Read Los Reyes Sacerdotes de Gor Online
Authors: John Norman
En el interior del cubo había grifos de hongos de los muls, un jarro, una palangana, un cuchillo con hoja de madera; un martillo para aplastar hongos, también de madera; un tubo de píldoras de los muls, que entregaba su contenido una por vez, cuando se oprimía una palanca puesta en la base del cubo; y un gran jarro de agua, invertido, con el cual podía llenar un recipiente.
En un rincón del cajón había un gran retazo circular de musgo rojizo, de varios centímetros de espesor, era bastante cómodo y se cambiaba diariamente.
Anexo al cubo, y comunicado con él por varios paneles deslizables, había una ducha y un retrete.
La ducha se parecía bastante a las que todos conocemos, excepto que no se puede regular la salida del fluido. El individuo provoca la salida del fluido entrando en la cabina, y el flujo y la temperatura se controlan automáticamente. Había imaginado que el fluido era simplemente agua, y una vez intenté llenar mi palangana para preparar la comida de la mañana, en lugar de utilizar el líquido del frasco correspondiente. Pero apenas probé la sustancia, comencé a ahogarme y sentí que me ardía la boca.
—Tuviste suerte —dijo Misk—, porque no lo tragaste. El fluido para higienizarse contiene un aditivo que es muy tóxico para la fisiología humana.
Después de algunos roces iniciales, Misk y yo nos llevábamos bastante bien y las fricciones tuvieron que ver sobre todo con la ración de sal y el número de veces por día que yo tenía que utilizar la ducha. Si hubiera sido un mul, me habrían castigado con una anotación en mi registro por cada día en el que no me lavara perfectamente doce veces.
Diré de pasada que se encuentran duchas en todos los cajones de los muls y a menudo, por razones de comodidad, en los túneles y los lugares públicos, por ejemplo: las plazas, las peluquerías, los dispensarios que distribuyen las píldoras y los comisariatos que administran los hongos. Como yo era un matok, insistí en que debía eximírseme del Deber de las Doce Alegrías, que es el nombre por el cual se conoce esta práctica. Al principio, sostuve que una ducha diaria era suficiente, pero el pobre Misk pareció tan conmovido que amplié mi práctica a dos. Tampoco quiso saber nada con ese número de duchas, e insistió en que no debían ser menos de diez. Por último, movido por la idea de que debía algo a Misk, ya que me había aceptado en su cámara, propuse un compromiso: cinco duchas, y por un paquete suplementario de sal, seis, día por medio. Finalmente, Misk sugirió dos paquetes suplementarios de sal por día, y yo acepté seis baños. Por supuesto, el propio Misk no usaba ducha, pero se limpiaba y arreglaba de acuerdo con las seculares costumbres de los Reyes Sacerdotes. A veces, cuando llegamos a conocemos mejor, incluso me permitía acicalarlo, y la primera vez que me autorizó a atusar sus antenas, comprendí que confiaba en mí y que le agradaba, aunque yo mismo nunca pude saber por qué.
Por mi parte, tenía bastante aprecio a Misk.
—¿Sabes —me dijo una vez Misk— que los humanos se cuentan entre los más inteligentes de las órdenes inferiores?
—Me alegro de saberlo.
Misk se mostraba sereno, y sus antenas se estremecían nostálgicamente.
—Cierta vez tuve un mul a quien quería mucho —dijo.
Miré mi cajón.
—No —dijo Misk—, cuando un mul a quien uno favorece muere, siempre se destruye el cajón para evitar la contaminación.
—¿Qué le ocurrió? —pregunté.
—Era una pequeña hembra —dijo Misk—. Sarm la mató.
Sentí una tensión en la pata delantera de Misk, la que yo estaba limpiando, como si involuntariamente se preparase para proyectar el filo.
—¿Por qué? —pregunté.
