Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Las dos jóvenes se sentaron juntas, charlando y comparando técnicas de cestería, mientras la niña dormía a su lado. A Ayla le gustó el modo en que Salova usaba los materiales de distintos colores para tejer imágenes de animales y distintos dibujos en sus cestas. Salova enseñó a Ayla curiosas técnicas que creaban diferentes texturas y conferían una exquisita elegancia a sus cestas en apariencia sencillas. Las dos pudieron formarse una idea de sus mutuas habilidades, y sus respectivas maneras de ser.
Al cabo de un rato, Ayla se puso en pie.
–Voy a tener que usar las zanjas. ¿Podrías decirme dónde están? Además, he de vaciar el cesto de noche. Y quizá podría también lavar esos cuencos –añadió recogiendo los cuencos usados que había esparcidos alrededor–. Luego iré a ver a los caballos.
–Las zanjas están por allí –respondió Salova al tiempo que señalaba hacia un punto apartado del arroyo y el campamento–, y hemos estado lavando los cacharros de cocinar y comer al final del arroyo, donde desemboca en el Río. Cerca hay un poco de arena limpia para restregarlos. Y no es necesario que te diga dónde están los caballos –sonrió–. Ayer fui a verlos con Rushemar. Al principio, me asustaban un poco, pero se los nota tranquilos y a gusto. –De repente se mostró preocupada–. Espero que no hiciéramos mal. Rushemar se lo comentó a Jondalar, y él le dijo que no había inconveniente.
–Claro que no –aseguró Ayla–. Se sienten más cómodos si van conociendo a las personas que tienen alrededor.
«No es tan rara, pensó Salova mientras la observaba alejarse. Tiene un acento un poco extraño, pero es simpática. Me pregunto cómo se le ocurriría que podía conseguir que esos animales la obedecieran. Yo ni siquiera había imaginado que un día daría de comer hierba a un caballo en la palma de mi mano.»
Después de lavar los cuencos y dejarlos apilados cerca de la hoguera alargada, Ayla pensó que le apetecía lavarse ella misma y nadar un poco. Se dirigió hacia su alojamiento, sonrió a Salova y a la niña al pasar por su lado y entró. Sacó de la mochila la suave piel que usaba para secarse y luego revisó su ropa. No tenía apenas nada, pero sí algunas cosas más de las que tenía al llegar. Pese a que lo había lavado todo, no quería usar más que como ropa de trabajo las prendas raídas y salpicadas de manchas que había llevado a lo largo del viaje.
La ropa que se había puesto en la reciente caminata hasta el emplazamiento de la Reunión de Verano era la que había reservado para el momento en que conociera a la gente de Jondalar, pero incluso ésta se veía muy gastada y tenía bastantes manchas. Disponía asimismo de la ropa interior de chico que le habían regalado Marona y sus amigas, pero sabía que no era apropiada. Desde luego, no podía usar el traje matrimonial que guardaba para la ceremonia, ni el precioso conjunto que le había obsequiado Marthona para ocasiones especiales. Aparte de eso, sólo tenía algunas ropas que le habían dado Marthona y Folara. No estaba familiarizada con esas prendas, pero supuso que serían adecuadas.
Antes de salir del alojamiento vio su manta de montar plegada junto a las pieles de dormir y decidió llevársela. Fue al encuentro de los caballos. Whinney y Corredor se alegraron de verla, y forcejearon para disputarse su atención. Los dos llevaban largos cabestros, cuyo extremo se hallaba amarrado a un grueso árbol. Los soltó y guardó la cuerda en el morral. Luego aseguró la manta al lomo de Whinney, montó y cabalgó río arriba.
Los caballos estaban contentos e iniciaron un trote brioso, animados por la libertad recuperada. Ayla se contagió de esa sensación y los dejó que siguieran a su paso. La asaltó una satisfacción especial cuando llegó al prado y vio a Lobo correr hacia ellos. Era señal de que Jondalar no andaba lejos.
Poco después de marcharse, Joharran volvió al campamento y preguntó a Salova si había visto a Ayla.
–Sí, hemos estado haciendo cestas juntas –respondió ella–. La última vez que la he visto se iba en busca de los caballos. Ha dicho que quería comprobar cómo estaban.
–Iré a buscarla, pero si la ves, ¿puedes decirle que la Zelandoni quiere hablar con ella?
–Claro –contestó Salova sintiendo curiosidad por lo que querría la donier de Ayla. Se encogió de hombros. Era poco probable que alguien se lo explicara.
Ayla vio salir a Jondalar, sonriente y sorprendido, de detrás de unos arbustos. Se detuvo, desmontó y corrió a echarse a sus brazos.
–¿Qué haces aquí? –preguntó él tras un afectuoso abrazo–. No le había dicho a nadie dónde estaría. Simplemente he empezado a caminar río arriba y, una vez aquí, me he acordado de ese pedregal en pendiente al otro lado del estanque y he ido a mirar si había pedernal.
–¿Y hay?
–Sí, no de la mejor calidad, pero utilizable. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí?
