Los Reyes Sacerdotes de Gor (32 page)

BOOK: Los Reyes Sacerdotes de Gor
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—¿Dónde irás? —preguntó Torm—. ¿Qué harás?

—No lo sé —respondí, y era sincero.

—Me parece —dijo Torm— que deberías venir a Ko-ro-ba y esperar allí. Quizá Talena encuentre el camino de regreso.

“Sí, me dije, era una posibilidad, pero no la creía muy probable. Era difícil que una mujer tan bella como Talena pudiese atravesar las ciudades de Gor y los caminos solitarios y los campos para regresar finalmente a Ko-ro-ba.”

Quizá ahora mismo la amenazaban bestias salvajes, o bien hombres incluso más salvajes.

Quizá ella, mi Compañera Libre, estaba encadenada en uno de los carros azules y amarillos destinados a los esclavos, o era el adorno de los Jardines de Placer de algún guerrero. O se la ofrecía en venta en alguna de las ferias de Gor.

—Retornaré de tiempo en tiempo a Ko-ro-ba —dije—, para ver si ha vuelto.

—Quizá —dijo Tarl— intentó volver con su padre Marlenus a la Cordillera Voltai.

Era posible. En efecto, después de perder el trono de Ar, Marlenus había vivido como proscrito en las Voltai.

—¿Deseas que te acompañe? —preguntó Tarl.

Pensé que su espada podía serme muy útil, pero sabía que ante todo él tenía un deber hacia su ciudad. —No, contesté.

—Te deseo bien —dijo Tarl a modo de despedida.

—Lo mismo digo —afirmé.

Me alejé sin decir una palabra más. Por última vez contemplé las Montañas Sardar.

Otra vez estaba solo.

En Gor, pocas personas, tal vez ninguna, creerían mi relato.

Quizá fuera mejor así.

Si no hubiera vivido esas cosas, si no las hubiera conocido por experiencia, ¿las habría aceptado? Me dije que eso hubiera sido muy poco probable. Entonces, ¿qué sentido tiene haberlas escrito? No lo sé, salvo el hecho de que me pareció que valía la pena registrar todo lo que había vivido, al margen de que se me creyera o no.

Poco más queda por relatar.

Permanecí algunos días al pie de las Montañas Sardar, en el campamento de algunos hombres originarios de Tharna, a quienes había conocido varios meses antes. Por desgracia, entre ellos no estaba el magnífico Kron de Tharna, de la Casta de los Artesanos del Metal, que había sido mi amigo.

Interrogaba sistemáticamente a todos los hombres que se cruzaban en mi camino, y les preguntaba acerca del paradero de Talena de Ar, con la esperanza de hallar una pista que me llevase a ella. Pero a pesar de mis esfuerzos no pude descubrir el más mínimo rastro de mi amada.

Con esto puede decirse que ha concluido mi historia.

Pero es necesario que anoten el último incidente.

35. LA NOCHE DEL REY SACERDOTE

Ocurrió anoche, muy tarde.

Me había reunido con un grupo de hombres de Ar, alguno de los cuales me recordaba del sitio de esa ciudad, siete años antes.

Habíamos abandonado la Feria de Se´Var, y estábamos rodeando el perímetro de las Montañas Sardar, antes de cruzar el Vosk, de camino hacia Ar.

Habíamos acampado.

Era una noche ventosa y fría, y los pastos plateados de los campos se mecían a impulsos del viento helado. La noche anterior había sido muy fría. Y ésta era una áspera y bella noche otoñal.

—¡Por los Reyes Sacerdotes! —gritó un hombre, señalando hacia el peñasco—. ¿Qué es eso?

—Todos nos incorporamos de un salto, espada en mano, para ver de qué se trataba.

A unos doscientos metros del campamento, en dirección a los Sardos, cuyos riscos se elevaban contra la noche oscura y estrellada, aparecía una extraña figura, recortada contra las lunas blancas de Gor.

Salvo yo, todos profirieron exclamaciones de asombro y horror. Los hombres echaban mano a las armas.

—¡Vamos a matarlo! —gritó.

Envainé mi espada.

Lo que allí se recortaba como una silueta oscura era un Rey Sacerdote.

—¡Esperen! —grité, y atravesé corriendo el campo, y comencé a trepar entre las rocas.

Los ojos dorados y luminosos me contemplaron. Las antenas, agitadas por el viento, se orientaron hacia mí. Cerca del ojo izquierdo pude ver la cicatriz dejada por el filo de Sarm.

—¡Misk! —exclamé, y después de acercarme extendí la mano para recibir las antenas que me rozaron suavemente.

