En el capítulo anterior no logré, por consideraciones meramente literarias, de ritmo y espacio, «revelar la manera en que la pérfida y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día», como había prometido en su primer párrafo, pero en este capítulo me propongo cumplir con ese cometido.
Nadie ignora el hecho de que los cortejos fúnebres se mueven con lentitud. Esta característica se agrava cuando incluyen un cuerpo de ejército. Cuando llegamos al panteón de Dolores ya había oscurecido y una lluvia torrencial se abatía sobre la ciudad de México.
Muchos fueron los generales que se pelearon por llevar sobre sus hombros el féretro en que reposaba su antiguo jefe, pero en vista de lo resbaladizo del terreno, se optó por usar para este fin un pelotón del 16.° Batallón.
A pesar de la lluvia y de lo avanzado de la hora, Vidal Sánchez insistió en decir el discurso de despedida que llevaba preparado. Es aquel famoso que comienza: «Te nos vas de la vida, Director Preclaro… etc.» que es una de las piezas de oratoria más marrulleras que conozco. ¿Cómo es posible que se haya atrevido a decirle «amigo dilecto»? Cuando el general González fue en su auxilio cuando estaba sitiado en El Nopalito, no fue por amistad, lino porque si las fuerzas de la Usurpación se hubieran apoderado de esa localidad, le hubieran cortado su única línea de abastecimiento y cuando después lo nombró sucesor en la Presidencia de la República, no fue por el cariño que le tenía, sino porque no le quedaba más remedio, ya que así lo exigían ciertas consideraciones de Alta Política. ¿Cómo es posible que haya dicho, además, «nos dejas en las tinieblas», cuando él bien sabía lo que tenía que hacer? ¿Y lo de «velaremos todos, como hermanos porque se respeten las Instituciones»? En ese momento ya había tomado la decisión de apuñalearnos por la espalda y convertir las Instituciones en el hazmerreír que son hasta la fecha. Vidal Sánchez era una hiena. Es una hiena.
Mientras escuchaba el fárrago con gran paciencia, quiso mi mala suerte que necesitara yo de los servicios de un pañuelo, que introdujera mi mano en el bolsillo de mi guerrera y que sintiera, acompañada de un estremecimiento de rabia, la ausencia de mi pistola de cacha de nácar. Mis mandíbulas se oprimieron en un
rictus
al recordar el despojo de que me había hecho víctima el taimado Macedonio Gálvez y mi espíritu se llenó de sentimientos de venganza. Estos recuerdos me llevaron a otros: el reloj de oro y Pérez H. Noté con repulsión que este último estaba allí cerca, a unos cuantos pasos de mí; con su ridícula calva, su bigote afeminado, su asquerosa papada y su cuerpo en forma de pera envuelto en un traje empapado. Si hubiera tenido la pistola, lo hubiera matado en ese instante, con lo que hubiera hecho un gran servicio a la Nación. Desgraciadamente, estaba escrito que mi suerte había de ser menos gloriosa y México más desgraciado.
Terminado el discurso, nos dispersamos y yo me perdí en la oscuridad, entre las tumbas del panteón de Dolores. Vagué desesperado buscando la salida (no porque me dé miedo un panteón de noche, sino porque no tenía intenciones de pernoctar en tan incómodo recinto). En ésas estaba cuando distinguí a lo lejos la luz de una linterna sorda. Me dirigí apresuradamente en esa dirección. Al oír mis pasos, el que llevaba la luz se detuvo y me iluminó de lleno. ¡Maldición! Cuando habló, reconocí la voz de Pérez H., el ratero.
—¡Ah! ¿Eres tú, Lupe? —me invitó cínicamente a caminar a su lado. Yo me acerqué sin decir palabra; con mi corazón presa de mil emociones contradictorias. Dimos unos cuantos pasos. Le pregunté: —¿Y el reloj?
—¿Cuál reloj?
—El que te robaste.
—Yo nunca me he robado un reloj, amigo. —Esto me lo dijo con tanta seriedad como si de veras nunca se hubiera robado un reloj.
La linterna iluminó una fosa recién cavada. No pude más. Ante la desfachatez, el cinismo y la cobardía, no pude más. Con un rápido movimiento de mis músculos bien ejercitados, empujé a mi acompañante al agujero. Y él, que toda su vida fue un abogadillo y tenía un cuerpo fláccido, se precipitó con un chapoteo en el fango asqueroso. La linterna se apagó y probablemente también se perdió. Yo me alejé a tientas, sin hacer caso de Pérez H. que gritaba estúpidamente:
—Lupe, ayúdame… ¿Por qué me empujas?… ¿Qué te traes desgraciado?…, etc. —con insultos que iban subiendo de tono. Lo hubiera matado de haber tenido con qué.
Éste fue el segundo mandoble que me asestó la Fortuna, porque al día siguiente, la Cámara, en sesión plenaria de emergencia, nombró Presidente Interino a Pérez H.