–Hoy me he levantado muy perezosa. No había casi nadie por allí, aparte de Salova y su niña. Me pidió que vigilara a Marsola mientras ella se iba a recoger unos materiales para hacer cestas. Es una criatura encantadora, Jondalar. Luego Salova y yo estuvimos charlando y haciendo cestas un rato, y al final he decidido venir a nadar y a sacar a pasear a los caballos. Y te he encontrado. –Ayla sonrió–. ¡Qué grata sorpresa!
–También para mí es una agradable sorpresa. Quizá vaya a nadar contigo. Estoy muy polvoriento de tanto mover rocas, pero antes debería ir a llevar las piedras que he encontrado. Luego ya veremos –dijo con una sonrisa invitadora. Dio a Ayla un beso lento y prolongado–. Aunque quizá puedo dejar esas rocas para más tarde.
–Ve a buscarlas, así no tendrás que limpiarte el polvo dos veces –sugirió ella–. Además, quería lavarme el pelo. El viaje hasta aquí fue largo y pesado; sudé mucho.
Cuando Joharran llegó al lugar donde habían estado los caballos, vio que se habían ido. «Probablemente han emprendido uno de sus largos paseos, pensó, y la Zelandoni necesita ver a Ayla cuanto antes. Willamar también quería hablar con ella y Jondalar. Mi hermano sabe que tendrán tiempo de sobra para estar juntos después de la ceremonia matrimonial. Debería entender que hay asuntos importantes que dejar resueltos al principio de la Reunión de Verano.» Joharran estaba bastante irritado por no encontrarlos. No le había hecho ninguna gracia que la donier lo hubiera visto a él casualmente cuando necesitaba a alguien para que buscara a su hermano y a Ayla. Al fin y al cabo, tenía cosas más importantes que hacer, pero no se había atrevido a negarse a la Zelandoni, al menos sin una buena excusa.
Bajó la vista y descubrió las huellas recientes de los caballos. Era un rastreador demasiado experto para que le pasara inadvertida la dirección que habían tomado, y sabía que no se habían alejado del campamento. Aparentemente habían seguido el arroyo corriente arriba. Recordó la agradable cañada en el nacimiento del riachuelo, con la pradera y el estanque alimentado por el manantial. «Probablemente han ido allí», se dijo sonriendo. Puesto que le habían encomendado la misión de localizarlos, no le gustaba la idea de regresar sin ellos.
Siguió el arroyo, atento a las huellas para asegurarse de que no se habían desviado, y cuando vio a los caballos más adelante, paciendo satisfechos, supo que los había encontrado. Cuando llegó a la barrera de avellanos, algunos tan altos como árboles, atisbó entre el follaje y al ver sólo a Ayla se preguntó dónde se habría metido su hermano. En el preciso momento en que llegaba a la playa arenosa, ella se zambullía bajo el agua, y la llamó en cuanto salió a tomar aire.
–Ayla, os estaba buscando.
Ella se echó el pelo hacia atrás y se frotó los ojos.
–Ah, Joharran, eres tú –dijo un tanto sorprendida.
–¿Sabes dónde está Jondalar?
–Sí, estaba buscando pedernal entre las rocas del otro lado del estanque, y ha ido a traer las piedras que había seleccionado –explicó Ayla, al parecer un tanto desconcertada–. Luego vendrá a bañarse conmigo.
–La Zelandoni quiere verte, y Willamar desea hablar con los dos –anunció Joharran.
–Entiendo –dijo ella, aparentemente decepcionada.
Joharran había visto a mujeres sin ropa con frecuencia. En verano, la mayoría se bañaba en el Río todas las mañanas, y en invierno se lavaban. La desnudez en sí misma no se consideraba particularmente tentadora. Las mujeres se ponían prendas o adornos especiales para estar deseables cuando querían mostrar interés por un hombre, o adoptaban determinados comportamientos, sobre todo en un festival para honrar a la Madre. Pero cuando Ayla empezó a salir del agua, Joharran cayó en la cuenta de que ella y su hermano tenían otros planes, que él había frustrado. Esa idea lo indujo a tomar conciencia del cuerpo de Ayla mientras la mujer se dirigía hacia él.
Era alta, con curvas marcadas y músculos bien definidos. Sus pechos grandes conservaban la firmeza de la juventud, y él siempre había encontrado atractivo en una mujer el vientre ligeramente redondeado. «Marona siempre ha sido considerada la más bella, pensó Joharran. No me extraña que sintiera aversión por Ayla desde el primer momento. Estaba tentadora con aquella ropa interior de invierno que le hicieron ponerse con engaños, pero nada comparado con verla del todo desnuda. Mi hermano es un hombre afortunado. Ayla es una mujer muy hermosa. Pero recibirá muchas atenciones en los Festivales de la Madre, y no sé si eso va a gustarle mucho a Jondalar.»
Ayla lo observaba con expresión de perplejidad. Joharran se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente y se sonrojó un poco al tiempo que desviaba la mirada. Entonces vio que su hermano se acercaba cargado de piedras y fue a ayudarlo.
–¿Qué haces aquí? –preguntó Jondalar.
–La Zelandoni quiere hablar con Ayla, y Willamar me ha pedido que os buscara porque desea hablar con los dos –informó Joharran.
