continuó, en un tono de experta:
—Sé cómo funciona lo suyo. He visto un documental sobre el tema. Los tipos como usted llevan chaquetas reversibles, marcadas con las siglas de la policía nacional y…
—Señora… —interrumpió Karim—. Verdaderamente, usted sobrestima su pequeña ciudad.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. La directora le alcanzó:
—¿No busca indicios? ¿Huellas?
Karim replicó:
—Creo que, habida cuenta de la gravedad del asunto, nos contentaremos con tomar su declaración y dar una pequeña vuelta por el barrio.
La mujer pareció decepcionada. Miró de nuevo con atención a Karim.
—No es usted de la región, ¿verdad?
—No.
—¿Qué ha hecho para estar aquí?
—Es una larga historia. Uno de estos días, es posible que vuelva para contársela.
Fuera, Karim se reunió con los policías de uniforme, que fumaban con el puño cerrado con miradas de colegiales cogidos in fraganti. Sélier salió del furgón.
—Teniente, caramba, hay una nueva historia.
—¿Qué?
—Otro robo. Desde que estoy aquí, nunca…
—¿Dónde?
Sélier vaciló y miró a sus colegas. Su aliento raspaba bajo su bigote.
—Yo… En el cementerio. Han entrado en un panteón.
Las tumbas y las cruces diseminadas por una ligera pendiente variaban entre los tonos grises y verdes como brillantes cinceladuras de liquen bajo el sol. Detrás de la verja, el joven árabe respiró el perfume del rocío y de las flores mustias.
—Esperadme aquí —masculló a sus colegas.
Karim se puso unos guantes de látex diciéndose que Sarzac se acordaría mucho tiempo de semejante lunes.
Esta vez pasó por su estudio para recoger su equipo «científico»: una caja que contenía polvos de aluminio y granito, adhesivos y ninhidrina para descubrir las huellas digitales, así como elastómero para sacar un molde de posibles huellas de pasos… Había decidido descubrir el menor indicio con precaución.
Siguió las avenidas de grava que conducían al panteón profanado, cuyo emplazamiento le habían descrito. Por un breve instante había temido una verdadera profanación, del estilo de las que ocurrían en Francia desde hacía varios años, según una moda macabra. Cráneos de muertos y fiambres mutilados. Pero no: allí estaba todo en perfecto orden. Los profanadores no habían tocado nada, excepto el panteón. Karim se acercó al bloque de granito: un monumento en forma de capilla.
La puerta sólo estaba entornada. Se arrodilló y observó la cerradura. Como en la pequeña escuela, los ladrones habían hecho gala de un esmero particular. El policía acarició la arista de la pared y decidió que también se trataba de profesionales. ¿Los mismos?
Abrió más la puerta e intentó imaginar la escena. ¿Por qué los intrusos habían tomado tantas precauciones para abrir una sepultura y se habían ido sin volverla a cerrar? El teniente accionó varias veces el panel de piedra y comprendió: bajo la arista se había deslizado un poco de grava, haciendo mover el marco. Imposible ahora echar el cerrojo al panteón. Estos pequeños fragmentos minerales eran lo que revelaba el paso de los profanadores.
El poli escrutó después el sistema de clavijas de piedra que componía la cerradura. Una estructura sin duda habitual en esta clase de construcción, pero que sólo los especialistas podían conocer. El policía reprimió un escalofrío: ¿especialistas? Karim se preguntó otra vez si era realmente el mismo equipo el que había entrado en la escuela primaria y el cementerio. ¿Cuál podía ser la relación entre los dos hechos?
La estela le facilitó un principio de respuesta. La inscripción funeraria indicaba: «Jude Itero. 23 mayo 1972-14 agosto 1982». Karim reflexionó. Tal vez aquel niño había cursado sus estudios en la escuela Jean-Jaurès. Miró de nuevo la placa funeraria: ningún epitafio, ninguna oración. Sólo un pequeño marco ovalado, en plata vieja, clavado sobre el mármol. Pero en el interior no había ningún retrato.
—Es un nombre de niña, ¿no?
Karim se volvió: Sélier estaba allí de pie, con sus zapatones y su aire pasmado. El teniente contestó con desdén:
—No, es masculino.
—¿Pero es inglés?
—No, judío.
Sélier se secó la frente.
—Vaya, ¿es una profanación como la de Carpentras? ¿Una historia de la extrema derecha?
Karim se enderezó y se frotó las manos enguantadas.
—No, no lo creo. Anda, ve a esperarme en el portal, con los otros.
Sélier se fue refunfuñando, con la gorra levantada. Karim le miró alejarse y luego observó otra vez la puerta entreabierta.
