Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–Así es –contestó la Primera–. A la mayoría de la gente le interesa aprender una manera mejor o más rápida de hacer una cosa, pero depende de cómo se les presente. Por ejemplo, Jondalar ha estado mucho tiempo fuera. En ese tiempo ha madurado y aprendido mucho, pero la gente que lo conocía no estaba presente para ver su evolución, y algunos siguen viéndolo tal como era antes de irse. Ahora ha regresado, y desea compartir lo que ha aprendido y descubierto, lo cual es digno de elogio, pero no lo aprendió de golpe. Incluso su nueva arma, que es un valioso instrumento para cazar, requiere práctica. Es posible que aquellos que han obtenido buenos resultados y se dan por satisfechos con las armas que conocen se resistan a realizar el esfuerzo necesario para aprender el manejo de la nueva, pese a que tengo la certeza de que algún día la utilizarán todos los cazadores.
–Sí, el lanzavenablos requiere práctica –confirmó Ayla–. Ahora sabemos bien cómo funciona, pero para ello hemos tenido que dedicar muchas horas.
–Y eso no es todo –prosiguió la donier al tiempo que cogía un plato hecho con escápula de un ciervo y se sirvió varias lonchas de carne. Se volvió hacia una mujer que estaba a su lado y le preguntó–: ¿Qué clase de carne es ésta?
–Mamut. Algunos cazadores de la Decimonovena Caverna organizaron una expedición hacia el norte y mataron uno. Decidieron compartir una parte. Según he oído, cazaron también un rinoceronte lanudo.
–Hacía mucho que no comía mamut –dijo la Zelandoni–. Éste voy a saborearlo bien.
–¿Has probado el mamut? –preguntó la mujer a Ayla.
–Sí –contestó ella–. Los mamutoi, la gente con la que vivía antes, son conocidos como cazadores de mamuts, aunque también cazaban otros animales. Pero hacía bastante tiempo que no comía. También yo voy a disfrutar de esta comida.
La Zelandoni pensó en presentar a Ayla a la mujer, pero si lo hacía se vería obligada a presentársela a todos los demás y no acabaría nunca. Decidió no hacerlo, aún necesitaba hablar con ella sobre la ceremonia en la que pensaba enseñar a todos la piedra del fuego. Se volvió hacia Ayla mientras añadía a su plato unas raíces de color blanco –apio–, unos vegetales guisados –ortigas, pensó Ayla– y trozos de esponjosa seta marrón.
–Jondalar también te ha traído a ti, así como a los animales. Eso resulta asombroso, y debes hacerte cargo. La gente ha cazado caballos, pero nunca ha visto caballos que se comporten como los vuestros. De entrada, es sorprendente ver a esos caballos dirigirse hacia donde vosotros queréis o que Lobo se pasee por un campamento lleno de gente y haga lo que le ordenas –dijo la donier, reconociendo por primera vez desde que empezaron a hablar la presencia del lobo, pese a que, sin duda, lo había visto ya.
El animal lanzó un pequeño aullido cuando ella lo miró.
Era una costumbre que el lobo y la donier habían adquirido, y que sorprendía a Ayla. La Zelandoni a veces ignoraba a Lobo, y él entonces tampoco le prestaba atención hasta que ella lo miraba. Cuando lo hacía, él respondía con ese ligero aullido. La donier casi nunca lo tocaba; sólo le daba a veces unas palmaditas en la cabeza, pero esto lo hacía en muy raras ocasiones. Lobo tomaba entonces entre sus dientes la mano de la mujer, sin dejar nunca marca alguna. Ella se lo permitía; decía que ellos se entendían así. Ayla tenía la impresión de que, en efecto, tenía razón, y que ésa era la peculiar manera en que la donier y Lobo se comunicaban.
–Ya sé que, según tú, cualquiera puede hacerlo si empieza a adiestrar a un animal cuando aún es una cría, y quizá sea verdad, pero la gente no lo sabe –continuó la Zelandoni–. Sólo pueden ver tu relación con los animales como algo sobrenatural, interpretándolo como venido de otro mundo, del mundo de los espíritus. Francamente me asombra lo bien que han aceptado a los animales, pero aun así noto en todos ellos cierta inquietud. Les llevará tiempo aprender a convivir con los animales con normalidad. Y ahora queremos mostrarles otra de las cosas que habéis traído, y que nadie ha visto antes. La gente aún no te conoce, Ayla. Estoy segura de que todos querrán utilizar la piedra de fuego en cuanto hayan visto cómo se usa, pero quizá los asuste al principio. Creo que debe verse como un don de la Madre, que puede emplearse si antes es comprendido y aceptado por la zelandonia, y para ello ha de ser presentado con el oportuno ritual.
