—¿ Le ha hecho más preguntas?
—No. Parecía decepcionado.
—¿Le ha aconsejado acudir a otra parte? ¿Le ha dado otra dirección?
Chernecé emitió una risa afable.
—Vaya, se diría que ha perdido usted a su colega.
—Respóndame. ¿Puede deducir el lugar adonde se ha dirigido después de su visita? ¿Le ha dicho adonde pensaba ir después?
—No. En absoluto. —Su rostro se cerró—. No obstante, me gustaría saber por qué ha venido.
Niémans se sacó del abrigo las fotografías del cadáver de Caillois y las colocó sobre la mesa.
—Se trata de esto.
Chernecé se caló las gafas, encendió una pequeña lámpara sobre un trípode y observó las fotografías. Los párpados abiertos. Las órbitas mutiladas.
—Señor… —murmuró.
Parecía horrorizado, y al mismo tiempo fascinado por lo que veía. Niémans descubrió una colección de estiletes cromados, agrupados en un portaplumas chino, en un extremo de la mesa. Decidió pasar a una nueva serie de preguntas: puesto a interrogar a un especialista, valía más hacerle preguntas de especialista.
—Tengo dos víctimas en este estado. ¿Cree que semejante mutilación puede haber sido realizada por un profesional?
Chernecé alzó la cara. Tenía las facciones moteadas de gotitas de sudor. Guardó silencio durante largos segundos y después inquirió:
—Dios mío, ¿qué quiere decir?
—Hablo de la extirpación de los ojos. Tengo planos de detalle. —Niémans le tendió los negativos ampliados de las llagas oculares—. ¿Reconoce usted aquí los cortes que podría haber hecho un hombre de la profesión? ¿Cortes específicos? El asesino extrajo los ojos protegiendo esmeradamente los párpados: ¿es una práctica corriente? ¿Exige conocimientos anatómicos especializados?
Chernecé escrutó de nuevo las imágenes.
—¿Quién ha podido cometer un acto así? ¿Qué clase de… monstruo puede ser? ¿Dónde ha ocurrido esto?
—En los alrededores de Guernon. Doctor, responda a mi pregunta: en su opinión, ¿ha sido un profesional quien ha practicado esta operación?
El oftalmólogo se enderezó.
—Lo siento. No… no puedo decirle nada.
—¿Qué técnica ha utilizado, a su juicio?
El médico se aproximó a los negativos.
—Creo que deslizó una hoja por debajo de los ojos… cortando los nervios ópticos y los músculos oculomotores, aprovechando la flexibilidad del párpado. Creo que después dio la vuelta al ojo, haciendo palanca con la superficie plana de la hoja. Como con una moneda, ¿comprende?
Niémans se guardó en el bolsillo las fotografías. El médico de cutis bronceado seguía sus menores gestos con la mirada, como si viera todavía las imágenes a través de los tejidos del abrigo. Tenía manchas de sudor en la camisa y en los pliegues del torso.
—Me gustaría formularle una pregunta de orden general —murmuró Niémans—. Tómese tiempo para reflexionar antes de contestarme.
El médico retrocedió. La galería parecía habitada por los reflejos danzantes de los árboles. Indicó al policía que prosiguiera.
—¿Qué punto en común ve usted entre los ojos y las manos de un hombre? ¿Qué vínculo puede imaginar entre estas dos partes del cuerpo humano?
El oftalmólogo esbozó unos pasos. Recuperaba la calma, su dominio de hombre de ciencia.
—El punto en común es evidente —dijo al fin—. El ojo y la mano constituyen las partes únicas de nuestro cuerpo.
Niémans se estremeció. Desde la revelación de Costes, «sentía» esto, sin poder precisarlo con claridad en su mente. Ahora le tocó el turno de transpirar.
—¿Qué quiere decir?
—Nuestros iris son únicos. Los millares de fibrillas que los componen constituyen un dibujo que nos es propio. Una marca biológica, cincelada por nuestros genes. El iris constituye una marca tan significativa como las huellas digitales.
»Tal es el punto en común entre los ojos y las manos: son las únicas partes de nuestro cuerpo que llevan una firma biológica. Una firma biométrica, dicen los especialistas. Prive a un cuerpo de sus ojos y de sus manos, y destruirá sus firmas externas. ¿Y quién es un hombre que muere sin estos signos? Nadie. Un muerto anónimo, que ha perdido su identidad profunda. Su alma, tal vez. ¿Quién sabe? En cierto sentido, no se puede imaginar un fin más terrible. Una fosa común de la carne.
Los mosaicos de cristal lanzaban destellos a las pupilas incoloras de Chernecé, reforzando aún más su aspecto traslúcido. La sala entera parecía ahora un iris de cristal. Las ilustraciones anatómicas, la silueta al trasluz, las zarpas de los árboles: cada elemento bailaba como en el fondo de un espejo.
El comisario tuvo una iluminación: pensó en las manos de Caillois, cuyos dedos no llevaban huellas dactilares y que el asesino no había cortado. Sin duda alguna, el asesino se había desinteresado de esas manos precisamente porque eran anónimas.