Se decidió por una pequeña zambullida bajo tierra. Avanzó, encorvado bajo el nicho, encendiendo la linterna. Bajó los escalones mientras el polvo crujía bajo sus pasos. Tenía la sensación de violar un tabú ancestral. Pensó que carecía de toda convicción religiosa y al instante se felicitó por ello. El haz halógeno ya cortaba la oscuridad. Karim avanzó un poco más y después se paró en seco. El pequeño ataúd de madera clara, colocado sobre dos caballetes, se recortaba en el rayo de la linterna.
Con la garganta seca, Karim se acercó y examinó el ataúd. Medía alrededor de un metro sesenta. Sus esquinas estaban coronadas por entorchados y arabescos de plata. El conjunto parecía en buen estado, pese a las humedades. Palpó las junturas, pensando que sin guantes nunca se habría atrevido a tocar el féretro. Se reprochó sentir semejante temor. A primera vista, la tapa no había sido abierta. Sostuvo la linterna entre los dientes para realizar un examen más profundo de los tornillos. Pero una voz resonó más arriba:
—¿Qué diablos hace aquí?
Karim se sobresaltó. Abrió la boca y se le cayó la linterna, que rodó bajo la madera del ataúd. Las tinieblas se abatieron sobre él cuando se volvió. Un hombre se asomaba —hombros bajos y gorra plana— por la abertura. El moro buscó a tientas la linterna por el suelo. Murmuró:
—Policía. Soy teniente de policía.
El hombre de arriba no dijo nada, pero luego gruñó de repente:
—No tiene derecho a estar aquí.
El policía alumbró el suelo y volvió hacia los escalones. Miró con fijeza al tipo gordo y ceñudo, encuadrado por la cortina de claridad. Sin duda el guarda del cementerio. Karim sabía que estaba cometiendo una infracción. Incluso en un caso semejante, hacía falta una autorización escrita, firmada por la familia, o una orden específica para penetrar en una sepultura. Subió los peldaños y dijo:
—Apártese. Ya subo.
El hombre se hizo a un lado. Karim bebió la luz como un elixir de vida. Presentó su carné tricolor y declaró:
—Karim Abdouf. Comisaría de Sarzac. ¿Es usted quien ha descubierto la profanación?
El hombre guardó silencio. Escrutaba al árabe con sus pupilas incoloras: burbujas de aire en agua gris.
—No tiene derecho a estar aquí.
Karim asintió distraídamente. El aire matinal barrió su malestar.
—Vamos, amigo. No discuta. Los polis siempre tienen razón.
El anciano frunció los labios erizados de pelos de barba. Apestaba a alcohol y a barro húmedo. Karim continuó:
—Está bien. Dígame lo que sepa. ¿A qué hora ha descubierto esto?
El viejo suspiró.
—He venido a las seis. Tenemos un entierro esta mañana.
—¿Cuándo fue la última vez que pasó por aquí?
—El viernes.
—¿De manera que han podido abrir el panteón en cualquier momento durante este fin de semana?
—Sí. Aunque me inclino a creer que ha sido esta misma noche.
—¿Por qué?
—Porque llovió el domingo por la tarde y no hay restos de humedad en el panteón… De modo que la puerta aún debía de estar cerrada.
Karim interrogó:
—¿Vive usted cerca de aquí?
—Nadie vive cerca de aquí.
El árabe lanzó una mirada en derredor del pequeño cementerio, que respiraba calma y serenidad.
—¿Han venido alguna vez vagabundos por estos parajes? —inquirió.
—No.
—¿Nunca se ven visitantes sospechosos? ¿Vandalismo? ¿Ceremonias ocultas?
—No.
—Hábleme de esta tumba.
El guardián escupió a la grava.
—No hay nada que decir.
—Un panteón para un niño solo. Es extraño, ¿no?
—Sí, es extraño.
—¿Conoce a los padres?
—No. No los he visto nunca.
—¿No estaba usted aquí en 1982?
—No. Y el tipo que me precedió está muerto —dijo el hombre con una sonrisita sarcástica—. Es natural que también nos ocurra a nosotros…
—El panteón parece cuidado.
—No he dicho que no venga nadie. He dicho que no los conozco. Tengo experiencia. Sé con qué rapidez se gastan las piedras. Sé cuánto duran las flores, aunque sean de plástico. Sé cómo vienen las zarzas, las malas hierbas, todas esas porquerías. Puedo decir que vienen a menudo a cuidar este panteón. Pero nunca he visto a nadie.
Karim volvió a reflexionar. Se arrodilló de nuevo y observó el pequeño marco en forma de camafeo. Entonces se dirigió al guarda sin levantar la vista:
—Tengo la impresión de que los saqueadores han robado el retrato del muchacho.