—Salud, Tarl Cabot —dijo la voz que partió del traductor de Misk.

—Salvaste a nuestro mundo —dije.

—Pero los Reyes Sacerdotes no pueden ocuparlo —contestó.

Permanecí de pie ante él, mirándolo.

—Vine a verte por última vez —dijo—, porque entre nosotros existe la Confianza del Nido. Eres mi amigo.

¡Sentí que mi corazón aceleraba sus latidos!

—Sí —dijo—, la palabra ahora es nuestra tanto como tuya, y tu nos enseñaste su sentido.

—Me alegro de ello —observé.

Esa noche Misk me explicó la situación del Nido. Pasaría mucho tiempo antes de que fuera posible reorganizarlo todo, y de que volviese a funcionar la Sala de Observación; pero los hombres y los Reyes Sacerdotes colaboraban ahora estrechamente.

Las naves que habían salido de los Sardos habían regresado, porque como yo había temido las ciudades de Gor no se habían mostrado muy acogedoras, y los humanos que regresaban no habían sido aceptados por éstas. Así, los pasajeros que ellas llevaban habían sufrido ataques en nombre de los mismos Reyes Sacerdotes que los habían autorizado a partir.

Supe que el cuerpo de Sarm había sido quemado en la Cámara de la Madre, de acuerdo con la costumbre de los Reyes Sacerdotes, porque él había sido el Primogénito y el bienamado de la Madre.

Al parecer, Misk no le había guardado el más mínimo rencor.

—Fue el más grande de los Reyes Sacerdotes —afirmó Misk.

—No —dije—, Sarm no fue el más grande de los Reyes Sacerdotes.

Misk me miró, extrañado. —La Madre —afirmó— no fue un Rey Sacerdote, era sencillamente la Madre.

—Lo sé —dije—. No me refería a la Madre.

—Sí —dijo Misk—, Kusk es quizá el más grande de los Reyes Sacerdotes.

—No hablaba de Kusk.

Misk me miró desconcertado:

—Jamás comprenderé a los humanos —dijo.

Me reí, porque ni por un instante Misk pensó que me refería a él. En efecto, Misk era el más grande de los Reyes Sacerdotes. Una criatura inteligente, valerosa, fiel y abnegada.

—¿Qué ocurrió con el joven varón? —pregunté—. ¿Lo destruyeron?

—No —contestó Misk—. Está a salvo.

—¿Ordenaste que los humanos mataran a los Escarabajos de Oro?

Misk se irguió. —Naturalmente, no lo hice —contestó.

—Pero matarán a otros Reyes Sacerdotes —objeté.

—¿Quién soy yo —preguntó Misk— para decidir cómo debe vivir... o morir un Rey Sacerdote? En realidad, según están las cosas sólo lamento no haber llegado nunca a saber dónde se encuentra el último huevo. Ese secreto murió con la Madre. Y ahora, también desaparecerá la raza de los Reyes Sacerdotes.

Lo miré. —La Madre me habló —dije—. Quiso decirme dónde estaba el huevo, pero murió antes.

—¿Y qué te dijo? —preguntó Misk.

—Lo único que alcanzó a decir fue que debía ir a los Pueblos del Carro.

—En ese caso —dijo Misk con expresión reflexiva—, el huevo debe estar con los Pueblos del Carro... o ellos saben dónde encontrarlo.

—A estas horas —objeté— probablemente ya fue destruido.

—Eso es indudable —dijo Misk.

—Y sin embargo, no puedes estar seguro.

—No —admitió Misk—, no estoy seguro.

—Podrías enviar implantados como espías —propuse.

—Ya no hay más implantados —explicó Misk—. Los llamamos y retiramos las redes de control. Pueden regresar a sus ciudades o permanecer en el Nido, como les plazca.

—En ese caso, han renunciado voluntariamente a un valioso sistema de vigilancia —dije—. ¿Por qué?

—No está bien implantar a criaturas racionales —dijo Misk.

—Sí, creo que tienes razón.

—La Cámara de Observación —agregó Misk— no funcionará durante mucho tiempo... y cuando la reconstruyamos, sólo vigilará a los objetos que se muevan al aire libre.

—Quizá puedan inventar un instrumento —sugerí—, que penetre las paredes, el suelo y los techos.

—Estamos trabajando en eso —aclaró Misk.

Me eché a reír, y las antenas de Misk se enroscaron.

—Si recuperan el poder —pregunté—, ¿qué se proponen hacer con él? ¿Impondrán ciertas normas a los hombres?

—Sin duda —contestó Misk.

Guardé silencio.

