Bajo las luces glaucas de la arteria, Niémans entrevió la hoja que cortaba sin tregua al hombre postrado de rodillas, que acusaba los golpes con pequeños estremecimientos. Los agresores levantaron el cuerpo y lo balancearon por encima de la barandilla.
—¡No!
El policía había gritado y desenfundado su revólver en el mismo instante. Se apoyó contra un coche, apretó el puño derecho contra la palma izquierda y apuntó conteniendo el aliento. Primer disparo. Fallido. El asesino del machete se volvió, estupefacto. Segundo disparo. También fallido.
Niémans reanudó su carrera esgrimiendo el arma pegada al muslo, en posición de combate. La cólera le aceleraba el corazón: sin las gafas, había errado por dos veces el blanco. Llegó al puente. El hombre del machete ya huía por el monte bajo que bordea la carretera de circunvalación. Su cómplice permanecía inmóvil, petrificado. El oficial de policía asestó un culatazo en la garganta del hombre y lo arrastró por los cabellos hasta una señal de tráfico. Lo esposó con una mano y entonces se volvió hacia los coches.
El cuerpo de la víctima se había estrellado sobre la calzada y varios vehículos le habían pasado por encima antes de que las colisiones detuvieran totalmente el tráfico. Coches amontonados en batería caóticamente, estruendo de chapas… El atasco lanzaba ahora su canto frenético de bocinas. A la luz de los faros, Niémans divisó a uno de los conductores titubeando junto a su coche con las manos en la cara.
El comisario dirigió su mirada más allá de la circunvalación. Vio al asesino, con un brazalete colorado, que cruzaba el follaje. Niémans empezó a correr al tiempo que se enfundaba el arma.
A través de los árboles, el asesino le lanzaba ahora breves ojeadas. El policía no se ocultaba: el hombre debía saber que el comisario principal Pierre Niémans iba a cargárselo. De repente, el
hooligan
saltó un terraplén y desapareció. El ruido de los pasos al pisar la grava informó a Niémans de su dirección: los jardines de Auteuil.
El policía le siguió y vio reflejarse la noche en los guijarros grises de los jardines. Caminando junto a los invernaderos, percibió la silueta que escalaba un muro. Aceleró el paso y descubrió las pistas de Roland-Garros.
Las puertas de reja no tenían echado el cerrojo: el asesino pasaba sin dificultad de pista en pista. Niémans agarró una puerta, penetró en el terreno rojo y saltó una primera red. Cincuenta metros más allá, el hombre empezó a ir más despacio, dando muestras de fatiga. Todavía logró saltar una red y subir los escalones entre las graderías. En cambio Niémans los subió ágilmente, sin apenas un jadeo. Se encontraba a sólo unos metros cuando, en la parte más alta de la tribuna, la sombra saltó al vacío.
El fugitivo acababa de llegar al tejado de una vivienda particular. Desapareció de golpe, en el otro extremo. El comisario retrocedió y se lanzó a su vez. Aterrizó en la plataforma de gravilla. Abajo, césped, árboles, silencio.
Ninguna huella del asesino.
El policía se dejó caer y rodó por la hierba húmeda. Sólo había dos posibilidades: el edificio principal, desde cuyo tejado acababa de saltar, y un vasto edificio de madera en el fondo del jardín. Desenfundó su MR 73 y se lanzó contra la puerta que se levantaba detrás de él. No ofreció ninguna resistencia.
El comisario dio varios pasos y luego se detuvo, atónito. Se hallaba en un vestíbulo de mármol, dominado por una placa de piedra circular grabada con letras desconocidas. Una rampa dorada se elevaba hacia las tinieblas de los pisos superiores. Colgaduras de terciopelo, de un rojo imperial, pendían en la penumbra, brillaban ánforas hieráticas… Niémans comprendió que había penetrado en una embajada asiática.
De pronto sonó un ruido en el exterior. El homicida estaba en el otro edificio. El policía atravesó el parque por el césped y alcanzó el edificio de tablas de madera. La puerta todavía oscilaba. Entró, una sombra en la sombra. Y la magia volvió a cerrarse con sigilo. Era una cuadra, dividida en caballerizas recortadas, ocupadas por pequeños caballos de crines cortadas a cepillo.
Grupas temblorosas. Paja volátil. Pierre Niémans avanzó, empuñando el arma. Dejó atrás una caballeriza, dos, tres… Un ruido sordo a su derecha. El policía se volvió. Sólo el crujido de un casco. Un bufido a la izquierda. Otra media vuelta. Demasiado tarde. La hoja se abatió. Niémans se apartó en el último momento. El machete le rozó el hombro y se hundió en la grupa de un caballo. La coz fue fulgurante: el hierro del casco saltó al rostro del asesino. El policía aprovechó la ventaja, se abalanzó sobre el hombre, dio la vuelta a su arma y la usó como martillo.
Asestó un golpe, otro, y se detuvo de repente, mirando con fijeza los rasgos ensangrentados del
hooligan.
