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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Histórico, Humor, Relato

Los relámpagos de Agosto (8 page)

BOOK: Los relámpagos de Agosto
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Cuando apareció a lo lejos Apapátaro, ya estaba despuntando el día.

—Mejor —le dije a Benítez—. Para que vean que no venimos con las manos vacías.

Ordené hacer alto a unos doscientos metros de la estación. Los otros convoyes se detuvieron más lejos.

—Suéltales un cañonazo —le dije a Benítez—. Para ver qué cara ponen.

—Usted me dice dónde, mi general.

Yo señalé las torres de la Catedral, que eran lo que mejor se veía en el cielo de la mañana y él disparó el famoso proyectil que cayó en la escalera del Palacio de Gobierno.

Después de tres disparos, nos acercamos a la estación. Destrozamos los vidrios con una descarga de las Hotchkiss. Nadie contestaba nuestro fuego. La compañía de infantería, al mando de Zarazúa, ocupó la estación sin hallar resistencia; ni a nadie, por cierto.

Zarazúa se fortificó en la estación y nosotros nos retiramos hasta un lugar desde donde podíamos bombardear tranquilamente. Mientras tanto, el resto de nuestra infantería había desembarcado y tomado posiciones.

Benítez volvió a disparar el cañón y esta vez sí le atinó a una de las torres de la Catedral.

En ésas estábamos cuando apareció, con bandera blanca, un capitán que venía de parte de Vardomiano Chávez, que era el Jefe de la Zona.

—Dice mi general Chávez que está con ustedes.

Yo no se lo creí. ¿Por qué había de estar con nosotros Vardomiano Chávez?

Después se descubrió, cuando parlamentábamos con él, que Vardomiano Chávez estaba con nosotros porque tenía miedo.

—No quiero que se moleste a la población civil —me dijo, cuando nos entrevistamos en la estación.

—La molestaremos lo menos posible —le dije—, pero ten en cuenta que venimos, como quien dice, a la buena de Dios y que de algún lado necesitamos sacar los medios para movernos. —Esto se lo advertí ante dos testigos: el capitán Benítez y Cenón Hurtado.

Hicimos una entrada triunfal en Apapátaro. Esa noche nos dieron un baile, y al día siguiente metimos en la cárcel a cincuenta ricos, incluyendo al Señor Gobernador, al Presidente Municipal, y a dos diputados locales.

CAPITULO XIII

Mucho se me criticó después porque no puse en libertad a estos prisioneros cuando se me entregó el rescate que pedí por ellos, pero quiero aclarar que ese rescate lo pedí, no para soltarlos, sino para no fusilarlos. Como en efecto, no fusilé a nadie. Hay que tener en cuenta que yo me encontraba en pie de guerra y en territorio hostil y que mis objetivos militares no me daban el tiempo necesario para andar coqueteando con la población civil y necesitaba tener rehenes por si se les ocurría jugarnos una mala pasada. Por otra parte, estos ricos que metí en la cárcel de Apapátaro, eran ricos mexicanos, que constituyen una raza maldita y que debieron ser pasados por las armas, todos, desde los tiempos del Cura Hidalgo. Así que no entiendo qué me reprochan los que dicen que fui muy cruel, porque tuve presos unos días a una sarta de mentecatos.

La caballería, que venía al mando del coronel Odilón Rendón, se nos incorporó dos días más tarde, que fue el 3 de agosto. Decidí pasar revista a mis tropas que con el batallón y los dos escuadrones de caballería que tenía Vardomiano ya pasaban de los dos mil quinientos hombres. Hicieron una demostración tan marcial, que muchos de los habitantes de la ciudad, especialmente de las clases más necesitadas, que son las más generosas, vinieron a ofrecerse como voluntarios. Con ellos formamos dos compañías de reserva, que puse al mando del capitán Fuentes y que no pensaba utilizar más que en el caso de que pudiéramos armarlas.