El asesino robaba las firmas biológicas de sus víctimas.
—Por mi parte —continuó el médico—, pienso incluso que los ojos permiten una identificación todavía más precisa que las huellas digitales. Sus especialistas de la policía deberían tenerlo en cuenta.
—¿Por qué lo dice?
Chernecé sonrió en la oscuridad. Había recuperado su maestría de profesor.
—Algunos científicos piensan que se puede leer en el fondo del iris no sólo el estado de salud de un hombre sino también toda su historia. Esas pequeñas lentejuelas que brillan en torno a nuestra pupila llevan su propia génesis… ¿No ha oído hablar nunca de los iridólogos?
De una forma inexplicable, Niémans sintió la convicción de que esas palabras aportaban una iluminación transversal a toda la investigación. Aún no veía adónde llevaban, pero presentía que el asesino compartía las convicciones del oftalmólogo. Chernecé prosiguió:
—Es una disciplina que nació a finales del siglo pasado. Un domador de águilas alemán constató un fenómeno singular. Una de sus rapaces se había roto la pata. Entonces el hombre se dio cuenta de que su iris llevaba una marca nueva. Una señal dorada. Como si el accidente hubiese repercutido en el ojo del ave. Estos ecos físicos existen, señor. Estoy seguro. ¿Quién sabe? ¿Y si su asesino hubiera querido borrar, al extraer los ojos de su víctima, la huella de un suceso que se podía leer en el fondo de sus iris?
Niémans retrocedió, haciendo que la sombra del médico se alargase a medida que él se alejaba. Formuló su última pregunta:
—¿Por qué no contestó al teléfono esta tarde?
—Porque he desconectado la línea —sonrió el médico—. No visito los lunes. Quería consagrar la tarde y la velada a ordenar mi consulta…
Chernecé volvió al armario y sacó una chaqueta. Se la puso con un solo gesto, amplio, preciso. El conjunto era azul oscuro, aéreo y rectilíneo. Agregó, como comprendiendo al final la razón de la visita de Niémans:
—¿Ha intentado ponerse en contacto conmigo? Lo lamento. Habría podido decirle todo esto por teléfono. Siento mucho haberle hecho perder el tiempo.
El hombre no pensaba ni una palabra de lo que decía. Respiraba egoísmo e indiferencia por todos los poros de su frente bronceada. Incluso ya debía de haber olvidado las órbitas vacías de Rémy Caillois.
Niémans miró los grabados de globos desollados, de vasos sanguíneos que bailaban en el blanco de los ojos, como turnándose con las sombras de los árboles a través de los gruesos cristales del techo y las paredes.
—No he perdido el tiempo —murmuró.
Fuera, una nueva sorpresa esperaba al comisario Niémans. Un hombre parecía aguardar armado de paciencia y apoyado en su berlina, a contraluz de un farol. Era tan alto como él, de tipo magrebí, y llevaba largas trenzas de rasta, un casquete colorado y una perilla de Lucifer.
Un policía con experiencia sabe reconocer a un hombre peligroso cuando se cruza con él. Y este tipo alto y flaco, pese a su postura flemática, pertenecía a esa categoría. Le recordaba a los traficantes que había perseguido tan a menudo bajo el tejido de las noches parisinas. Niémans habría incluso jurado que llevaba un arma de fuego en alguna parte. Se acercó, con la mano cerrada sobre su MR 73, y no creyó lo que estaba viendo: el árabe le sonreía.
—¿Comisario Niémans? —preguntó cuando el policía estuvo sólo a unos metros.
El
beur
deslizó la mano bajo la chaqueta. Niémans desenfundó al instante y apuntó.
—¡No te muevas!
El hombre con cara de esfinge sonrió —mezcla de seguridad e ironía—, henchido de un poderío que Niémans había visto raramente, incluso en los sospechosos más ladinos.
El magrebí dijo con voz tranquila:
—Calma, comisario. Me llamo Karim Abdouf. Soy teniente de policía. El capitán Barnes me ha dicho que le encontraría aquí.
En un segundo, el árabe completó su ademán e hizo aletear a la luz su carné tricolor. Niémans enfundó de nuevo el arma con vacilación, examinando la facha sorprendente del joven inmigrante. Ahora distinguió el centelleo de varios pendientes bajo las trenzas.
—¿No eres de la brigada de Annecy? —preguntó, incrédulo.
—No. Vengo de Sarzac. En el Lot.
—No lo conozco.
Karim se guardó la tarjeta.
—Estamos muy pocos en el secreto.
Niémans sonrió y escrutó de nuevo al larguirucho.
—¿Qué clase de poli eres, pues?
La esfinge asestó un papirotazo a la antena de la berlina.
—Soy el poli que le hace falta, comisario.
Los dos policías tomaron un café en un pequeño bar de carretera en la N56, ya en el camino de regreso. A lo lejos se distinguían las luces de un control de gendarmes y los reflejos de los automóviles que aminoraban la marcha ante los cordones y balizas giroscópicas.
