En los periódicos leí que mis compañeros habían felicitado al Presidente y que éste había dicho, entre otras cosas «que México había dejado atrás la etapa de los Caudillos…», lo cual constituía un golpe directo al Finado.
Después de comprar algunos juguetes para mi numerosa prole en el Jonuco, y algunas cosillas que me había encargado Matilde, mi mujer, abordé un forcito, que me condujo al Castillo de Chapultepec.
Vidal Sánchez me recibió en su despacho con una rapidez que me hizo sospechar alguna treta; como en efecto la había.
—No estabas entre los que vinieron a saludarme ayer, Lupe. —Me dice de tú, porque serví a sus órdenes durante la desastrosa Campaña de la Lechuga. Era un jefe despótico y un pésimo estratega.
Le dije que la razón de mi ausencia había sido un fuerte resfriado, lo cual era casi la verdad, porque si no me enfermé después de la empapada del panteón, fue por milagro.
—Yo quiero ser tu amigo, Lupe —me dijo. Textual. Y luego—: Sé que eres un hombre sincero y quiero que me digas qué opinas de Eulalio.
Con el valor civil que siempre me ha caracterizado, le dije lo siguiente:
—Ese individuo no tiene energía bastante (con otras palabras) ni es simpático, ni tiene méritos en campaña. Nunca podrá hacer unas elecciones libres.
—¿Pero quién quiere elecciones libres? —Textual.
Yo me escandalicé ante tanto descaro y le recordé los postulados sacrosantos de la Revolución. El me contestó:
—¿Sabes a dónde nos conducirían unas elecciones libres? Al triunfo del señor Obispo. Nosotros, los revolucionarios verdaderos, los que sabemos lo que necesita este México tan querido, seguimos siendo una minoría. Necesitamos un gobierno revolucionario, no elecciones libres.
Reconozco que no supe qué contestar. Él siguió su perorata:
—Para alcanzar este fin —es decir, el gobierno revolucionario— debemos estar unidos y nadie se une en torno a una figura enérgica, como tú, como yo, como González; necesitamos alguien que no tenga amigos, ni enemigos, ni simpatías, ni planes, ni pasado, ni futuro: es decir, un verdadero fantoche. Por eso escogí a Eulalio.
Debo admitir que estuve de completo acuerdo. Cuando lo hube expresado, Vidal pasó a otro punto.
—Te mandé llamar, porque necesito de tu ayuda. ¿Puedo contar contigo?
Yo le contesté que siempre y cuando lo que iba a pedirme no lesionara mis principios de hombre moral y mi integridad de militar revolucionario y mexicano.
—Cenón Hurtado no me da ninguna confianza, sospecho que está en combinación con los cristeros. —El general de división Cenón Hurtado era el Jefe de la Zona Militar de Vieyra y no era de confianza, pero no podía estar en combinación con los cristeros, porque en Vieyra no había cristeros. Vidal Sánchez prosiguió—: ¿Te interesaría encargarte de su puesto?
Yo contesté que sí, inmediatamente.
—Yo arreglaré con Melitón tu nombramiento. —Melitón Anguiano era el Ministro de Guerra y Marina, otro fantoche.
Así que ese día salí del Castillo de Chapultepec investido de un cargo que era superior a mi graduación y como iba a verse más tarde, a mis fuerzas. Poco después me enteré de que mis antiguos compañeros y ahora enemigos, que tenían mando de tropas, es decir, Germán Trenza, Artajo, Canalejo y el Camaleón habían sido destituidos o trasladados al otro extremo del país: Artajo a Chiapas, en donde no había tropas, Trenza a Quintana Roo, en donde no había ni gente, Canalejo a Puruándiro, en donde no conocía a nadie y el Camaleón a Pochutla en donde los habitantes mataban a montones. Sólo quedaron en sus puestos Anastasio y Juan Valdivia. ¿Y de qué sirven un diputado y un Ministro de Gobernación sin tropas?