Tardé una buena media hora en salir del panteón. Mis amigos habían partido y me vi obligado a aceptar la gentil invitación del Embajador del Japón que me condujo en su Rolls Royce hasta el Hotel Cosmopolita. Después de despedirme del amable oriental entré en el hotel, y ordené al gerente que me preparara un baño caliente y enviara a mi cuarto una botella de cognac Martell y una opípara cena, pues había decidido protegerme de un resfriado, como preparación para la lucha política que se avecinaba.
Estaba satisfecho, porque sabía que había castigado a quien tanto lo merecía y cumplido mi promesa a la señora de González. El castigo había sido fulminante y discreto. ¡Ah, pero al día siguiente me esperaban grandes sinsabores!
Dormí profundamente, después de despachar el baño, la cena y la botella y al día siguiente, como primera providencia, adquirí una Smith & Wesson, para lo que se pudiera ofrecer.
En el Paraíso Terrenal había varios salones. Felipe, el encargado del establecimiento, me condujo al que nos había sido asignado, que estaba en el primer piso. Cuando entré en este aposento, sólo estaba Artajo, que había sido el primero en llegar. Pedimos una botella del excelente mezcal de la Sierra de Guanajuato, con la intención de irlo saboreando mientras llegaban nuestros compañeros.
Artajo estaba muy satisfecho.
—Encontré un tesoro —me dijo. Era una copia certificada (hacía mucho tiempo, por ciento, porque en ese entonces nadie se hubiera atrevido a certificar semejante cosa) de un nombramiento de Coronel de Infantería expedido por la inicua Administración Huertista a nombre de un tal Vidal Sánchez, que por supuesto, no necesariamente tenía que ser el mismo… o sí, porque como ya he dicho el antes mencionado fue siempre un gran marrullero—. Este papelito puede significar mi interinato, Lupe —me dijo.
Entonces llegaron Canalejo y Augusto Corona, el Camaleón, que no se podían ver ni en pintura, pero como se habían encontrado en el Sonora-Sinaloa y habían pasado la noche tomando copas y divirtiéndose, venían muy amigables. Al saber del hallazgo del nombramiento, Canalejo se dio un golpe en la frente, como si recordara algo:
—¡Con razón, en la Batalla de Santa Rosa se me rindió cobardemente un coronel que así se llamaba!
Entonces, yo le pregunté:
—¿Pues no que tú eras de las tropas de Don Pablo? Canalejo era de Monterrey y no era probable que hubiera atravesado el país para participar en la Batalla de Santa Rosa. Además, si lo hubiera hecho, la hubiéramos perdido, porque era de fama que nunca tomó parte en una campaña que no resultara un rotundo fracaso. Por eso le decíamos el Ave Negra del Ejército Mexicano.
Pero él juró que había estado en Santa Rosa y nos dio unas explicaciones muy raras, de que se había agregado a la comitiva de Don Venustiano y no sé qué cosas. En ésas estábamos, cuando llegó Juan Valdivia Ramírez con algo mucho más sensacional: su correspondencia con Vidal Sánchez, en la que éste expresaba sus dudas sobre la necesidad, la utilidad y el futuro de la Revolución. Eso sí era formidable, porque las cartas estaban firmadas y esa firma andaba hasta en los billetes de a dos pesos.
Estos tres argumentos: el nombramiento, la rendición y la correspondencia, significaban que teníamos a Vidal Sánchez en nuestras manos y ya veíamos al Gordo Artajo sentado en la Silla Presidencial en calidad de interino. ¡Qué lejos estábamos de suponer que unas horas antes, la Cámara, como una prostituta, había cedido a las bestiales exigencias del Déspota!
Fue Germán Trenza el primero en darnos una noticia medio alarmante:
—Dicen que hubo sesión en la Cámara.
Fuimos al teléfono y yo pedí comunicación con la casa de Anastasio Rodríguez, que como ya he dicho era diputado.
—Tacho no está —me dijo su señora esposa—. No vino a dormir.
Llamé a la Cámara y pregunté si había habido sesión.
—Sí, señor, hubo Sesión Plenaria de Emergencia —me contestó el conserje. Pero no hubo manera de arrancarle lo que se había decidido en ella. Ni había nadie de razón que nos pudiera informar.
Nos urgía comunicarnos con Anastasio, que era nuestro único contacto con el Poder Legislativo. Este episodio encierra una gran enseñanza: si en esa ocasión hubiéramos contado con varios amigos entre los diputados, otro gallo nos cantara. Por eso conviene no despreciarlos tanto, ya que en determinados momentos y gracias a ciertas deficiencias en la redacción de nuestra Magna Carta, llegan a tener en sus manos el destino de la Nación.
Llamé a los Baños del Harem y pregunté otra vez por Anastasio.
—Está en el Turco —me contestó Porfirio, el bañero. Al saber esta noticia, mis compañeros lanzaron algunas imprecaciones—. Dile que le llama el general José Guadalupe Arroyo. Que venga al aparato inmediatamente.
Poco después oí la voz de Anastasio, prometiéndome que en unos minutos estaría con nosotros.
—No te apures tanto, dinos qué pasó en la Cámara.
—¿Cuál Cámara?
