Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–¿Cómo has sabido que es mío?
–Aún me acuerdo de cuando querías dedicarte a tallar madera. Creo que todavía conservo un plato que me regalaste una vez, con un grabado así. Pero, dime, ¿de dónde ha salido esto? –preguntó al tiempo que le devolvía el lanzavenablos–. Y me gustaría ver cómo se usa.
–Lo desarrollé cuando estaba en el valle de Ayla. El manejo no es difícil, pero se necesita práctica para llegar a dominarlo. Yo puedo lanzar a mayor distancia que Ayla, pero ella tiene más puntería que yo –explicó Jondalar mientras cogía otra lanza–. ¿Ves este pequeño agujero en el extremo inferior del asta?
Joharran y otras varias personas se acercaron para ver la redondeada hendidura.
–¿Para qué sirve? –quiso saber Kareja.
–Te lo demostraré. ¿Ves este saliente en forma de gancho en la parte trasera del lanzador? Se acoplan así –explicó Jondalar e insertó la punta del gancho en el orificio. Acomodó la lanza de manera que quedara recta sobre el lanzador, con una pluma a cada lado; introdujo los dedos pulgar e índice en los bucles de cuero, y sostuvo la lanza y el lanzador en posición horizontal. Todos se apiñaban alrededor procurando no perderse detalle.
–Ayla, ¿por qué no se lo enseñas tú también?
Ella inició una demostración parecida.
–Ayla lo sujeta de otra manera –advirtió Kareja–. Mete los dedos índice y medio en los bucles; Jondalar, en cambio, usa el pulgar y el índice.
–Eres muy observadora, Kareja –comentó Marthona.
–A mí me va mejor así –explicó Ayla–. Antes Jondalar lo sujetaba como yo, pero ahora prefiere esa otra forma. Tan válida es una como otra. Puede sujetarse como a uno le resulte más cómodo.
Kareja asintió con la cabeza.
–Tus lanzas también son más pequeñas y ligeras que las normales –dijo al cabo de un instante.
–Al principio utilizábamos lanzas más grandes, pero después de un tiempo Jondalar ideó estas otras más pequeñas. Es más fácil manejarlas y mejoran la puntería.
Jondalar proseguía con la demostración.
–Fijaos que, en el momento del lanzamiento, la parte trasera del lanzavenablos se levanta, dando más impulso a la lanza –mientras sostenía el arma con la mano derecha, cogió la lanza con la izquierda para reproducir el movimiento lentamente sin llegar a soltar la lanza–. Eso es lo que aumenta la fuerza.
–Con el lanzavenablos, al tirar es como si tu brazo fuera medio brazo más largo –comentó Brameval.
Apenas había hablado hasta entonces, y Ayla tardó un poco en recordar que era el jefe de la Decimocuarta Caverna.
–¿Por qué no vuelves a lanzar? –propuso Manvelar–. Muéstranos otra vez el funcionamiento.
Jondalar se echó hacia atrás, apuntó y disparó. La lanza hizo blanco de nuevo, y a continuación la de Ayla.
Kareja miró a la mujer con la que Jondalar había regresado a casa y sonrió. Ignoraba que Ayla fuera tan hábil, y de hecho le sorprendía. Había supuesto que una mujer de atractivo tan evidente sería más bien como Marona, la que Jondalar había elegido antes de irse; pero quizá mereciera la pena conocer mejor a Ayla.
–¿Te gustaría probar, Kareja? –propuso Ayla ofreciéndole el lanzavenablos.
–Sí, desde luego –respondió la jefa de la Undécima Caverna con una amplia sonrisa. Cogió el lanzador y lo examinó mientras Ayla sacaba otra lanza de punta desmontable. Reparó en el bisonte grabado en la parte trasera y se preguntó si sería también obra de Jondalar. Era un buen trabajo; no excepcional, pero aceptable.