Eso fue lo que ganaron por andar felicitando a quien no debían «por su atingente labor» y todo eso.
Una semana después llegó a Vieyra, junto con la notificación de mi ascenso a general de brigada, el nombramiento de Jefe de la Zona Militar de Vieyra, que me valió la enemistad absoluta y perpetua de Cenón Hurtado, con el que tantas dificultades había yo de tener en el futuro.
La razón de estas dificultades fue que, contra lo que se acostumbra hacer en esos casos, que es mandar al Jefe destituido lo más lejos posible del teatro de sus antiguas operaciones, dejaron a Cenón a mis órdenes y me «recomendaron» que lo nombrara Jefe del Estado Mayor de la Zona. Este nombramiento me costó después lágrimas de sangre.
Durante los tres primeros meses de mi gestión (que yo contaba que duraría tan sólo cinco, puesto que sabía que apenas tomara posesión Pérez H. me destituiría de la manera más humillante posible), todo salió a pedir de boca: ordené que se pintara el cuartel del 26.° Batallón, destituí al mayor Bermúdez por sus malos manejos y corrí a las soldaderas que habían convertido en un verdadero mercado al Cuartel de Las Puchas. Después de esto ocurrió «El Caso Pereira», que me valió el calificativo de «sanguinario» en
El Sol de Vieyra
, y que voy a narrar aquí, para que se vea si tuve razón o no de actuar como lo hice.
Todo comenzó con un telegrama de Melitón Anguiano que decía así: «Tengo informes de que en Vieyra está imprimiéndose la propaganda católica. Colabore con el Ministerio Público y
tome las medidas que considere pertinentes
». Pues bien, las investigaciones llevadas a cabo por Don Ramón Gutiérrez, que era el jefe de la Policía Secreta, indicaron que la propaganda católica se imprimía en los Talleres Gráficos del Estado y se almacenaba en la bodega de una tienda de abarrotes llamada El Puerto de Vigo, que era propiedad de Don Agustín Pereira, un español. Con una compañía de infantería, hicimos varias aprehensiones en los talleres y habiendo dejado a los detenidos a buen recaudo, me dirigí en mi automóvil, con Don Ramón y un asistente, al Puerto de Vigo que estaba rodeado por otra compañía de infantería. Cuando llegamos a las cercanías del lugar, vino el capitán Zarazúa a decirme que el propietario de la tienda no los dejaba entrar en la bodega porque no llevaban orden de allanamiento. En efecto, se nos había olvidado recabarla del Juez.
—Dígale al propietario que aquí está el Jefe de la Zona Militar. Que tenemos que investigar en su bodega.
Fue Zarazúa a cumplir mis órdenes y regresó poco después a decirme que Don Agustín Pereira se había expresado despectivamente de mi investidura. Bastante alterado, debo confesarlo, bajé del automóvil y entré en la tienda.
—Repítame lo que le dijo al capitán, si es tan valiente —le ordené.
Don Agustín Pereira estaba enloquecido, echando espumarajos por la boca. En vez de repetirme lo que le había dicho al capitán, tomó una longaniza y me la arrojó a la cara. El capitán Zarazúa sacó la pistola, por lo que pudiera ofrecerse, pero yo no. Lo único que hice fue conminar perentoriamente al alienado hispano, que, en vez de obedecerme, empujó una enorme jarra de vidrio repleta de chiles en vinagre que estaba sobre el mostrador, haciéndola volcarse, despedazarse en el piso y bañarnos con sus contenidos a Don Ramón, al capitán y a mí. Mis soldados lo aprehendieron inmediatamente. El hombre había ido demasiado lejos. Ordené que se le hiciera un juicio sumario y que se le pasara por las armas. La orden fue cumplida al pie de la letra.
Si Don Agustín Pereira hubiera sido mexicano, nadie hubiera dicho nada, pero como era español, se armó un escándalo terrible, a pesar de que después encontramos, en efecto, la propaganda de marras, que había sido impresa en papel que era propiedad del Estado, con tinta del Estado y en las prensas del Estado.