Como había yo decidido establecer en Apapátaro mi base de operaciones, efectuamos algunas acciones de limpia en los alrededores; expropiamos también todo el maíz que había en las trojes y la mayor cantidad de ganado que pudimos recoger. En esto se nos fueron tres días y en esto, también, estábamos, cuando bajó de la sierra el conocido cristero Heraclio Cepeda, con sus hombres, que quería ponerse a mis órdenes, «porque él también estaba en contra de la opresión», me dijo. Vardomiano y Cenón querían que le jugáramos una mala pasada y que lo desarmáramos, pero yo preferí aceptar sus servicios y lo mandé a revolucionar en el Estado de Guatáparo, en donde por seis años trajo a salto de mata a mi compadre, Maximino Rosas, que era el Jefe de la Zona Militar.

El día 7 de agosto todo estaba preparado para seguir nuestro avance hacia Cuévano, que pensábamos iniciar al día siguiente, cuando a las diez de la mañana, apareció uno de los Curtiss de la Fuerza Aérea, que después de darle muchas vueltas a la población y cuando ya creíamos que iba a empezar a bombardearnos, aterrizó en los llanos de la Verónica.

Inmediatamente monté a caballo y con una sección de caballería fui a ver de qué se trataba.

Cuando llegué al lugar del aterrizaje, me encontré con que el aparato ya estaba rodeado de la chiquillería y de muchos perros que ladraban y que de él habían bajado nada menos que Anastasio Rodríguez y el héroe de la aviación, Juan Paredes. Nos abrazamos con mucho gusto y después de dejar un piquete resguardando el avión, nos dirigimos al Hotel México, en donde yo había establecido mi cuartel general.

Las noticias que trajo Anastasio eran, unas buenas y otras malas, pero de cualquier manera eran difíciles de obtener, porque él era como un mudo y no le gustaba hablar.

—¿Y qué pasó con Canalejo? —le pregunté.

Canalejo, por supuesto, no había podido apoderarse de Laredo, como era su deber, y estaba esperando a que llegáramos a reforzarlo. Así que en todo el oriente no teníamos puerta en la frontera y como es bien sabido, las revoluciones en México las gana el que tiene la mejor.

—Los periódicos dicen que Artajo tomó Culiacán —me dijo Anastasio, pero como no teníamos comunicaciones, no podíamos saber si era cierto o nomás rumores.

A Trenza le había ido muy bien y estaba listo para echarse sobre Cuévano. Ya estaba a la altura de la estación de Guardalobos. El avión, me lo mandaba para hacer reconocimientos (sólo que se le había olvidado que gasolina no encontraríamos sino hasta Cuévano), y a Anastasio, para que me ayudara. Del Camaleón no se sabía nada.

—¿Y cómo supieron que yo había tomado Apapátaro?

—Porque salió en los periódicos.

¡Buena está la cosa, si para averiguar nuestros movimientos teníamos que depender de la Vendida Prensa Metropolitana!

Entonces, me dio una noticia que me dejó helado.

—Dicen que de México salió a combatirnos una columna al mando de Macedonio Calvez.

—Dios los hace y ellos se juntan —dije. Y me quedé pensando que teníamos que habérnoslas con una cuadrilla de rateros—. Nomás que lo encuentre me va a pagar el robo de mi pistola de cacha de nácar.

Después, en el billar del hotel, hicimos una junta de Estado Mayor, a la que asistieron Cenón Hurtado, Vardomiano Chávez, Odilón Rendón, el coronel Pacheco, Anastasio, Juan Paredes y los capitanes Benítez, Fuentes y Zarazúa.

Paredes, que había volado sobre Cuévano, nos explicó el dispositivo de la defensa.