Huesos protuberantes despuntaban bajo la carne destrozada. Un globo ocular pendía del extremo de un entramado de fibras. El asesino ya no se movía, tocado aún con su gorra de los colores del Arsenal. Niémans volvió a empuñar el arma y sujetó la culata ensangrentada con las dos manos, y entonces hundió el cañón en la boca reventada del hombre. Levantó el gatillo y cerró los ojos. Iba a disparar… cuando se oyó un ruido estridente.
El teléfono móvil sonó en su bolsillo.
Tres horas después, a lo largo de las calles demasiado nuevas y demasiado simétricas del barrio de Nanterre-Préfecture, un pequeño resplandor brillaba en el edificio de la dirección central de la policía judicial del Ministerio del Interior. Una especie de destello de potencia difusa y concentrada que centelleaba muy bajo, casi a ras del despacho de Antoine Rheims, sentado en la sombra. Frente a él, detrás del halo, se erguía la alta silueta de Pierre Niémans. Acababa de resumir, lacónicamente, el informe que había redactado sobre la persecución de Boulogne. Rheims preguntó, escéptico:
—¿Cómo está el hombre?
—¿El inglés? En coma. Fracturas faciales múltiples. He llamado hace un momento al hospital: están intentando un injerto de piel para el rostro.
—¿Y la víctima?
—Triturado por los coches en la circunvalación. En Porte Molitor.
—Dios mío. ¿Qué ha pasado?
—Un ajuste de cuentas entre
hooligans.
Entre los seguidores del Arsenal había hombres del Chelsea. Al amparo de la pelea, los dos
hooligans
con machete se han cargado a su rival.
Rheims asintió, incrédulo. Tras un silencio, prosiguió:
—¿Y el tuyo? ¿Estás bien seguro de que es una coz lo que le ha puesto en este estado?
Niémans no respondió y se volvió hacia la ventana. Bajo la luna de yeso se discernían extraños motivos pastel que cubrían las fachadas de los barrios vecinos: nubes, arco iris que planeaban encima de las colinas verde oscuro del parque de Nanterre. Se oyó de nuevo la voz de Rheims:
—No te comprendo. Pierre. ¿Por qué enredarte en historias de este tipo? Realmente, la vigilancia del estadio…
Su voz se extinguió. Niémans guardaba silencio.
—Ya no es cosa de tu edad —continuó Rheims—. Ni de tu competencia. Nuestro contrato fue claro: basta de acción, basta de actos violentos…
Niémans dio media vuelta y caminó hacia su superior jerárquico.
—Vayamos al grano, Antoine. ¿Por qué me has llamado aquí en plena noche? Cuando me has telefoneado, no podías estar al corriente de lo del estadio. ¿Qué pasa?
La sombra de Rheims no se movió. Hombros anchos, cabello gris y un poco rizado, perfil duro. Un físico de guardián de faro. El comisario de departamento dirigía desde hacía varios años la Oficina Central para la Represión de la Trata de Seres Humanos —la OCRTEH—, un nombre complicado para designar simplemente una instancia superior de la brigada social. Niémans le conocía desde mucho antes de que reinara en este chollo administrativo, desde que ambos eran polis callejeros, empapados por la lluvia, rápidos y eficaces. El policía de cabellos a cepillo se inclinó y repitió:
—¿Bueno, qué?
Rheims susurró:
—Se trata de un asesinato.
—¿En París?
—No, en Guernon. Un pueblo del Isère, cerca de Grenoble, ciudad universitaria.
Niémans agarró una silla y se sentó delante del comisario de departamento.
—Te escucho.
—Encontraron el cuerpo ayer cuando anochecía. Empotrado entre unas rocas, encima de un río que bordea el campus. Todo indica que se trata del crimen de un maníaco.
—¿Qué sabes sobre el cuerpo? ¿Es una mujer?
—No. Un hombre. Un tipo joven. El bibliotecario de la facultad, al parecer. El cuerpo estaba desnudo. Presentaba indicios de tortura: cortes, desgarros, quemaduras… También me han hablado de estrangulación.
Niémans plantó los codos sobre la mesa. Manipulaba un cenicero.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque pienso enviarte allí.
—¿Qué? ¿Por ese asesinato? Pero si los tipos del SRPJ de Grenoble detendrán al asesino dentro de una semana, y entonces…
—Pierre, no te hagas el idiota. Sabes muy bien que nunca es tan sencillo. Nunca. He hablado con el juez. Quiere un especialista.
—¿Un especialista en qué?
—En homicidios. Y en asuntos sociales. Sospecha un móvil sexual. En fin, algo de esa clase.
Niémans alargó el cuello hacia la luz y notó la quemadura acre de la bombilla halógena.
—Antoine, no me lo estás contando todo.
—El juez es Bernard Terpentes. Un viejo colega. Los dos somos oriundos de los Pirineos. Se pone muy nervioso, ¿entiendes? Y quiere arreglar esto lo antes posible. Evitar las vaguedades, los medios de comunicación, todas esas estupideces. Dentro de pocas semanas es la reapertura de la universidad: hay que solucionar el asunto antes de esa fecha. Ya te lo puedes imaginar.
