Los ríos de color púrpura (11 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Los ríos de color púrpura
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—Volveos.

Los cabezas rapadas arrastraron las Doc Martins.

—Vais a arrodillaros, tíos. Vosotras también, pavas. Y poned las manos sobre la cola.

Todas las manos se apretaron contra la disoplastina, que se coló entre los dedos cerrados. A la tercera tracción, las palmas quedaron pegadas definitivamente. Los
skins
se dejaron caer de bruces contra el suelo, torciéndose las muñecas al aplastarlas sobre el asfalto.

Karim se reunió con su primer adversario. Se sentó con las piernas cruzadas, en posición de loto, e inspiró profundamente para calmarse. Su voz se sosegó:

—¿Dónde estabais ayer por la noche?

—No… no fuimos nosotros.

Karim aguzó el oído. Había humillado a los
skins
a fuerza de bravatas y ahora los interrogaba por guardar las formas. Estaba seguro de que esos descerebrados no tenían nada que ver con la profanación del cementerio. Sin embargo, este
skin
parecía saber algo. El moro se inclinó:

—¿De qué hablas?

El cabeza rapada se apoyó sobre un codo.

—El cementerio… No hemos sido nosotros.

—¿Cómo es que estás al corriente?

—Hemos… hemos pasado por allí…

En la mente de Karim surgió una idea. Crozier tenía un testigo. Alguien le había prevenido esta mañana: los
skins
habían sido vistos rondando el cementerio. Y el comisario le había mandado allí sin decirle nada. Karim le ajustaría las cuentas más tarde.

—Cuéntamelo.

—Pasábamos por allí…

—¿A qué hora?

—No sé… A eso de las dos…

—¿Por qué?

—No lo sé… Queríamos armar jaleo… íbamos a las casas de los obreros para darle una lección a algún moreno…

Karim se estremeció.

—¿Y qué más?

—Pasamos cerca del cementerio… La verja estaba abierta… vimos unas sombras… unos gamberros que salían del panteón…

—¿Cuántos eran?

—D… dos, creo…

—¿Podrías describirlos?

El herido rió con sarcasmo.

—Tío, estábamos ciegos…

Karim le dio un manotazo en la oreja triturada. El
skin
ahogó un grito que acabó en un silbido de serpiente.

—¿Podrías dar sus señas?

—¡No! Estaba muy oscuro…

Karim reflexionó. Le volvió a la cabeza una certidumbre a propósito de los ladrones: eran profesionales.

—¿Y después?

—Joder… Eso nos acobardó… pusimos pies en polvorosa… Pensamos que iban a echarnos la culpa… por lo de Carpentras…

—¿Esto es todo? ¿No visteis nada más? ¿Ningún detalle?

—No… nada… A las dos de la madrugada, en ese poblacho… no se ve nada…

Karim se imaginó la soledad de la carretera estrecha, con un único farol como una zarpa blanca encima de la noche, rodeado por luciérnagas. Y la banda de cabezas rapadas dándose codazos, drogados hasta las orejas, gritando himnos nazis. Repitió:

—Reflexiona un poco más.

—Un… un poco más tarde… Creo que vimos un cacharro del Este, un Lada o algo parecido, que venía a toda velocidad en dirección contraria… Venía del cementerio… Por la D143…

—¿De qué color?

—Bl… Blanco…

—¿Nada de particular?

—Es… estaba cubierto de barro…

—¿Has tomado nota de la matrícula?

—Capullo… No somos polis, cara culo…

Karim le propinó un golpe de tacón en el bazo. El hombre se retorció, emitiendo un gorgoteo sanguinolento. El teniente se enderezó y se sacudió el polvo de los vaqueros. Ya no había nada más que sonsacar. Oyó gemir a los otros a sus espaldas. Sin duda tenían quemaduras de tercer o cuarto grado en las manos. Karim concluyó:

—Irás amablemente a la comisaría de Sarzac. Hoy. A firmar tu declaración. Di que vas de mi parte, así recibirás un trato de favor.

El
skin
asintió con la cabeza palpitante y después alzó unos ojos de animal abatido.

—¿Por qué… por qué… haces esto, tío?

—Para que te acuerdes —murmuró Karim—. Un poli siempre es un problema. Pero un poli moro es un maldito problema. Intenta darle una lección a un moreno y tendrás un problema.

Karim le asestó un último puntapié. A fondo.

El árabe salió andando hacia atrás y recuperó su Glock 21 al pasar.

Karim arrancó en tromba y se detuvo varios kilómetros más allá, en la linde de un bosque, para dejar que la tranquilidad volviera a sus venas y reflexionar. Así pues, la profanación había tenido lugar antes de las dos de la madrugada. Los saqueadores eran dos y conducían —tal vez— un cacharro del Este. Echó una mirada al reloj: tenía el tiempo justo de consignarlo todo por escrito. La investigación podía empezar en serio. Había que dar una orden de búsqueda, solicitar la documentación del automóvil, interrogar a la gente que vivía a lo largo de la D143…

Pero ya tenía la cabeza en otro sitio. Se había librado de su misión. Ahora Crozier le iba a dar carta blanca. Ahora podría llevar la investigación a su manera: huronear por ejemplo, acerca de un niño desaparecido en 1982.