Los periódicos me insultaron todo lo que quisieron y si no hubiera sido por el apoyo de Vidal Sánchez, hubiera perdido el puesto.
Pasó la tormenta. El día primero de diciembre, Pérez H. tomó posesión de la Presidencia de la República. Yo tenía preparada mi renuncia y la mandé, porque no quería estar en boca de nadie. El día tres de diciembre los periódicos informaron la composición del nuevo gabinete: Vidal Sánchez era Ministro de Guerra y Marina. Mi renuncia no fue aceptada.
Fue entonces cuando empezó mi segunda racha de desventuras y se descubrió que si bien Melitón Anguiano había sido un fantoche y Pérez H. era un fantoche, yo también era un fantoche. Todos manejados, por supuesto, por el despótico y marrullero Vidal Sánchez.
La Zona Militar de Vieyra, que desde hacía muchos años había sido un modelo de calma, gracias, entre otras cosas, a la mano de hierro que habíamos tenido los que en ella operábamos, se convirtió de pronto en un verdadero infierno. Los cristeros que, como ya dije con anterioridad, no existían en Vieyra, empezaron a entrar, provenientes de los cuatro Estados limítrofes. ¿A qué se debió este fenómeno? A las operaciones simultáneas, aunque no combinadas, que habían llevado a cabo mis colegas de la vecindad y de las cuales
no se me había notificado nada
.
Al ver mi patria chica infestada de fanáticos rufianes, preparé, ni tardo ni perezoso, en combinación con mi Estado Mayor, formado por Cenón Hurtado y los capitanes Benítez y Fuentes, un plan de acción para aniquilarlos. La ejecución de la primera parte de este plan, que consistía en una serie de movimientos preliminares (ataques y retiradas, etc.), salió a pedir de boca, y logramos concentrar a los insurrectos en la región de San Mateo Milpalta. La segunda parte del plan consistía en efectuar un ataque frontal con nuestros dos batallones de infantería y un movimiento envolvente con los tres regimientos de caballería. Con esta operación, pensábamos copar y aniquilar al enemigo. Ahora bien, la ejecución de este plan requería la participación de hasta el último de nuestros hombres e implicaba desguarnecer por completo el resto del Estado. Telegrafié a México pidiendo refuerzos y Vidal Sánchez me contestó en los siguientes términos:
«Hostilice y bata al enemigo
».
Esta orden era muy clara respecto a lo que yo debería hacer, pero en cambio, era muy oscura respecto a lo que él pensaba hacer. Es decir, de si mandarme o no mandarme los refuerzos que yo le había pedido. Por el momento la interpreté como una orden de ponerme en marcha y un aviso de que él se encargaría de lo demás; es decir, de protegerme la retaguardia.
Dejando la capital del Estado con una guarnición de dieciséis gendarmes y cuatro soldados enfermos, al mando de Don Ramón Gutiérrez, me puse en movimiento con todos mis efectivos, rumbo a San Mateo Milpalta, que estaba a dos días de marcha. Como no contábamos con equipo de transmisiones, decidimos no establecer cuartel general y al llegar al Huarache, nos separamos en dos columnas: Cenón tomó el mando de la infantería y yo el de la caballería, quedando de acuerdo en que él comenzaría su ataque frontal el fatídico 18 de enero de 1929 a las ocho de la mañana, hora y fecha en que yo debería tener tomadas posiciones en las alturas que dominan la Cañada de los Compadres, por donde creíamos que se retiraría el enemigo.
Después de un día de marchas forzadas, llegamos al lugar previsto y tomamos posiciones, dejando un regimiento de reserva, para efectuar una persecución en caso de que algunos escaparan por otra parte.