–¿Qué quiere la Zelandoni? –inquirió Jondalar–. ¿No puede esperar?
–Según parece, no. Tampoco yo tenía planeado pasarme el día persiguiendo a mi hermano y a su prometida. No te preocupes, Jondalar –dijo Joharran con una sonrisa de complicidad–. Sólo tendrás que esperar un rato. Yo creo que ella merece ese tiempo de espera, ¿no?
Jondalar se dispuso a responder a su insinuación con protestas y negaciones, pero al instante se relajó y sonrió.
–Esperé mucho para encontrarla –dijo–. Bueno, ya que estás aquí, puedes ayudarme a llevar estas piedras. Quería nadar y lavarme un poco.
–¿Por qué no dejas las piedras aquí de momento? –propuso Joharran–. No irán a ninguna parte, y así tendrás un pretexto para volver más tarde, y seguramente aún tendrás tiempo para nadar… si es eso lo único que pensabas hacer.
Era casi mediodía cuando Ayla y Jondalar, acompañados por Lobo, aparecieron en el campamento principal, y a juzgar por su aspecto de relajada satisfacción, Joharran sospechó que habían buscado tiempo para algo más que un rápido chapuzón al marcharse él. Había dicho a la Zelandoni que los había encontrado y había transmitido su mensaje, y que había instado a su hermano a apresurarse. No era su culpa si Jondalar se había entretenido, y él personalmente lo comprendía.
Varias personas de la Novena Caverna se habían reunido en torno al alargado hogar para cocinar, y en el preciso instante en que Ayla se acercaba a la entrada para anunciarse a la donier, la corpulenta mujer que era la Primera salió, seguida de varias personas más con los inconfundibles tatuajes en la frente de Aquellos Que Servían A La Madre.
–Por fin, Ayla –dijo la Zelandoni al verla–. Llevo toda la mañana esperándote.
–Estábamos río arriba cuando Joharran nos ha encontrado. Hay allí un agradable estanque con una fuente. Quería sacar a pasear a los caballos y cepillarlos. Se acostumbrarán, pero de momento, con tanta gente, se ponen nerviosos, y al cepillarlos se calman. Además, quería nadar un poco y lavarme bien después del viaje –explicó Ayla. Todo lo que dijo era absolutamente cierto, pero quizá no incluyera todas las actividades que había llevado a cabo.
La donier la escrutó, advirtiendo que iba limpia y vestida con la ropa zelandonii que le había dado Marthona; luego vio a Jondalar, también fresco y limpio, y enarcó las cejas en una expresión de certidumbre. Jondalar miraba a La Que Era la Primera y a la mujer que su hermano había traído consigo y se dio cuenta de que la Zelandoni se formaba una clara idea de cuál había sido la causa del retraso, y de que a Ayla no parecía importarle haber llegado tarde. La corpulenta mujer poseía un porte imperioso y sabía que intimidaba a muchos, pero no parecía amilanar a la forastera.
–Íbamos a hacer un alto para comer –dijo la Zelandoni, y se dirigió hacia el gran hogar para cocinar, obligando a Ayla a colocarse a su lado–. Proleva ha organizado los preparativos, y acaba de informarnos de que está todo listo. Podrías comer con nosotros, y así tendré ocasión de hablarte. ¿Tienes alguna de esas piedras de fuego?
–Sí. Siempre llevo encima una yesquera.
–Me gustaría hacer una demostración a los zelandonia de tu nueva técnica para encender fuego. Creo que debe darse a conocer a la gente, pero es importante que se presente de la manera correcta, con el debido ritual.
–No necesité un ritual para enseñároslo a Marthona o a ti –repuso Ayla–. No es muy difícil en cuanto se ve cómo se hace.
–No, no es difícil, pero es una técnica nueva y poderosa, y eso puede resultar perturbador, sobre todo para quienes no aceptan fácilmente los cambios y tienden a resistirse –adujo la donier–. Debes de haber conocido gente así.
Ayla pensó en los miembros del clan, con sus vidas basadas en la tradición, su reticencia a los cambios y su incapacidad para afrontar nuevas ideas.
–Sí, he conocido gente así –admitió–. Pero las personas que he conocido en los últimos tiempos parecen disfrutar aprendiendo cosas nuevas.
Todos los Otros que había conocido se adaptaban muy fácilmente a los cambios en sus vidas, se sentían a gusto con las innovaciones. No se había dado cuenta de que pudiera haber algunos que se sintieran incómodos ante una manera distinta de hacer las cosas, y que llegaran incluso a resistirse. Eso le aclaró de pronto algunas cosas; frunció el entrecejo mientras consideraba esta idea. Explicaba ciertas actitudes e incidentes que la habían desconcertado, como por ejemplo la circunstancia de que algunas personas se mostraran tan reacias a aceptar la idea de que los miembros del clan fueran personas. Entre esa gente estaba aquella Zelandoni, la de la Decimocuarta Caverna, que insistía en llamarlos animales. Aun después de las explicaciones de Jondalar, la mujer no parecía creerle. «Da la impresión de que no quiere cambiar de opinión», pensó.