—Debemos protegemos, y proteger a los humanos que viven con nosotros —dijo Misk.

Volví los ojos hacia el campamento; había varias figuras humanas agrupadas, los ojos fijos en la colina.

—¿Qué me dices del huevo? —preguntó Misk.

—¿Qué pasa con eso?

—No puedo buscarlo. Me necesitan en el Nido, y además mis antenas no soportan el sol..., y si me acercara demasiado a un ser humano, probablemente me temería, y trataría de matarme.

—En ese caso, tendrás que encontrar a un humano —dije.

—¿No podrías hacerlo tú, Tarl Cabot? —preguntó.

—Los asuntos de los Reyes Sacerdotes —dije— no son mis asuntos.

Misk miró en derredor. Contempló el fuego del campamento lejano. Se estremeció un poco a causa del viento frío.

—Las lunas son muy hermosas —dije—, ¿no te parece?

—Sí —contestó—, me parece que lo son.

—Tus asuntos —repetí, aunque en realidad hablaba para mí mismo— son tus asuntos... y no los míos.

—Por supuesto —admitió Misk.

Si intentaba ayudar a Misk, ¿cuál sería el resultado final de mi actitud? ¿No implicaba someter mi raza al pueblo de Sarm y los Reyes Sacerdotes que lo habían servido, o equivalía en definitiva a proteger a mi raza hasta que ella aprendiera a vivir sola, hasta que hubiese alcanzado la madurez de la humanidad?

—Tu mundo está muriendo —dije a Misk.

—El universo también morirá —replicó Misk.

Tenía las antenas orientadas hacia los fuegos blancos que ardían en la noche negra de Gor.

—Pero finalmente —continuó Misk—, la vida es tan real como la muerte, y habrá un regreso a los ritmos definitivos, y una nueva explosión reorganizará las partículas primitivas, y la rueda girará de nuevo, y un día, después de mucho tiempo, quizá haya otro Nido y otra Tierra y Gor y otro Misk y otro Tarl Cabot que a la luz de la luna hablen de estas cosas tan extrañas.

De pronto, volvió hacia mí los ojos y enroscó las antenas. —Pero digo cosas feas y absurdas —afirmó—. Perdóname, Tarl Cabot.

—Es difícil comprenderte —afirmé.

Vi que un guerrero subía la pendiente de la colina. Aferraba una lanza.

—¿Estás bien? —llamó.

—Sí —contesté.

—Vuelve —gritó—, y yo podré matarlo.

—¡No lo hieras! —exclamé—. Es inofensivo.

Misk enroscó las antenas.

—Te deseo bien, Tarl Cabot —dijo.

—Los asuntos de los Reyes Sacerdotes —dije con expresión más insistente que nunca— no son mis asuntos. Lo miré—. ¡No son mis asuntos!

—Lo sé —dijo Misk, y extendió suavemente hacia mí sus antenas.

Las toqué.

—Te deseo bien, Rey Sacerdote —dije.

Me aparté bruscamente y corriendo descendí la ladera. Me detuve solamente cuando llegué donde estaba el guerrero. Se habían acercado dos o tres hombres más, también armados. Y con el grupo se reunió un Iniciado de escasa jerarquía.

Juntos contemplamos la alta figura sobre la colina, perfilada contra la luna, inmóvil, con esa maravillosa inmovilidad de los Reyes Sacerdotes.

—¿Qué es? —preguntó uno de los hombres.

—Parece un insecto gigantesco —afirmó el Iniciado.

Sonreí para mí mismo. —Sí —dije—, parece un insecto gigantesco.

—Que los Reyes Sacerdotes le protejan —dijo un Iniciado.

—Debo atravesarlo con mi lanza —afirmó uno de los hombres.

—Es inofensivo —expliqué.

—Aun así, más vale matarlo —sugirió nerviosamente el Iniciado.

—No.

Alcé el brazo en un gesto de despedida dirigido a Misk, y con gran sorpresa de los hombres que me acompañaban, Misk alzó una pata delantera, y después se volvió y desapareció.

Durante un largo rato estuvimos allí, en la noche ventosa, y contemplamos el peñasco, y las estrellas del cielo, y las lunas blancas.

—Se fue —dijo, al fin, uno de los hombres.

—Sí —confirmé.

—Gracias a los Reyes Sacerdotes —afirmó el Iniciado.

Me reí, y los hombres me miraron como si yo hubiera estado loco.

Hablé al hombre de la lanza. Era también el jefe del pequeño grupo.

—¿Dónde está el Pueblo de las Carretas? —le pregunté.

FIN

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