Durante largo rato Misk no dijo nada, y después bajó la cabeza y extendió delicadamente sus antenas, ofreciéndolas a mis cuidados. Después que trabajé un rato, sentí que él estaba dispuesto a hablar.
—Fue mi culpa —dijo Misk—. Ella deseaba que crecieran los hilos de su cabeza, pues no se había criado en el Nido. La voz de Misk brotaba por el traductor con el mismo acento mecánico de siempre, pero le temblaba todo el cuerpo. Retiré el peine de sus antenas, no fuese que llegara a lastimar sus vellos sensoriales. —Me mostré indulgente —dijo Misk, y se irguió, de modo que su largo cuerpo ahora se elevaba sobre mí, inclinado ligeramente hacia adelante, en la actitud característica de los Reyes Sacerdotes. De modo que en realidad yo la maté.
—No lo creo —dije—. Tú trataste de ser bondadoso.
—Y ocurrió el día en que ella me salvó la vida —dijo Misk.
—Cuéntame —pedí.
—Fui a cumplir una misión encomendada por Sarm —dijo Misk—, y tuve que recorrer túneles poco frecuentados, y llevé a la muchacha porque deseaba tener compañía. Encontramos a un Escarabajo de Oro, a pesar de que nunca se había visto ninguno en ese lugar, y quise acercarme él. Bajé la cabeza y me aproximé, pero la muchacha me aferró las antenas y me arrastró fuera de allí. Así me salvó la vida.
Misk bajó nuevamente la cabeza y extendió las antenas para ponerlas al alcance de mis manos.
—El dolor era terrible —dijo Misk—, y no tuve más remedio que seguirla, a pesar de que quería enfrentarme al Escarabajo de Oro. Por supuesto, un ahn después ya no deseaba hacer lo mismo, y entonces comprendí que ella me había salvado. El mismo día Sarm ordenó que le aplicasen cinco anotaciones en el registro a causa de los hilos que crecían en su cabeza, y que la destruyesen.
—¿Siempre se aplican cinco anotaciones por una falta así? —pregunté.
—No —dijo Misk—. No sé por qué Sarm procedió de ese modo.
—Creo —dije— que debes atribuir a Sarm la culpa de la muerte de la joven.
—No —dijo Misk—. Me mostré excesivamente indulgente.
—¿No es posible —pregunté— que Sarm desease tu muerte cuando te encontraste con el Escarabajo de Oro?
—Por supuesto —dijo Misk—. No hay duda de que ésa fue su intención.
Me pregunté por qué Sarm podría desear la muerte de Misk. Era indudable que entre ellos había cierta rivalidad. Para mi mente humana nada tenía de extraño que una criatura concibiese un plan tan cruel. Pero esa reacción era incomprensible para los Reyes Sacerdotes; y así, Misk, aunque aceptara fácilmente el asunto como una actitud por así decirlo mental, no podía experimentar reacciones emotivas. En efecto, ¿acaso él y Sarm no pertenecían al Nido, y un acto semejante no implicaba la violación de la Confianza de los miembros del Nido?
—Sarm es Primogénito —dijo Misk—. Y en cambio yo soy Quintogénito. Los primeros cinco nacidos de la Madre forman el Supremo Consejo del Nido. El Segundo, el Tercero y el Cuartogénito han sucumbido uno tras otro a los placeres del Escarabajo de Oro. Sarm y yo somos los únicos que restan de los cinco.
—En ese caso —sugerí—, quiere que tú mueras de modo que él sea el único miembro del Consejo, y pueda ejercer un poder absoluto.
—La Madre es más grande que él —dijo Misk.
—Aun así —sugerí— su poder aumentaría mucho.
Misk me miró, y pareció que sus antenas y su vello dorado perdían parte del brillo.
—Estás triste —dije.
Misk se inclinó hacia mí. Apoyó suavemente las antenas en mis hombros, casi como hubiera hecho un hombre que hubiera deseado descansar las manos sobre ellos.