La vía estaba cortada en el Zarco por el Ferrocarril Central, que era por el que nosotros avanzábamos y en el Fresno, por el Oriente, que era por donde avanzaba Trenza y tenían una batería en el cerro de San Mateo, que nos iba a dar mucha guerra. No sabíamos cuántos hombres tenían, pero estaban al mando de Macario Aguilar, que no era ningún tarugo.

—Dice Germán que tú les quites la artillería y que él se encarga de lo demás —dijo Anastasio.

—¿Y cómo sabemos si no está defendiéndola una división? —pregunté.

—Yo creo que no tenemos los medios suficientes para efectuar un ataque tan importante —dijo Cenón Hurtado, que era un cobarde. En ese momento, decidí dejarlo de guarnición en Apapátaro y lanzarme al ataque.

—Esta noche nos ponemos en movimiento —dije, para terminar la junta.

Juan Paredes hizo otro vuelo de reconocimiento y cuando regresó, se le rompió el tren de aterrizaje. Montamos el avión en una de las plataformas que habíamos encontrado y empezamos el viaje a las ocho de la noche, con todos los efectivos, menos un batallón y los voluntarios, que dejamos en Apapátaro al mando de Cenón Hurtado.

Anastasio, que venía con la caballería, nos alcanzó en el Zarco, cuando estábamos reparando la vía, y nos dejó atrás. Cuando la vía estuvo reparada, seguimos nuestro camino y a las 4 de la mañana, cuando llegamos al Chico, empezamos a oír la balacera que tenían trabada nuestra caballería y las avanzadas del enemigo.

Cuando Benítez empezó a cañonear a los federales, éstos se retiraron en desbandada, pero Odilón los interceptó y les hicimos doscientos prisioneros. Esta fue la acción del Chico.

Mis hombres estaban llenos de entusiasmo, con tanta victoria.

A diez kilómetros de Cuévano desembarqué la tropa y, al mando de la infantería, me dispuse a conquistar el cerro de San Mateo. Benítez, con el cañón, siguió más adelante, para bombardearlos y distraer su atención.

Ya había anochecido el día siguiente y todo estaba muy callado. Al rato empezó Benítez con sus cañonazos. Ordené a mis hombres que se desplegaran en línea de combate y avanzamos.

En vez del fuego mortífero que esperábamos, nos encontramos con un batallón que estaba protegiendo la artillería, que cambiaba de posición para hacerle frente a Benítez y que casi chocó con nosotros en la oscuridad.

Los hicimos pedazos en menos que canta un gallo.

Ordené una carga para tomar el cerro. Y allí vamos: yo a la cabeza de mis hombres y ellos gritando embravecidos. Con tan buena suerte, que los nidos de ametralladoras estaban del otro lado del cerro, esperando un ataque de Germán Trenza y cuando los que las manejaban estaban cambiándolas de posición, les caímos encima y los capturamos. Luego Pacheco y yo seguimos rumbo a la cumbre, donde estaba la artillería, dejando a Vardomiano que nos protegiera la retaguardia, íbamos avanzando, con mucho tiento, esperando que se nos viniera el mundo encima de un momento a otro, cuando oímos el estruendo de las mulas, que venían a la carrera, pendiente abajo, tirando de las piezas, o más bien huyendo de ellas. Poco faltó para que nos atropellaran. Fue el peor susto de la noche y casi salimos de estampida también nosotros. Pero al cabo de un tiempo, nos serenamos y logramos capturar las cuatro, con bagaje y parque y cuanto hay.

Cuando todo estuvo tranquilo de mi lado, ordené a Benítez que dejara de bombardearnos y hasta entonces me di cuenta de que por el lado oriental de Cuévano sonaba una terrible balacera. Le ordené a Pacheco que con dos compañías hiciera un reconocimiento.

Cuando Pacheco acababa de irse, llegó Benítez en una mula, a todo galope.

—No soy yo el que está bombardeándolos. Hace media hora que se me acabó el parque —me dijo al llegar.

