El oficial se detuvo. Se apeó del vehículo y cogió los gemelos. Escrutó largo rato el paisaje: había perdido de vista el río. Pronto comprendió que el torrente, una vez llegado al fondo del valle, fluía justo detrás del muro de rocas. Podía incluso divisarlo a través de algunos picos abiertos en las piedras.
De improviso se fijó en otro detalle, que situó con ayuda de los gemelos. No, no se había equivocado. Volvió al coche y lo puso rápidamente en marcha en dirección al barranco. Acababa de descubrir, en una de las fallas entre las rocas, el cordón de un amarillo fluorescente, específico de la gendarmería nacional:
Prohibido el paso.
Niémans descendió por la falla rocosa donde se dibujaban las curvas de un estrecho sendero. Pronto se vio obligado a detenerse, ya que el espacio no era lo bastante ancho para la berlina. Salió del vehículo, pasó por debajo del cordón plastificado y accedió al río.
Una presa natural detenía allí el curso de las aguas. El torrente, que Niémans esperaba descubrir burbujeante de espuma, se transformaba en un pequeño lago, claro y tranquilo. Como un rostro del que hubiera desaparecido súbitamente toda la cólera. Más lejos, a la derecha, volvía a fluir y sin duda atravesaba el pueblo, que aparecía, grisáceo, en el cauce del valle.
Pero Niémans se paró en seco. Un hombre ya estaba allí, a su izquierda, en cuclillas, sobre el agua. Con un gesto reflejo, Niémans levantó la cinta de velero de su cinturón. El gesto hizo entrechocar ligeramente las esposas. El hombre se volvió hacia él y sonrió.
—¿Qué hace usted aquí? —interrogó bruscamente Niémans.
El desconocido sonrió de nuevo, sin responder y se enderezó, sacudiéndose el polvo de las manos. Era un hombre joven de rostro delgado y cabellos rubios y tiesos. Cazadora de ante y pantalón de pinzas. Replicó, con voz clara:
—¿Y usted?
Esta señal de insolencia desarmó a Niémans, que contestó en tono desabrido:
—Policía. ¿Es que no ha visto el cordón? Espero que tenga un buen motivo para haber rebasado el límite, porque…
—Éric Joisneau, SRPJ de Grenoble. Me he adelantado. Otros tres OPJ llegarán por la tarde.
Niémans se reunió con él en la estrecha orilla.
—¿Dónde están los agentes? —preguntó.
—Les he dado media hora libre. Para desayunar. —Se encogió de hombros, indiferente—. Yo tenía trabajo aquí. Quería estar tranquilo… comisario Niémans.
El policía de cabellos canosos puso mala cara. El joven continuó, seguro de sí mismo:
—Le he reconocido enseguida. Pierre Niémans. Ex gloria del RAID. Ex comisario de la BRB. Ex cazador de asesinos y traficantes. En resumen, ex muchas cosas…
—¿La insolencia figura en el programa de los inspectores ahora?
Joisneau se inclinó en una postura irónica:
—Discúlpeme, comisario. Intento sencillamente desmitificar a la estrella. Sabe muy bien que es un divo, un «superpolicía» que alimenta los sueños de todos los inspectores jóvenes. ¿Ha venido por el asesinato?
—¿Tú qué crees?
El policía se inclinó otra vez.
—Será un honor trabajar a su lado.
Niémans miraba a sus pies la superficie transparente de las aguas lisas, como vitrificadas por la luz matutina. Una luminiscencia de jade parecía elevarse del fondo.
—Cuéntame lo que sepas.
Joisneau alzó los ojos hacia la muralla de roca.
—El cuerpo estaba incrustado allí arriba.
—¿Allí arriba? —repitió Niémans, observando la pared donde pronunciados relieves proyectaban sombras abruptas.
—Sí. A quince metros de altura. El asesino hundió el cuerpo en una de las fallas de la pared. Con una postura extraña.
—¿Qué postura?
Joisneau flexionó las piernas, levantó las rodillas y cruzó los brazos contra el torso.
—La posición fetal.
—Curioso.
—Todo es curioso en este asunto.
—Me han hablado de heridas, quemaduras —continuó Niémans.
—Aún no he visto el cuerpo. Pero parece, en efecto, que hay numerosos indicios de tortura.
—¿La víctima murió a causa de esas torturas?
—No hay nada seguro por el momento. La garganta muestra también unos cortes profundos. Marcas de estrangulación.
Niémans se volvió de nuevo hacia el pequeño lago. Vio su silueta —pelo al rape y abrigo azul— reflejada con claridad.
—¿Y aquí? ¿Has encontrado algo?
—No. Hace una hora que busco un detalle, un indicio. Pero no hay nada. En mi opinión, la víctima no murió aquí. El asesino sólo la colocó allí arriba.
—¿Has subido hasta la falla?
—Sí. Nada digno de mención. No cabe duda de que el asesino subió hasta la cima de la muralla por el otro lado y después bajó el cuerpo atado a una cuerda. Entonces bajó él con ayuda de otra cuerda e incrustó a su víctima. Debió de esforzarse mucho para darle esta postura teatral. Es incomprensible.