Lobo se alejó mientras Ayla y Jondalar enseñaban a los demás las técnicas necesarias para usar eficazmente la nueva arma de caza. Algunos enseguida consiguieron realizar lanzamientos bastante largos, pero era evidente que afinar la puntería les llevaría más tiempo. Ayla estaba observando a los que practicaban manteniéndose detrás de ellos cuando captó un movimiento con el rabillo del ojo. Al volverse, vio que Lobo intentaba dar caza a algo y extrajo de una bolsa su honda y un par de guijarros.
Colocó un guijarro en la concavidad de cuero de la honda, y cuando la perdiz blanca, ya con todo su plumaje de verano, alzó el vuelo, ella estaba preparada. Arrojó la piedra a la rolliza ave e inmediatamente la vio caer. Una segunda perdiz echó a volar, y ella la abatió también con su honda. Para entonces Lobo había encontrado ya la primera. Ayla le cortó el paso cuando el animal se iba con la presa cobrada y se la quitó de la boca; luego cogió la segunda. De pronto cayó en la cuenta de que era precisamente la temporada y empezó a buscar entre la hierba. Descubrió el nido y, con una sonrisa de satisfacción, se hizo también con los huevos. Así podría preparar el plato preferido de Creb, perdiz blanca rellena con sus propios huevos.
Tan satisfecha estaba de sí misma mientras regresaba donde estaban todos con Lobo a su lado que no advirtió hasta encontrarse ya muy cerca de ellos que habían dejado de ejercitarse y la observaban. Algunos sonreían, pero en su mayoría parecían sorprendidos. Jondalar exhibía una sonrisa burlona.
–¿No os había hablado de su destreza con la honda? –dijo. Se sentía muy orgulloso, y se le notaba.
–Pero no nos habías dicho que utilizaba al lobo para levantar la caza. Con su honda y el lobo, ¿qué necesidad tenías de inventar esto? –preguntó Joharran sosteniendo en alto el lanzavenablos.
–A decir verdad, la idea se me ocurrió al verla utilizar su honda –admitió Jondalar–, y por entonces ella no tenía aún al lobo, aunque había cazado con un león cavernario.
La mayoría de los presentes pensó que Jondalar bromeaba, pero al contemplar a la mujer con un par de perdices muertas en la mano y el lobo a su lado, muchos no sabían qué creer.
–¿Cómo ideaste este lanzavenablos, Jondalar? –preguntó Joharran. Había sido su turno de probar el lanzador, y lo tenía aún en la mano.
–Al observar a Ayla lanzar una piedra con la honda, sentí deseos de poder arrojar una lanza de la misma manera. De hecho, realicé mis primeros intentos con una especie de honda, pero después comprendí que necesitaba algo más rígido, menos flexible. Al final se me ocurrió esto. Pero entonces no sabía qué podía hacerse realmente con un arma así. Como a estas alturas ya debéis suponer, se necesita práctica; aun así nosotros hemos aprendido a utilizarla incluso desde los lomos de los caballos. Ahora que habéis tenido ocasión de probarla, quizá convenga que os hagamos una auténtica demostración. Lamentablemente no hemos traído los caballos, pero vais a poder haceros una idea más exacta del alcance de esta arma.
Se habían recuperado varias lanzas de los blancos. Jondalar cogió una, volvió a empuñar el lanzador que le devolvió Joharran y retrocedió unos pasos. Orientó el arma en dirección a los fardos, pero en lugar de apuntar a los blancos, disparó con todas sus fuerzas. La lanza voló por encima de los fardos y, recorriendo casi el doble de la distancia, fue a caer entre la hierba lejana. Se oyeron exclamaciones de asombro.