Cuando amaneció el 18, ordené a mis hombres que tomaran sus puestos de combate y cuando todo estaba preparado para aniquilar a los cristeros, llegaron, en vez de éstos, el capitán Fuentes, que estaba agregado a las fuerzas de Cenón Hurtado y Don Ramón Gutiérrez, para avisarme que una gavilla de cristeros había entrado en Vieyra como Pedro por su casa y se había apoderado nada menos que del Señor Gobernador, don Virgilio Gómez Urquiza.
Lancé una imprecación. Mi campaña más brillante se fue, como se dice muy vulgarmente, a las heces fecales, por culpa de Vidal Sánchez, que no protegió mi retaguardia.
Tuvimos que entrar en parlamentos con los desgraciados cristeros, que eran unos ignorantes del arte de la guerra y que sin embargo tenían el sartén por el mango. Afortunadamente, entre Cenón y yo teníamos en una trampa a más de cuatrocientos de ellos. Los trocamos por el Señor Gobernador y se fueron al Estado de Apapátaro a darle guerra a Vardomiano Chávez que era el Jefe de la Zona Militar de allí.
Tuve que ir a México a defenderme, a explicarle mi actuación a Vidal Sánchez, que era culpable de que hubiera sido un fracaso. Me iban a formar Consejo de Guerra, pero él se opuso, por supuesto, porque sabía que yo iba a sacarle los trapitos al sol.
Don Virgilio, el Gobernador, estaba muy bravo, protestando por mi inexperiencia, pero Vidal lo mandó llamar y le calló la boca. Yo me arrepentí de no haber llevado a cabo mi operación como estaba planeada y dejado que los cristeros hicieran con él lo que les hubiera dado la gana. Al fin y al cabo, fue el Gobernador más incompetente que haya tenido Vieyra, que de por sí ha sido un Estado mártir de sus gobernantes. Presenté mi renuncia, como se acostumbra en esos casos, que fue rechazada por segunda vez; regresé a Vieyra y se le echó tierra al asunto.
Esto, como ya he dicho, ocurrió en enero y febrero de 1929. En marzo y previa convocatoria de Pérez H. comenzó la lucha electoral.
El primer bombazo fue la publicación del Testamento Político de González (hasta después se descubrió que era apócrifo), que llevó a mis antiguos compañeros y entonces enemigos, a una muy buena situación; especialmente a Juan Valdivia.
El texto de este documento no viene al caso, pero sus consecuencias fueron las siguientes: Juan Valdivia renunció al Ministerio de Gobernación y la Cámara lo habilitó especialmente como Candidato a la Presidencia de la República. Artajo regresó a la
Zona
Militar de Sonora, Trenza a la de Tamaulipas, Canalejo fue nombrado Comandante de la Plaza de Monterrey y el Camaleón pasó a Irapuato con el cargo de Jefe de Operaciones. Como quien dice, eran dueños del Norte del país y de los ferrocarriles.
Para apoyar la candidatura de Juan Valdivia, se formaron dos partidos: el PRIR (Partido Reivindicador de los Ideales Revolucionarios), presidido por el Gordo Artajo y el PIIPR (Partido de Intelectuales Indefensos Pero Revolucionarios), presidido por el famoso escritor y licenciado (y también general de división) Giovanni Pittorelli, que a pesar de su nombre, era mexicano por los cuatro costados.
Así estaban las cosas. Yo no pensaba participar en la lucha política, porque después de todo, ya bastantes dificultades había tenido en los últimos meses. Pero en esos días recibí una circular, que me haría cambiar mi decisión. Decía así: «Preséntese en esta Capital para participar en la Reunión de Jefes de Zona Militar, que se llevará a cabo los días (aquí decía la fecha), con objeto de fijar las directivas de las operaciones militares durante las próximas elecciones». Estaba firmada por Vidal Sánchez. Hice por enésima vez el viaje a la Capital de la República, sin darme cuenta de que, como todos los anteriores, sería otro paso en mi acelerada trayectoria hacia la catástrofe.