—¡Ah! Puede ser, sí.
—¿Recuerda su cara? ¿La cara del niño?
—No.
Karim se enderezó y concluyó, quitándose los guantes:
—Un equipo científico vendrá más tarde para tomar las huellas y los posibles indicios. Anule la ceremonia de esta mañana. Diga que están de obras, que ha habido un escape de agua o algo parecido. No quiero que nadie se persone aquí el día de hoy, ¿entendido? Y sobre todo, ningún periodista.
El viejo asintió mientras Karim ya caminaba hacia el portal.
A lo lejos, una campana desgarradora daba las nueve.
Antes de ir a la comisaría a redactar su informe, Karim optó por un nuevo desvío hacia la institución escolar. El sol proyectaba ahora rayos de cobre contra las aristas de las casas. El poli se dijo una vez más que el día iba a ser espléndido y ese pensamiento banal le provocó una náusea.
Cuando llegó a la escuela, interrogó a la directora:
—¿Estudió aquí en los años ochenta un niño llamado Jude Itero?
La mujer se mostró melindrosa, jugando con las mangas anchas de su cárdigan:
—¿Ya tiene una pista, inspector?
—Por favor, respóndame.
—Bueno… habría que buscarlo en nuestros archivos.
—Pues, vamos. Enseguida.
La directora llevó de nuevo a Karim a la pequeña oficina de plantas verdes.
—¿Los años ochenta, ha dicho? —preguntó, pasando un dedo por los registros amontonados detrás del cristal.
—1982, 1981 y así sucesivamente —respondió Karim.
De pronto percibió un titubeo en la mujer.
—¿Qué pasa?
—Es extraño. No me he percatado esta mañana…
—¿Qué?
—Los registros… Los del 81 y 82… Han desaparecido.
Karim apartó a la mujer y examinó el canto de los libros marrones, colocados en vertical. Cada libro llevaba la mención de un año. 1979, 1980… En efecto, faltaban los dos siguientes.
—¿Qué hay exactamente en estos libracos? —preguntó Karim, hojeando uno de los ejemplares.
—La composición de las clases. Las observaciones de los maestros. Son los diarios de la escuela…
Cogió el registro de 1980 y consultó la composición de las clases.
—Si el niño tenía ocho años en 1980, ¿en qué clase debía estar?
—En el curso elemental 2. O incluso en el curso mediano I.
Karim leyó las listas correspondientes: no había ningún Jude Itero.
—¿Hay otros documentos en la escuela relativos a las clases de los años 81 y 82?
La directora reflexionó.
—Bueno… Habría que ver arriba… Los registros del refectorio, por ejemplo. O los informes de las visitas médicas. Todo está guardado en el desván, sígame. Nadie va nunca allí arriba.
Subieron de cuatro en cuatro la escalera cubierta de linóleo. La mujer parecía muy alterada. Enfilaron un pasillo estrecho y llegaron a una puerta de hierro ante la cual la directora se quedó sobrecogida.
—Es… es increíble —dijo—. Esta puerta también ha sido forzada…
Karim observó la cerradura. Abierta, pero siempre con precaución. El policía dio unos pasos hacia el interior. Era una espaciosa buhardilla sin ventana, con excepción de un tragaluz enrejado. Sobre unas estructuras de hierro descansaban montones de papeles e historiales. El olor de papel seco y polvoriento impresionó a Karim.
—¿Dónde están los expedientes del 81 y 82? —preguntó.
Sin contestar, la directora se dirigió hacia una arcada y se atareó con los gruesos fajos de papel y los registros apretados. La operación sólo duró unos minutos, pero la mujer fue categórica.
—También han desaparecido.
Karim sintió hormiguear sus miembros. La escuela. El cementerio. Los años 81-82. El nombre de un muchachito: Jude Itero. Esos elementos formaban un conjunto.
—¿Estaba ya en esta escuela en 1981?
La mujer hizo un mohín de coquetería.
—Vamos, inspector —murmuró—, yo aún era estudiante…
—¿No pasó nada de particular en esta escuela en aquella época? ¿Algo grave de lo cual habría oído hablar?
—No. ¿Qué quiere decir?
—La muerte de un alumno.
—No. Nunca he oído hablar de una historia así. Pero podría informarme.
—¿Dónde?
—En la delegación de nuestra región. Podría…
—¿Le sería posible averiguar además si un niño llamado Jude Itero estudiaba en su escuela durante esos dos años?
La respiración de la directora era entrecortada.
—Pues, claro… No hay problema, inspector. Voy a…
—Dese prisa. Pasaré de nuevo dentro de un rato.
Karim bajó apresuradamente la escalera, pero se detuvo a medio camino y se volvió.