Ayla disparó a continuación, y si bien no poseía la potencia de Jondalar, alto y musculoso, su lanza cayó relativamente cerca de la de él. Debido a las circunstancias en que se había criado, Ayla superaba en fuerza física a la mayoría de las mujeres. La gente del clan era más fuerte y robusta que los Otros, por eso, para estar a la altura de ellos, para llevar a cabo simplemente las tareas cotidianas propias de las mujeres y niñas del clan, Ayla había tenido que desarrollar una mayor potencia muscular y una complexión más fornida que las mujeres de su raza.
Mientras recogían las lanzas, la gente hablaba de la nueva arma que acababan de conocer. Arrojar una lanza con aquel artefacto no parecía muy distinto a arrojarla con la mano. La diferencia residía en el resultado. Dada la mayor fuerza que se imprimía al lanzamiento, la lanza recorría una distancia más de dos veces mayor. Ése fue el aspecto más comentado, porque de inmediato se comprendió que era mucho más seguro arrojar una lanza desde más lejos.
Aun sin ser frecuentes, a veces se producían accidentes de caza. Más de un cazador había acabado mutilado o muerto a causa del ataque de un animal herido y enloquecido por el dolor. La cuestión era cuánto tiempo y esfuerzo sería necesario para alcanzar, si no el nivel de destreza exhibida por Jondalar y Ayla, como mínimo la habilidad suficiente para emplear el lanzavenablos correctamente. Al parecer, algunos opinaban que les bastaba con las técnicas de caza que ya dominaban; en cambio, otros mostraron mayor interés, en particular los más jóvenes, que estaban aún en la etapa de aprendizaje.
A primera vista, la nueva arma parecía muy sencilla, y de hecho lo era. Pero se basaba en principios que si bien se comprendían intuitivamente, no se codificarían hasta mucho tiempo después. El lanzavenablos era un mango, un mango único y separable que aprovechaba la ventaja mecánica de la palanca para incrementar el impulso de una lanza, haciéndola volar más lejos y a mayor velocidad que una lanza arrojada con el brazo.
La gente usaba mangos de uno u otro tipo desde tiempos inmemoriales, y cualquier mango multiplicaba la fuerza ejercida por los músculos. Por ejemplo, un fragmento afilado de piedra –pedernal, jaspe, calcedonia, cuarzo, obsidiana– era un objeto cortante cuando se sujetaba directamente con la mano, pero con un mango se acrecentaba la fuerza que podía aplicarse al filo, y por consiguiente el cuchillo mejoraba en eficacia y el usuario disponía de mayor control.
Pero el lanzavenablos no era sólo una nueva aplicación de principios ya conocidos. Era una muestra de una característica connatural a personas como Jondalar y Ayla que aumentaba sus probabilidades de supervivencia: la capacidad de concebir una idea y transformarla en un objeto útil, de hacer realidad un concepto abstracto. Ése era su mayor don, pese a que ni siquiera eran conscientes de poseerlo.
Los visitantes dedicaron el resto de la tarde a estudiar estrategias para la inminente cacería. Decidieron ir tras la manada de bisontes avistada, ya que ese grupo contenía más animales. Jondalar volvió a mencionar que creía posible dar caza tanto a los bisontes como a los ciervos gigantes, pero no insistió. Ayla guardó silencio, resuelta a esperar y ver qué ocurría. La caverna anfitriona ofreció otra comida a los visitantes y les rogó encarecidamente que se quedaran a pasar la noche. Algunos aceptaron, pero Joharran quería preparar algunas cosas antes de la cacería y había prometido a Kareja hacer una breve visita a la Undécima Caverna en el camino de regreso.
Cuando la Novena Caverna comenzó a bajar por el sendero, el sol ya se ponía, pero aún había luz de sobra. Al llegar al terreno relativamente llano próximo a la orilla del Río, Ayla se volvió y contempló una vez más los múltiples niveles de los refugios de Roca de los Dos Ríos, dispuestos como estantes. Algunos agitaban las manos en un gesto usado por mucha gente e interpretado como invitación a regresar. Notó que los visitantes devolvían el saludo con un movimiento similar que significaba «venid a vernos».