El comisario principal se levantó y volvió a la ventana. Escrutó las luminosas cabezas de alfiler de los faroles, las sombrías bóvedas del parque. La violencia de las últimas horas seguía latiéndole en las sienes: los golpes de machete, la circunvalación, la carrera a través del Roland-Garros. Pensó por milésima vez que la llamada telefónica de Rheims le había sin duda impedido matar a un hombre. Pensó en aquellos accesos de violencia incontrolable que cegaban su conciencia, rasgando el tiempo y el espacio, hasta el punto de hacerle cometer lo peor.
—¿Y bien? —preguntó Rheims.
Niémans se volvió y se apoyó en el marco de la ventana.
—Hace cuatro años que no llevo este tipo de investigación. ¿Por qué me propones este asunto?
—Necesito un hombre eficaz. Y sabes que las oficinas centrales pueden coger a uno de sus hombres para mandarle a cualquier lugar de Francia. —Sus grandes manos teclearon en la oscuridad—. Utilizo el poco poder que tengo.
El policía de gafas de acero sonrió.
—¿Sacas al lobo de su guarida?
—Saco al lobo de su guarida. Para ti, es un soplo de aire fresco. Para mí, es un favor que devuelvo a un viejo amigo. Por lo menos, durante un tiempo no darás una tunda a nadie…
Rheims recogió las hojas de un fax que brillaban sobre su escritorio:
—Las primeras conclusiones de los gendarmes. ¿Aceptas o no?
Niémans se acercó al escritorio y arrugó el papel.
—Te llamaré. Para tener noticias del hospital.
El policía abandonó enseguida la calle Trois-Fontanot y llegó a su domicilio de la calle La-Bruyère en el distrito noveno. Un gran apartamento casi vacío, de parqués encerados a la antigua. Se duchó y curó las heridas —superficiales— y se observó en el espejo. Facciones huesudas, arrugadas. Un corte de pelo a cepillo, brillante y gris. Gafas con montura de metal. Niémans sonrió a su propia imagen. No le habría gustado cruzarse con esa jeta en una calle desierta.
Metió varias mudas en una bolsa de deporte y deslizó entre camisas y calcetines una escopeta de aire comprimido Remington, calibre 12, así como cajas de cartuchos y
speedloader
para su Manhurin. Por último cogió la funda para trajes y dobló en su interior dos trajes de invierno y varias corbatas con arabescos.
Por el camino hacia la puerta de La Chapelle, Niémans se detuvo en el McDonald del bulevar de Clichy, abierto toda la noche. Engulló rápidamente dos Royal Cheese sin perder de vista su coche, aparcado en doble fila. Las tres de la madrugada. Bajo los neones blanquecinos, algunos fantasmas familiares recorrían la mugrienta sala. Negros con ropa demasiado ancha. Prostitutas con largas trenzas jamaicanas. Drogados, borrachos, vagabundos, todos estos seres pertenecían a su universo de otros tiempos: el de la calle. Este universo que Niémans habría debido abandonar por un trabajo de oficina, bien pagado y respetable. Para cualquier otro policía, acceder a las oficinas centrales era un ascenso. Para él, había sido un arrinconamiento, un arrinconamiento dorado pero, aun así, una mortificación. Observó otra vez a los seres crepusculares que lo rodeaban. Esas apariciones habían sido los árboles de
su
bosque, el bosque por el que antes avanzaba metido en la piel del cazador.
Niémans condujo de un tirón, con los faros largos, despreciando radares y límites de velocidad. A las ocho de la mañana tomó la salida de la autopista en dirección a Grenoble. Atravesó Saint-Martin-d'Hères, Saint-Martin-d'Uriage y se dirigió hacia Guernon, al pie del Grand Pie de Belledonne. A lo largo de la sinuosa carretera se alternaban los bosques de coníferas y las zonas industriales. Allí reinaba una atmósfera ligeramente mórbida, como siempre en el campo cuando el paisaje ya no consigue disimular su profunda soledad con la mera belleza de sus parajes.
El comisario cruzó las primeras señales que indicaban la dirección de la facultad. A lo lejos, las altas cumbres se dibujaban entre la algodonosa luz de la mañana borrascosa. Después de una curva divisó la universidad en el fondo del valle: grandes edificios modernos, bloques estriados de hormigón, rodeados por todas partes de largas explanadas de césped. Niémans pensó en un sanatorio que tuviera el tamaño de una ciudad administrativa.
Salió de la nacional y se orientó hacia el valle. Divisó en el oeste los ríos verticales que se entremezclaban, ensordeciendo los flancos sombríos de las montañas con su sonoridad de plata. El policía aminoró la marcha: se estremeció al contemplar aquellas aguas heladas que caían en picado, ocultándose bajo borbotones de maleza para reaparecer enseguida, blancas y resplandecientes, y desaparecer de nuevo…
Niémans se decidió por un pequeño desvío. Tomó la bifurcación, circuló bajo una bóveda de alerces y abetos, salpicados por el rocío matinal, y descubrió luego una larga llanura, bordeada de altas murallas negras.