Niémans escuchaba con atención las explicaciones precipitadas de Abdouf, el poli surgido de la nada y cuya improbable investigación parecía directamente relacionada con los asesinatos de Guernon. Sin embargo, la historia del árabe era incomprensible. Hablaba de una madre misteriosa y de su huida, de una niña transformada en niño, de diablos que intentaban destruir el rostro del muchachito, considerándolo un peligroso cuerpo del delito… Todo esto semejaba un largo delirio, salvo que, en este caos de informaciones, el teniente de Sarzac le aportaba la prueba material de que Philippe Sertys había profanado, en la noche del domingo al lunes, el cementerio de un pueblo del departamento del Lot.
Y esa información era crucial.
Philippe Sertys era, sin duda, un profanador de tumbas. Naturalmente, había que comparar las partículas descubiertas cerca del cementerio de Sarzac con los neumáticos del Lada. Pero si estas huellas confirmaban la sospecha del inmigrante, entonces, por primera vez, Niémans tendría una prueba concreta de la culpabilidad de
su
víctima.
En cambio, el comisario no veía cómo encuadrar en su propia investigación los otros elementos suministrados por Karim Abdouf: ese cuento de hadas sobre una niña y su madre perseguidas por «diablos». Niémans preguntó a Karim:
—¿Cuál es tu conclusión?
El joven árabe manoseaba nerviosamente un terrón de azúcar.
—Creo que los diablos se despertaron la otra noche, por una razón que ignoro, y que Sertys ha vuelto para verificar, en la escuela y en el cementerio de mi pueblo, un elemento que tiene relación con la huida de 1982.
—¿Sertys sería uno de tus diablos?
—Exactamente.
—Es absurdo —replicó Niémans—. En 1982, Philippe Sertys tenía doce años. ¿De verdad ves a un niño aterrorizando a una madre de familia y persiguiéndola a través de toda Francia?
Karim Abdouf frunció el ceño.
—Ya lo sé. Aún no encaja todo.
Niémans sonrió y pidió otro café. Todavía ignoraba si debía creer todas las palabras de Karim Abdouf. También ignoraba si podía confiar en un rasta de un metro ochenta y cinco que llevaba una mata de pelo rizado y una pistola automática no reglamentaria y conducía, por lo visto, un Audi robado. Pero su historia no era menos loca que su propia hipótesis: la culpabilidad de las víctimas. Y este joven moro tenía una rabia, un entusiasmo jodidamente contagiosos.
Al final optó por la confianza. Le dio la llave de su despacho en la universidad, donde Karim podría consultar el expediente, y luego le explicó la fase secreta de su investigación.
Con voz suave, el comisario expresó sus convicciones: las víctimas eran culpables, el asesino llevaba a cabo una o varias venganzas. Resumió los tenues indicios que corroboraban esta hipótesis. La esquizofrenia y la brutalidad de Rémy Caillois. El almacén aislado y el cuaderno de Philippe Sertys. Niémans habló también de los «ríos de color púrpura», sin poder explicar esos extraños términos, y después resumió la situación presente: la espera de los resultados de la segunda autopsia, el cuerpo que tal vez contuviera un nuevo mensaje.
Y también la vaga esperanza de que todos los sedales lanzados en la región facilitaran una indicación decisiva. Y al final, en un tono más bajo, habló de Éric Joisneau y de sus inquietudes.
Abdouf formuló preguntas precisas sobre la desaparición del teniente, que parecía interesarle en sumo grado. Niémans preguntó a su vez:
—¿Tienes una idea sobre este punto?
El joven policía sonrió con gesto de cansancio.
—La misma que usted, comisario. Creo que su muchacho ha tenido un problema. Ha puesto las manos en algo importante y ha querido dar el golpe en solitario para darse importancia delante de usted. Supongo que ha descubierto algo capital, que al final le ha explotado en la cara. Espero equivocarme, pero su Joisneau ha descubierto, quizá, la identidad del asesino y esto, quizá, le ha costado la vida.
Hizo una pausa. Niémans observaba los resplandores del lejano control de carretera. Sin confesárselo, compartía esa certidumbre desde su despertar en la biblioteca. Karim continuó:
—No me considere un cínico, comisario. Desde esta mañana voy de pesadilla en pesadilla. Ahora me encuentro aquí, en Guernon, ante un asesino que arranca los ojos de sus víctimas. Ante usted. Pierre Niémans, a la cabeza del reparto, uno de los grandes nombres de la policía francesa, que está tan perdido como yo en este pueblo… Y entonces decido ya no asombrarme de nada. Para mí, estos asesinatos están en relación directa con mi propia investigación y, créame, estoy dispuesto a ir hasta el final.
Los dos policías salieron.
Eran las once de la noche. Una lluvia fina llenaba la atmósfera. A lo lejos, los controles de los gendarmes seguían afrontando la llovizna. Unos automovilistas esperaban pacientemente para pasar. Algunos se asomaban a las ventanillas entreabiertas y observaban con mirada circunspecta los fusiles ametralladores que relucían bajo el chubasco.