Caminando cerca de la orilla, rodearon la base del precipicio de regreso hacia el norte. A medida que avanzaban corriente arriba, disminuía gradualmente la altura de la pared rocosa que se alzaba en su lado del Río. Casi en la parte más baja, al pie de una pendiente, vieron un refugio de piedra. Algo más arriba en esa misma pendiente, quizá a unos treinta metros de distancia, había un segundo refugio, pero poco más o menos en la terraza del mismo nivel. Cerca se veía también una pequeña cueva. Los dos refugios, la cueva y la larga terraza componían el espacio habitado por otra comunidad de aquel asentamiento regional densamente poblado: la Undécima Caverna de los zelandonii.
Kareja y la gente de la Undécima Caverna se habían marchado de Roca de los Dos Ríos antes que la Novena, y la jefa aguardaba al lado del Zelandoni de la Undécima para saludar al grupo de visitantes. Viéndolos juntos, Ayla reparó en que Kareja era más alta que el Zelandoni de la Undécima. Al aproximarse un poco más se dio cuenta de que la mujer no era especialmente alta, pero el hombre era de corta estatura y complexión menuda. Cuando la saludó, no obstante, la fuerza de su apretón se contradijo con su tamaño. Era fibroso y nervudo, y Ayla percibió en él fuerza interior y aplomo, pero también algo más. Aquel hombre tenía ciertos gestos que la habían desconcertado la primera vez que lo vio, y ahora se le hicieron más evidentes mientras lo observaba recibiendo y dando la bienvenida a los visitantes.
Ayla advirtió que no la evaluaba con la mirada como hacían los demás hombres zelandonii, ya fuera abiertamente o con disimulo, y comprendió que aquel hombre no veía a las mujeres como un medio con el que satisfacer sus necesidades personales. Recordó que cuando vivía en el Campamento del León, escuchó con vivo interés una conversación sobre ciertas personas que portaban a la vez en su interior las esencias masculina y femenina. Se acordó asimismo que, según le había contado Jondalar, tales zelandonia a menudo se convertían en excelentes curanderos. Sin poder evitarlo, Ayla sonrió. Quizá tendría allí otra persona con quien hablar acerca de las medicinas y las prácticas y técnicas de curación.
El Zelandoni le devolvió una cordial sonrisa.
–Bienvenida a Sitio del Río, hogar de la Undécima Caverna de los zelandonii.
A un lado del Zelandoni y un poco más atrás, otro hombre sonreía de manera cálida y afectuosa mientras escuchaba sus palabras. Era bastante alto y tenía unas facciones bien proporcionadas que, pensó Ayla, se considerarían atractivas, pero sus movimientos parecían femeninos.
El Zelandoni se volvió para mirar al hombre alto y le indicó que se acercara.
–Me gustaría presentarte a mi amigo Marolan de la Undécima Caverna de los zelandonii –dijo, y prosiguió con el resto de la presentación formal, que a Ayla se le antojó algo más larga de lo normal.
Mientras el Zelandoni hablaba, Jondalar se colocó junto a Ayla, lo cual ella agradecía cuando se encontraba en una situación nueva, y habían sido ya muchas las nuevas situaciones desde su llegada al territorio de su gente. Se volvió para sonreírle y luego miró otra vez al frente para tomar las manos del acompañante del Zelandoni.
–En nombre de Mut, la Gran Madre de Todos, también conocida como Doni, yo te saludo, Marolan de la Undécima Caverna de los zelandonii –concluyó Ayla.
El hombre le dedicó una amable sonrisa y pareció interesado en charlar, pero tuvieron que apartarse para dejar espacio al resto de gente, a la que la jefa y el Zelandoni de la Undécima Caverna iban dando la bienvenida. Luego algunas personas se interpusieron entre ellos antes de que pudieran seguir intercambiando las cortesías de rigor. Más tarde tendrían tiempo de hablar, pensó Ayla.