III
11

El examen de la parte anterior del tórax revela largos cortes longitudinales realizados, sin duda, con un instrumento cortante. Encontramos igualmente otras laceraciones, efectuadas con el mismo instrumento, en los hombros, los brazos…

El médico forense llevaba una bata arrugada de tela gruesa y gafas pequeñas. Se llamaba Marc Costes. Era un hombre joven de facciones afiladas y mirada perdida. Al primer golpe de vista le había caído bien a Niémans, que había reconocido en él a un apasionado, un verdadero investigador falto, sin duda, de experiencia pero en absoluto de vocación. Leía su informe con una voz metódica:

… Quemaduras múltiples: en el torso, los hombros, las caderas, los brazos. Hemos contado aproximadamente veinticinco huellas de este tipo, muchas de las cuales se confunden con los cortes antes descritos…

Niémans interrumpió:

—¿Qué quiere decir eso?

El médico alzó una mirada tímida por encima de sus gafas.

—Creo que el asesino cauterizó las heridas con fuego. Al parecer las salpicó de pequeñas cantidades de gasolina para luego encenderlas. Yo diría que utilizó un aerosol comercial, tal vez un Kärcher.

Niémans echó de nuevo una mirada a la sala de prácticas donde había instalado su cuartel general, en el primer piso del edificio Psicología/Sociología. Era en esta sala discreta donde había deseado hablar con el médico forense. El capitán Barnes y el teniente Joisneau estaban también presentes, muy atentos en sus sillas de estudiantes.

—Continúe —ordenó.

… Constatamos igualmente numerosos hematomas, edemas, fracturas. Sólo en el torso hemos encontrado dieciocho hematomas. Tiene cuatro costillas rotas. Las dos clavículas están deshechas. Tres dedos de la mano izquierda y dos de la derecha están aplastados. Los genitales están amoratados a fuerza de golpes.

El arma utilizada es sin duda una barra de hierro o de plomo de un espesor de unos siete centímetros. Por supuesto hay que distinguir las heridas causadas más tarde por el transporte del cuerpo y su «incrustamiento» en la roca, pero los edemas no evolucionan de la misma manera,
post mortem…

Niémans echó una breve ojeada al auditorio: miradas huidizas y sienes relucientes.

… En cuanto a la parte superior del cuerpo. Rostro intacto. Ningún signo visible de equimosis en la nuca…

El policía preguntó:

—¿Ningún corte en la cara?

—No. Parece incluso que el asesino haya evitado tocarla.

Costes bajó los ojos hacia su informe y continuó la lectura, pero Niémans volvió a interrumpirle:

—Espere. Supongo que esto se prolongará durante mucho rato.

El médico parpadeó nerviosamente, hojeando su informe.

—Varias páginas…

—De acuerdo. Leeremos todo esto cada uno por nuestro lado. Será mejor que nos diga la causa de la defunción. ¿Esas heridas fueron las que provocaron la muerte de la víctima?

—No. El hombre murió por estrangulación. No cabe la menor duda. Con un hilo metálico de unos dos milímetros de diámetro. Yo diría que un cable de freno de bicicleta, una cuerda de piano, un hilo de esa clase. El cable cortó la carne en una longitud de quince centímetros, destrozó la glotis, partió los músculos de la laringe y cortó la aorta, lo que provocó la hemorragia.

—¿Hora del homicidio?

—Difícil de decir. A causa de la posición acurrucada del cuerpo. El proceso de rigidez cadavérica fue alterado por la postura y…

—Denosuna hora aproximada.

—Diría que… a la puesta de sol, la tarde del sábado, entre las veinte y las veinticuatro horas.

—¿Sorprendieron tal vez a Caillois cuando volvía de su excursión?

—No necesariamente. En mi opinión, las torturas duraron un buen rato. Creo que Caillois fue más bien atacado de madrugada. Y que su calvario se prolongó durante todo el día.

—¿Le parece que la víctima se defendió?

—Imposible decirlo, habida cuenta de las múltiples heridas. Una cosa es segura: la víctima no murió de un golpe. Y estaba maniatado y consciente durante la sesión de tortura: las marcas de ataduras en los brazos y las muñecas son evidentes. Por otra parte, como la víctima no muestra ninguna señal de mordaza, es de suponer que el verdugo no temía que se oyeran sus gritos.

Niémans se sentó en el alféizar de una ventana.

—¿Qué diría usted de las torturas? ¿Son profesionales?

—¿Profesionales?

—¿Se trata de técnicas de guerra? ¿De métodos conocidos?

—No soy especialista pero no, no lo creo. Diría más bien que son las maneras de… de un maníaco. De un enloquecido que quisiera obtener las respuestas a sus preguntas.

—¿Por qué dice eso?

—El asesino quería hacer hablar a Caillois. Y Caillois habló.

—¿Cómo lo sabe?