Entonces, comprendí que el schrapnnell que estaba cayéndonos encima, venía nada menos que de los cañones de mi querido amigo Germán Trenza. Afortunadamente estaban tirando con tan mala puntería, que no nos causaban mucho daño.

Ordené inmediatamente que fuera un mensajero a comunicarle a Germán nuestra posición.

—Emplace los cañones, Benítez y hágame favor de bombardear la ciudad —ordené.

—Muy bien, mi general.

Entonces, empezó el bombardeo que había de causar veinte bajas en la población civil.

El fuego de fusilería que había por el lado oriental, cesó de pronto. Cuando regresó Pacheco, se supo que ése había sido un combate entre dos unidades de las fuerzas de Macario, que evolucionando en la oscuridad se habían encontrado y confundido con el enemigo, es decir, con nosotros. Estos son los azares de los combates nocturnos.

—Alto el fuego —ordené, cuando cesó el de Trenza. Decidimos esperar a que amaneciera, porque ya era bastante la confusión.

Cuando despuntó el día, vimos que el enemigo se retiraba en tres largos trenes rumbo a México. Lanzamos gritos de júbilo, porque habíamos ganado la batalla. Cuévano era nuestro. Dos horas después de esto que acabo de relatar, esos trenes fueron interceptados por las fuerzas del Camaleón, que venían muy calladitas desde Irapuato.

Macario Aguilar logró escapar y se presentó dos días después en Celaya, que era donde Macedonio Gálvez tenía su Cuartel General. Por agencias de Vidal Sánchez, se le juzgó sumariamente y se le pasó por las armas acusado de alta traición. Este fue otro de los innumerables crímenes de Vidal Sánchez, porque Macario no fue un traidor. Lo vencimos, porque nos batimos con gran bravura y tuvimos mucha suerte, eso es todo.

CAPÍTULO XIV

Trenza tenía su Cuartel General en el Catorce, en una casa que estaba cerca de la estación. Afuera vi a varios soldados que andaban festejando la victoria, ya medio borrachos, a pesar de que no eran ni las nueve de la mañana. Desmonté y habiendo encargado mi caballo a un asistente, entré en el mentado Cuartel General, en donde estaba Trenza almorzando en compañía de Camila, que no se le separaba. Cuando él me vio, se levantó y me dijo:

—¡Lupe, hemos ganado una gran victoria! —«Hemos» son mucha gente— le dije, y entonces, le reclamé la mala organización de la batalla, porque él, en resumidas cuentas, no hizo más que bombardearme. Ni siquiera entró en contacto con el enemigo y si a éste no se le ocurre retirarse de
motu proprio
la batalla no hubiera sido ni la mitad de lo gloriosa que fue.

Pero él no estaba para hacer caso de «pequeños accidentes», como él llamaba a la falta de coordinación. —Si mal organizados como estamos, les ganamos, ¡qué no será cuando nos organicemos bien! —me invitó a sentarme y Camila me dio de comer. Yo acepté agradecido, porque hacía mucho que no comía nada. Había motivo para estar satisfechos. Éramos dueños de un gran centro ferroviario, «la llave de la Mesa Central», como se le llama en los libros de geografía, de una ciudad de cien mil habitantes, y estábamos a setecientos kilómetros de México nada más.

Todavía estábamos sentados a la mesa, cuando llegó una comisión del H. Ayuntamiento de Cuévano. —¿Qué garantías nos dan? —nos preguntó Don Pedro Vargas, que era el presidente de la Cámara de Comercio.

—Ninguna. —Le explicamos las Leyes de la Guerra. La guarnición se había retirado y la ciudad estaba a nuestra merced.

Cuando llegó el Camaleón, nos pusimos de acuerdo y entramos en la ciudad con nuestras tropas por tres rumbos diferentes. Hubo saqueo y para las ocho de la noche ya habíamos fusilado a seis personas por diferentes crímenes, con lo que se restableció el orden y la ciudad quedó sometida a la Ley Marcial.

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