Niémans volvió a mirar la pared, erizada de aristas, surcada de asperezas. Desde donde se hallaba no podía evaluar claramente las distancias, pero le parecía que el nicho donde habían descubierto el cuerpo estaba a media altura de la pared, tan alejado del suelo como de la cima del acantilado. Se volvió en redondo.
—Vámonos.
—¿Adónde?
—Al hospital. Quiero ver el cuerpo.
Destapado justo hasta los hombros, el hombre estaba desnudo y puesto de perfil sobre la mesa centelleante. Era una postura encogida, como si hubiese temido que un rayo le acertase en plena cara. Con los hombros hundidos y la nuca baja, el cuerpo conservaba los dos puños cerrados bajo el mentón, entre las rodillas dobladas. La piel blanquecina, los músculos protuberantes, la epidermis surcada de heridas proporcionaban al cadáver un aspecto, una realidad casi insoportables. El cuello presentaba largas heridas, como si hubieran intentado cortarle la garganta. Las venas difusas se desplegaban bajo las sienes como ríos hinchados.
Niémans levantó la mirada hacia los otros hombres presentes en el depósito de cadáveres. Estaba el juez de instrucción Bernard Terpentes, silueta estrecha y bigote breve; el capitán Roger Barnes, colosal, oscilante como un carguero, que dirigía la brigada de gendarmería de Guernon; y el capitán René Vermont, delegado por la sección de investigación de la gendarmería, un hombre bajo y calvo, de cara rojiza y ojos penetrantes como barrenas. Joisneau se mantenía un poco atrás y hacía gala de la expresión de un subalterno celoso.
—¿Se conoce su identidad? —preguntó Niémans sin dirigirse a nadie en concreto.
Barnes dio un paso hacia delante, muy militar y carraspeó.
—La víctima se llama Rémy Caillois, señor comisario. Tenía veinticinco años. Desempeñó durante tres años el puesto de bibliotecario jefe en la Universidad de Guernon. El cuerpo ha sido identificado por su esposa, Sophie Caillois, esta mañana.
—¿Había denunciado su desaparición?
—Ayer domingo al atardecer. Su marido se había ido la víspera de excursión a la montaña, hacia la punta del Muret. Solo, como hacía cada fin de semana. A veces dormía en uno de los refugios. Por eso no se había inquietado. Hasta ayer por la tarde, y…
Barnes se interrumpió. Acababan de destapar el torso del cadáver.
Reinó una especie de espanto silencioso, un grito mudo que permaneció bloqueado en las gargantas. El abdomen y el tórax de la víctima estaban acribillados de llagas negruzcas, de formas y relieves variados. Cortes con bordes violáceos, quemaduras irisadas, algo parecido a nubes de hollín. También se distinguían laceraciones, menos profundas, que se prolongaban alrededor de brazos y muñecas, como si hubieran maniatado al hombre con un trozo de cable.
—¿Quién descubrió el cuerpo?
—Una mujer joven… —Barnes echó una ojeada a su expediente y prosiguió—: Fanny Ferreira. Una profesora de la universidad.
—¿Cómo lo descubrió?
Barnes volvió a aclararse la voz.
—Es una deportista que practica la natación en aguas vivas. Ya sabe, se desciende por los rápidos sobre una balsa con traje de buzo y aletas. Es un deporte muy peligroso y…
—¿Y entonces?
—Al terminar el recorrido más allá del remanso natural del río, al pie de la muralla que rodea el campus, subió al parapeto y desde allí divisó el cuerpo, embutido en la pared.
—¿Qué le dijo?
Barnes echó una mirada insegura a su alrededor.
—Bueno, pues, yo…
El comisario descubrió totalmente el cuerpo. Dio la vuelta en torno a la criatura blanquecina, acurrucada, cuyo cráneo de cabellos muy cortos se alzaba como una flecha de piedra.
Niémans agarró las hojas del certificado de defunción que Barnes le tendía. Recorrió las líneas mecanografiadas. El documento había sido redactado por el director del hospital en persona. No se pronunciaba sobre la hora de la muerte. Se contentaba con describir las heridas visibles y concluía que se había producido por estrangulación. Para saber algo más, sería preciso enderezar el cuerpo y practicar la autopsia.
—¿Cuándo llegará el médico forense?
—Lo esperamos de un momento a otro.
El comisario se acercó a la víctima. Se inclinó, observó sus rasgos. Un rostro más bien agraciado, joven, con los ojos cerrados, y sobre todo sin ninguna huella de golpes o malos tratos.
—¿Nadie ha tocado la cara?
—Nadie, comisario.
—¿Tenía los ojos cerrados?
Barnes asintió. Con el pulgar y el índice, Niémans separó ligeramente los párpados de la víctima. Entonces sucedió lo imposible: una lágrima fluyó, lenta y clara, del ojo derecho. El comisario se sobresaltó, descompuesto. El rostro lloraba.