Comprendí que todo estaba perdido. Corté la comunicación malhumorado y llamé a la redacción de
El Mundo
. No quisieron darme ninguna información.
—En este momento sale la «extra», cómprela.
Enviamos inmediatamente al asistente de Artajo a que comprara varios ejemplares. Regresamos al salón y nos sentamos alrededor de la mesa, sin hambre, sin sed y sin ganas de hablar. El entusiasmo tenido al principio, había desaparecido. Nos habían ganado la partida. Habíamos pasado varias horas planeando una batalla que ya estaba perdida. Aunque todos sabíamos esto, para mí, la llegada del periódico fue el momento más amargo de mi vida: «EL LICENCIADO EULALIO PÉREZ H. PRESIDENTE INTERINO.»
Sentí que me moría. Los demás, que no sabían mi desgracia, empezaron a discutir un nuevo plan de acción.
—Vamos a matar a Vidal Sánchez antes de que termine su periodo, para que Juan sea nuestro presidente —dijo Trenza, que de todos los allí presentes, era el que más méritos tenía en campaña.
—Estamos en julio, Germán, y en diciembre toma posesión Pérez H. En cinco meses no se hace nada —dijo Juan Valdivia, que era muy sensato, realmente. Lo que sea de cada quien.
—Es mucha dificultad —dijo Artajo.
—Además, hay que tener en cuenta la opinión pública —dijo el Camaleón, que era el único que se preocupaba de estas cosas. Es por eso, quizá, que hasta la fecha sigue estando en el candelero.
—¿Qué te pasa, Lupe? —me preguntó Germán, que fue el primero que vio la cara que yo tenía.
Les conté mi desgracia: es decir, el episodio del reloj y del panteón. Entonces, hicieron algo de lo que yo nunca los hubiera creído capaces: me aconsejaron que le pidiera perdón a Pérez H.
—Yo nunca le pediré perdón a un vulgar ratero —dije con dignidad—. Además, sería poner en entredicho a la señora de González.
Ellos me explicaron que después de todo, la señora de González no era más que la viuda de un hombre ilustre; ilustre, pero muerto. Yo me impacienté mucho y no cambié en un ápice mi decisión.
Entonces, Valdivia, que había estado callado todo este tiempo, se puso de pie y dijo lo siguiente:
—Entre si son peras o son manzanas, compañeros, creo que lo único que podemos hacer por el momento, es visitar al señor Presidente de la República, general Vidal Sánchez y felicitarlo por la rapidez, la legalidad y la manera desinteresada con que ha tomado las medidas necesarias para regularizar la vida política del país.
Yo me quedé pasmado ante tanta desfachatez ¡y más todavía, cuando vi que los demás estaban de acuerdo!
Me puse de pie y dije:
—Me niego rotundamente a visitar a ese déspota.
Ellos trataron de calmarme y de hacerme ver la necesidad del acto.
—Necesitamos estar bien con él; ya después veremos cómo nos arreglamos con Pérez H.
—Yo no pienso arreglarme con Pérez H. —Agregué que ellos y yo no éramos «nosotros» en ninguna parte y que me avergonzaba de haber participado en sus reuniones.
Ellos me contestaron que si no éramos «nosotros» y me avergonzaba de participar de sus reuniones y no pensaba visitar a Vidal Sánchez, ni arreglarme con Pérez H., no tenía nada que hacer allí y que podía irme mucho a un lugar que mi refinada educación me impide mencionar en estas páginas.
Ante esta actitud tan definitiva, me levanté, me puse mi gorra y mi sobretodo reglamentarios, que estaban colgados de un perchero y salí furioso del Paraíso Terrenal.
En el Hotel Cosmopolita me esperaba otro trago amarguísimo.
Cuando llegué a la administración a pedir la llave de mi cuarto, el encargado me entregó un sobre de luto y un bultito envuelto en papel de estraza. Abrí el sobre y saqué de él una nota que decía, con letra femenina:
Estimado Don Lupe:
Aquí le mando el reloj del Finado. Lo encontré en uno de los cajones de la cómoda grande. No sé por qué lo metí allí. Salude a Matilde de mi parte.
Soledad E. de González.
Como es fácil de comprender, esa noche no pude dormir, a pesar de la botella de Martell que me tomé para apaciguarme un poco. En mi insomnio llegué al extremo de considerar la posibilidad de disculparme con Pérez H., y hasta preparé una explicación del triste suceso, que dejara a salvo mi honor y hasta cierto punto el de la señora de González, Doña Cholita, que después de todo era la que me había metido en el aprieto. Con esto, mis compañeros me hubieran perdonado automáticamente. Pero los planes que hice durante la noche se disiparon en la mañana, cuando se presentó en mi cuarto el capitán Pantoja, Ayudante de la Presidencia, con una cita de Vidal Sánchez para las doce del día, en el Castillo de Chapultepec. Contesté que asistiría gustoso, y mientras desayunaba en la Flor de México, llegué a la conclusión de que aunque Pérez H. no hubiera robado el reloj de marras, no por eso dejaba de merecer el castigo que yo le había impuesto, ya que toda su vida se distinguió por su conducta inmoral.