—No debes interpretar estas cosas —dijo Misk—, desde el punto de vista de los hombres. Es diferente.
—A mí no me parece diferente —afirmé.
—Estas cosas —insistió Misk— son más profundas y más grandes de lo que tú sabes, que lo que tú puedes comprender ahora.
Después, el Rey Sacerdote se irguió y caminó hacia mi cajón. Con las dos patas delanteras, lo alzó suavemente y lo movió hacia un costado. La facilidad con que hizo esto me asombró, porque estoy seguro de que el objeto debía pesar varios centenares de kilos. Bajo el cajón vi una piedra chata con un anillo empotrado. Misk se inclinó y levantó el anillo.
—Yo mismo construí esta cámara —dijo—, y día tras día, durante las vidas de muchos muls, extraje un poco de polvo de roca y lo arrojé aquí y allá en los túneles, sin ser visto.
Contemplé la caverna que Misk me mostraba.
—En lo posible, utilicé mis propias fuerzas —dijo Misk—. Incluso el portal debe moverse mediante la fuerza mecánica.
Después, se acercó a un compartimento en la pared y extrajo una delgada varilla negra. Rompió el extremo de la varilla, y ésta comenzó a arder con una llama azulada.
—Esta es una antorcha de mul —dijo Misk—, usada por los muls que crían hongos en las cámaras oscuras. La necesitarás para ver.
Comprendí que el Rey Sacerdote no necesitaba antorcha.
—Por favor —dijo Misk, e hizo un gesto en dirección a la abertura.
Sosteniendo en alto la delgada antorcha mul, espié el interior de la caverna que se abría en el suelo de la cámara de Misk. De un anillo empotrado en el suelo, que formaba el techo de la caverna, colgaba una cuerda de nudos.
Sostuve la antorcha con los dientes, y me descolgué poco a poco, sosteniendo la cuerda con las manos.
Comencé a sudar. Cerré el ojo derecho.
Un círculo de luz azul parpadeó en los muros del pasaje por el cual yo descendía. Varios metros bajo el nivel de la cámara de Misk, las paredes estaban húmedas. La temperatura descendió varios grados. Aquí y allá un hilo de agua trazaba su dibujo oscuro, descendiendo hacia el suelo, para desde allí continuar su trayecto y desaparecer en alguna grieta.
Cuando llegué al final de la cuerda, doce o trece metros más abajo, sostuve la antorcha sobre la cabeza y me encontré en un recinto desnudo.
Miré hacia arriba y vi a Misk, que despreciaba la cuerda y descendía tranquilamente por la pared cortada a pico.
Un momento después llegó donde yo estaba.
—Nunca hablarás de lo que voy a mostrarte —dijo Misk.
No dije nada, y Misk vaciló.
—Que haya entre nosotros la Confianza del Nido —dije.
—Pero tú no perteneces al Nido —objetó Misk.
—De todos modos —insistí—, que exista entre nosotros la Confianza del Nido.
—Muy bien —replicó Misk, y se inclinó hacia adelante, hacia mí, me ofreció sus antenas extendiéndolas, y con suma suavidad, casi con ternura, el Rey Sacerdote tocó con ellas las palmas de mis manos.
—Que entre nosotros haya la Confianza del Nido —dijo.
—Sí —contesté—. Entre nosotros, la Confianza del Nido.
De pronto, Misk se irguió.
—Por aquí —dijo—, pero desprovisto de olor y cerca del suelo, de modo que no es probable que un Rey Sacerdote lo encuentre, hay un pequeño picaporte que se parece mucho a un guijarro; encuéntralo y muévelo.
Fue trabajo de un momento apenas encontrar el picaporte que él había mencionado, aunque por lo que había dicho en realidad estaba muy bien disimulado para evitar la típica observación sensorial de un Rey Sacerdote.
Moví el picaporte, y una parte de la pared se retiró.