Niémans fijó la mirada sobre los otros hombres: nadie se había percatado de este detalle asombroso. Conservó la sangre fría y repitió su gesto, de nuevo desapercibido para los demás. Lo que vio le demostró que no estaba loco y que este asesinato era sin duda lo que todo policía espera o teme a lo largo de toda su carrera, según su personalidad. Se enderezó y volvió a cubrir el cuerpo con un gesto seco. Murmuró, dirigiéndose al juez:
—Háblenos del procedimiento de la investigación.
Bernard Terpentes se puso rígido.
—Señores, comprenderán que este asunto puede ser difícil y… nada habitual. Por esta razón el procurador y yo hemos decidido requerir la ayuda del SRPJ de Grenoble y la SR de la gendarmería nacional. También he llamado al comisario principal Pierre Niémans, aquí presente, que ha venido de París. Sin duda su nombre les es conocido. El comisario pertenece hoy a una instancia superior de la BRP, la Brigada de Represión del Proxenetismo en París. De momento no sabemos nada sobre los móviles del asesinato, pero es posible que se trate de un crimen de motivación sexual. De un maníaco, en todo caso. Y la experiencia del señor Niémans nos será muy útil. Por esto les propongo que el comisario tome la dirección de las operaciones…
Barnes asintió con un leve movimiento de cabeza, Vermont le imitó, pero en una versión menos apresurada. En cuanto a Joisneau, respondió:
—Por mí, no hay ningún problema. Pero han de llegar mis colegas del SRPJ y…
—Yo se lo explicaré —cortó Terpentes, que se volvió hacia Niémans—: Comisario, le escuchamos.
Lo teatral de la escena molestaba a Niémans. Tenía prisa por estar fuera, investigando, y sobre todo, solo.
—Capitán Barnes —preguntó—, ¿cuántos hombres tiene usted?
—Ocho. No… discúlpeme, nueve.
—¿Están acostumbrados a interrogar a testigos, tomar nota de indicios, organizar cordones de carretera?
—Pues… En realidad no es la clase de cosas que solemos hacer…
—Y usted, capitán Vermont, ¿de cuántos hombres dispone?
La voz del gendarme resonó como una salva de honor:
—De veinte. Hombres de experiencia. Dividirán en zonas los terrenos que rodean los lugares del descubrimiento y…
—Muy bien. Sugiero que interroguen además a todas las personas que residan cerca de las carreteras que llevan al río, que visiten también las gasolineras, estaciones y casas vecinas a las paradas de autobús… Durante sus caminatas, el joven Caillois dormía a veces en los refugios. Localícelos y regístrelos. Es posible que la víctima fuera sorprendida en uno de ellos.
Niémans se volvió hacia Barnes.
—Capitán, quiero que lance peticiones de información por toda la comarca. Quiero obtener antes de mediodía la lista de vagabundos, merodeadores y demás indigentes del departamento. Quiero que verifiquen las salidas recientes de prisión en un radio de trescientos kilómetros. Los robos de coches y los robos en general. Quiero que interrogue a todos los hoteles y restaurantes. Envíe cuestionarios por fax. Quiero conocer el menor hecho singular, la menor llegada sospechosa, el menor signo. También quiero la lista de hechos ocurridos aquí, en Guernon, desde hace veinte años y más que pudieran recordar, de cerca o de lejos, nuestro asunto.
Barnes tomaba nota de cada exigencia en un cuaderno. Niémans se dirigió a Joisneau:
—Contacta con el Servicio de Información General. Pídeles la lista de sectas, de magos y de todos los individuos estrafalarios censados en la región.
Joisneau asintió. Terpentes opinó lo mismo que el jefe, en señal de asentimiento superior como si le quitara las ideas de la cabeza.
—Ya tienen en qué ocuparse mientras esperamos los resultados de la autopsia —concluyó Niémans—. Huelga indicarles que debemos observar el silencio más absoluto sobre todo esto. Ni una palabra a la prensa local. Ni una palabra a nadie.
Los hombres se separaron en la escalinata del CHRU —el Centro Hospitalario Regional Universitario—, y aceleraron el paso entre la llovizna matinal. Bajo la sombra del alto edificio, que parecía datar de por lo menos dos siglos, subió cada uno a su coche con la cabeza baja y los hombros hundidos, sin una palabra ni una mirada.
La caza había comenzado.
Pierre Niémans y Éric Joisneau se dirigieron inmediatamente a la universidad, a la entrada del pueblo. El comisario pidió al teniente que le esperase en la biblioteca, situada en el edificio principal, mientras él visitaba al rector de la facultad, cuyas oficinas ocupaban el último piso del edificio administrativo, a cien metros de distancia.
El policía entró en una vasta construcción de los años setenta, ya renovada, de techo muy alto, donde cada pared lucía un color pastel diferente. En el último piso, en una especie de antesala ocupada por una secretaria y su pequeña oficina, Niémans se presentó y solicitó ver al señor Vincent Luyse.