Tal como lo explicaba parecía totalmente lógico, pero Ayla no pudo evitar considerar lo persuasiva que podía llegar a ser la Zelandoni.
–Cuando lo explicas así, lo entiendo –declaró–. Por supuesto que haré una demostración a los zelandonia de cómo se usa la piedra de fuego, y colaboraré en cualquier ritual que consideres necesario.
Se unieron a la familia de Jondalar y unas cuantas personas de la Novena Caverna, sentadas en compañía de un grupo de gente de otras cavernas. Después de comer, la Zelandoni se llevó a Ayla aparte.
–¿Puedes dejar a Lobo fuera del alojamiento durante un rato? –preguntó–. Me parece importante que nos concentremos en el proceso de encender fuego, y me temo que Lobo sería una distracción.
–Jondalar no tendrá inconveniente en vigilarlo –contestó Ayla volviéndose al hombre para mirarlo.
Él asintió con la cabeza, y cuando ella se puso en pie para marcharse, dijo a Lobo que se quedara con Jondalar, haciendo también señas con la mano que prácticamente nadie advirtió. El sol de mediodía era intenso, y en contraste el alojamiento de la zelandonia parecía oscuro a pesar de los numerosos candiles encendidos. Los ojos de Ayla se adaptaron enseguida a aquella luz; pero cuando la Primera se puso en pie para comenzar a hablar, la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna puso objeciones.
–¿Por qué está ella aquí? –dijo–. Quizá ya haya sido aceptada por los zelandonii, pero no pertenece a la zelandonia. Es una persona ajena y no tiene nada que hacer en esta reunión.
La Que Era la Primera Entre Quienes Servían A La Madre reprimió un suspiro de frustración. No estaba dispuesta a dar claras muestras de irritación, y dejar así que la Zelandoni alta y delgada de la Decimocuarta Caverna tuviera la satisfacción de saber cuánto la molestaba. Pero la pregunta provocó expresiones ceñudas y miradas de desaprobación en algunos de los otros zelandonia, y una sonrisa de complicidad en el acólito de la Quinta Caverna a quien faltaban los dientes delanteros.
–Tienes razón, Zelandoni de la Decimocuarta –dijo la Primera–. Las personas ajenas, aquellas que no forman parte de la zelandonia, no suelen ser invitadas a estas sesiones. Aquí nos reunimos quienes tenemos cierta experiencia con el mundo de los espíritus, quienes hemos sido llamados y los acólitos, que han demostrado sus posibilidades y reciben adiestramiento. Por eso he invitado a Ayla. Ya sabéis que es curandera. Su intervención fue de gran ayuda para Shevoran, el hombre al que arrolló un bisonte descontrolado en la última cacería de la comunidad.
–Shevoran murió, y no sé hasta qué punto su intervención sirvió de algo, porque no lo examiné –dijo la Zelandoni de la Decimocuarta–. Son muchos los que poseen conocimientos acerca de ciertas medicinas. Casi todo el mundo sabe, por ejemplo, que la corteza de sauce alivia los dolores menores.
–Te aseguro que sus conocimientos van mucho más allá de los usos de la corteza de sauce –repuso La Que Era la Primera–. Uno de sus títulos y lazos respecto a la gente con la que vivió antes es «hija del Hogar del Mamut». El Hogar del Mamut de los mamutoi equivale a la zelandonia; a él asisten Aquellos Que Sirven A La Madre.
–¿Estás diciendo que es una zelandoni de los mamutoi? ¿Dónde está su tatuaje? –La pregunta procedía de una anciana de cabello blanco y mirada inteligente.
–¿Su tatuaje, Zelandoni de la Decimonovena? –dijo la corpulenta donier, y pensó: «¿Qué sabe la Decimonovena que yo no sé?». Era una Zelandoni experimentada y digna de confianza, que había aprendido mucho en su larga vida. Era una lástima que tuviera tantos problemas con la artritis. Pronto sería incapaz de desplazarse a las Reuniones de Verano. Quizá ese mismo año no habría podido asistir a no ser porque la Asamblea se celebraba cerca de su caverna.