—Entra —dijo Misk, y yo obedecí.
Apenas entramos, Misk tocó un botón que yo no podía ver, a varios metros sobre mi cabeza, y la puerta volvió a cerrarse.
La única luz de la cámara era la que provenía de mi antorcha azulada.
Vi paneles e instrumentos, aparatos y alambres e hilos que se entrecruzaban. A un costado, pilas de cintas con olores; algunas giraban lentamente. Todas las cintas a su vez se conectaban con un artefacto grande, que parecía una caja. A veces se encendían luces, y de pronto saltaba un disco, reemplazado inmediatamente por otro. Ocho cables partían de esa caja y penetraban en el cuerpo de un Rey Sacerdote, que yacía de espaldas, inerte, sobre un diván de piedra, en el centro de la habitación.
Tenía el cuerpo bastante pequeño para tratarse de un Rey Sacerdote, pues medía sólo cuatro metros.
Lo que me asombró más fue que tenía alas, largas y elegantes alas doradas plegadas sobre la espalda. No estaba maniatado, y parecía completamente inconsciente.
—Yo mismo tuve que diseñar el equipo —dijo Misk—, y por eso es muy primitivo. No podía pedir el material estándar. Fabriqué mi propio material mnemotécnico, y concebí un traductor para leer las cintas. De ese modo pude producir impulsos que generan y regulan los necesarios impulsos neurales.
—¿Es un mutante? —pregunté, los ojos fijos en la figura.
—Un varón —replicó Misk—. El primero nacido en el Nido en ocho mil años.
—¿Tú no eres varón? —pregunté a Misk.
—No, y tampoco lo son los demás. Tampoco soy hembra. En el Nido sólo la Madre es hembra. A veces ha aparecido un huevo que resultó ser hembra, pero Sarm ordenó su destrucción.
—¿Cuánto vive un Rey Sacerdote? —pregunté.
—Hace mucho —replicó Misk— los Reyes Sacerdotes descubrieron el secreto de la sustitución de las células sin deterioro de los tejidos, y por eso, salvo herida o accidente, vivimos hasta que nos encuentra el Escarabajo de Oro.
—¿Qué edad tienes? —pregunté a Misk.
—Yo fui incubado antes de que nuestro mundo llegase a tu sistema solar. Es decir, hace más de dos millones de años.
—Entonces —dije— el Nido nunca morirá.
—Ahora está muriendo —corrigió Misk—. Uno por uno perecemos, víctimas de los placeres del Escarabajo de Oro. Envejecemos, y ahora hasta la curiosidad científica está amortiguándose en nosotros. Incluso eso.
—¿Por qué no matan a los Escarabajos de Oro? —pregunté.
—Eso no estaría bien —replicó Misk.
—Pero ellos matan a los Reyes Sacerdotes.
—Conviene que muramos —dijo Misk—, porque el Nido no debe ser eterno. Si así fuera, no podríamos amarlo. Por mi parte, estoy dispuesto a morir, pero la raza de los Reyes Sacerdotes no debe morir.
—Si Sarm supiera de este varón, ¿lo mataría?
—Sí —replicó Misk—, porque él no desea perecer.
Miré asombrado los aparatos y los alambres que penetraban por ocho lugares en el cuerpo del Rey Sacerdote.
—¿Qué le haces? —pregunté.
—Le enseño. El saber depende de las cargas y los microestados de su tejido neural, y el saber se origina en estímulos externos. Lo que aquí ves es un sistema para producir dichos estímulos sin necesidad del proceso de la experiencia externa, que lleva demasiado tiempo.
Alcé la antorcha y miré sobrecogido el cuerpo inerte del joven Rey Sacerdote sobre la mesa de piedra.
Pensé en los impulsos transmitidos por los ocho cables al cuerpo de la criatura postrada ante mí.
—Entonces, de hecho estás modificando su cerebro —murmuré.