Costes se inclinó con humildad. A pesar del calor de la sala, no se había quitado la parka.

—Si el asesino hubiese querido hacer sufrir a Rémy Caillois solamente por placer, lo habría torturado hasta el fin. Y, como ya he dicho, acabó por matarlo de otra manera. Con un hilo metálico.

—¿No hay huellas de agresiones sexuales?

—No. Nada al respecto. No van por ahí los tiros. En absoluto.

Niémans dio todavía unos pasos a lo largo de la tarima. Hizo un esfuerzo para imaginarse a un monstruo capaz de infligir tales malos tratos. Imaginó la escena. No vio nada. Ni rostro ni silueta. Pensó entonces en el martirizado, en lo que podía ver de él cuando estaba luchando con la muerte y el sufrimiento. Vio gestos salvajes, colores marrones, ocres, rojos. Un vendaval insoportable de golpes, de fuego, de sangre. ¿Cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Caillois? Articuló claramente:

—Háblenos de los ojos.

—¿De los ojos?

Fue Barnes quien formuló la pregunta. Bajo el golpe de la sorpresa, su voz había subido de volumen. Niémans se dignó responderle:

—Sí, los ojos. Me he percatado de ello hace un momento, en el hospital. El asesino extrajo los ojos de su víctima. Las órbitas parecían incluso llenas de agua…

—Exacto —dijo Costes.

—Empiece por el principio —ordenó Niémans.

Costes se ensimismó en sus notas.

—El asesino trabajó bajo los párpados. Deslizó un instrumento cortante, seccionó los músculos oculomotores y el nervio óptico y después extirpó los globos oculares. Luego raspó y limpió cuidadosamente el interior de las cavidades óseas.

—¿Estaba ya muerta la víctima durante esa operación?

—No se puede saber. Pero he detectado signos de hemorragia en esta zona que podrían demostrar que Caillois aún vivía.

Reinó el silencio tras sus palabras. Barnes estaba lívido, Joisneau como petrificado por el terror.

—¿Y después? —preguntó Niémans para borrar esta angustia que se intensificaba por segundos.

—Más tarde, cuando la víctima hubo muerto, el asesino llenó las órbitas de agua. De agua del río, supongo. A continuación volvió a cerrar delicadamente los párpados. Por eso los ojos estaban cerrados, e hinchados, como si no hubieran sufrido ninguna mutilación.

—Volvamos a la ablación. ¿Posee el asesino, según usted, nociones de cirugía?

—No. O si acaso nociones muy vagas. Yo diría que, al igual que con las torturas, se aplica.

—¿Qué instrumental utilizó? ¿El mismo que para los cortes?

—De la misma familia, en todo caso.

—¿Qué familia?

—Instrumentos industriales.
Cutters.

Niémans se plantó delante del médico.

—¿Es todo lo que puede decirnos? ¿Ningún indicio? ¿No se deduce ninguna orientación, después de su informe?

—Ninguna, por desgracia. El cuerpo fue lavado completamente antes de ser incrustado en la roca. Este cadáver no puede decirnos nada sobre el lugar del crimen y aún menos sobre la identidad del asesino. Sólo podemos suponer que se trata de un hombre fuerte y hábil. Esto es todo.

—Muy poco —gruñó Niémans.

Costes hizo una pausa y volvió a su informe:

—Hay solamente un detalle sobre el cual no hemos hablado… Un detalle que no tiene nada que ver con el asesinato.

El comisario se puso rígido.

—¿Qué?

—Rémy Caillois no tenía huellas dactilares.

—¿Cómo es eso?

—Tenía las manos corroídas, gastadas hasta el punto de no aparecer en sus dedos ningún surco, ninguna huella. Tal vez se quemó en un accidente. Pero es un accidente que se remonta a mucho tiempo atrás.

Niémans interrogó con la mirada a Barnes, quien arqueó las cejas en señal de ignorancia.

—Ya lo investigaremos —masculló el comisario.

Se acercó al médico hasta rozar su parka.

—¿Qué piensa usted de este asesinato? ¿Qué presiente? ¿Cuál es su intuición de matasanos?

Costes se quitó las gafas y se restregó los párpados. Cuando volvió a ponerse las gafas, su mirada parecía más clara, más brillante. Y su voz más firme:

—El asesino sigue un rito oscuro. Un rito que debía acabarse en esa posición de feto, en el hueco de la roca. Todo esto parece muy preciso, muy madurado. Es decir, que la mutilación de los ojos debía de ser esencial. También está el agua. Esa agua bajo los párpados, en lugar de los ojos. Como si el asesino hubiese querido limpiar las órbitas, purificarlas. Estamos analizando esa agua. Nunca se sabe. Quizá contenga un indicio… Un indicio químico.

Niémans desestimó estas últimas palabras con un gesto vago. Costes hablaba de un papel purificador. El comisario, después de su visita al pequeño lago, también pensaba en una operación de catarsis, de apaciguamiento. Los dos hombres coincidían en este terreno. Más arriba del lago, el asesino había querido lavar la suciedad… ¿quizá simplemente purificar su propio crimen?

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