–Conozco a los mamutoi. Jerika de los lanzadonii vivió con ellos durante un tiempo cuando era joven y acompañaba a su madre y al hombre de su hogar en su largo viaje. Un verano, muchos años atrás, cuando estaba embarazada de Joplaya, tuvo complicaciones y yo la atendí. Me habló de los mamutoi. Sus doniers se identifican también mediante tatuajes en la cara, aunque no exactamente iguales a los nuestros; pero si Ayla es como una zelandoni, ¿dónde está su tatuaje?
–No había completado aún su adiestramiento cuando se marchó para venir aquí con Jondalar. No es como una Zelandoni; es más bien como una acólita, pero con más conocimientos sobre el arte de curar que la mayoría. Además, fue adoptada por el Hogar del Mamut por el Mamut Que Era El Primero, porque éste vio sus posibilidades.
–¿Estás proponiéndola como acólita de la zelandonia? –preguntó Zelandoni de la Decimonovena.
Pese a que rara vez hablaban, se oyó un murmullo de voces entre los acólitos.
–Por ahora no. Todavía no le he preguntado a ella si quiere continuar con su adiestramiento.
Ayla sintió cierta consternación. Si bien no le habría importado hablar acerca de las técnicas de curación con algunas de las personas presentes, no deseaba convertirse en zelandoni. Ella sólo quería unirse a Jondalar y tener hijos, y había observado que pocas zelandonia tenían compañeros o hijos. Podían emparejarse si así lo decidían, pero daba la impresión de que tantas otras cosas reclamaban su atención y su tiempo cuando estaban al servicio de la Gran Madre Tierra que ellas no podían ser a su vez madres.
–¿Por qué está aquí, pues? –preguntó la de la Decimocuarta. Algunos mechones de su cabello gris y ralo, más a un lado que al otro, habían escapado del pequeño moño en que los llevaba recogidos tras la nuca, dándole un aire de descuido y desaliño. Alguna persona amable debería insinuarle con tacto que se arreglara el pelo antes de salir, pero no sería la Primera quien lo hiciese, pues la batalladora Zelandoni de la Decimocuarta interpretaría como una crítica cualquier cosa que le dijese.
–Le he pedido que venga porque me gustaría que os enseñara algo que creo que os interesará.
–¿Tiene algo que ver con esos animales que controla? –preguntó otro donier.
La Primera sonrió. Al menos alguien estaba dispuesto a admitir que Ayla poseía aptitudes insólitas que podían convertirla en aspirante a la zelandonia.
–No, Zelandoni de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna. Eso podría ser tema de otra reunión. Esta vez tiene que mostraros otra cosa.
Si bien el donier de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna era coadyuvante de la Zelandoni principal de la Vigésimo novena, eso se debía exclusivamente a la forma de organización de Tres Rocas. En realidad, era un Zelandoni en el sentido pleno de la palabra por derecho propio, y la Primera sabía que era un competente curandero. Estaba tan autorizado a hablar como cualquier otro donier.
Ayla notó que La Que Era la Primera se dirigía a los miembros de la zelandonia mediante sus títulos completos, en algunos casos eran muy largos dado que incluían las palabras de contar de sus cavernas, pero eso confería a la reunión un aire muy solemne y formal. De pronto cayó en la cuenta de que la única manera de distinguirlos a unos de otros era mediante las palabras de contar. Todos habían abandonado el propio nombre y adoptado el de «Zelandoni». Así pues, habían cambiado sus nombres por las palabras de contar.
Cuando vivía en su valle, ella hacía una marca en un palo cada día que pasaba. Al encontrar a Jondalar, tenía ya un montón de palos llenos de marcas. Cuando él utilizó las palabras de contar para calcular la totalidad de las marcas y pudo luego decir a Ayla cuánto tiempo había vivido en su valle, ella tuvo la impresión de que era una magia tan poderosa que incluso infundía miedo. Cuando él enseñó las palabras de contar, ella intuyó que los zelandonii les atribuían mucho valor e importancia. Y ahora se daba cuenta de que, al menos entre Aquellos Que Servían A La Madre, eran más importantes que los nombres, y su utilización por parte de los zelandonia les confería la esencia de esos poderosos símbolos.
La Primera hizo una seña a Jonokol.
–Primer Acólito de la Novena Caverna, ¿puedes apagar el fuego con la arena que te he pedido que trajeras? Primera Acólita de la Segunda Caverna, ¿puedes tú apagar los candiles?
Ayla reconoció a los dos acólitos cuya ayuda acababa de solicitar la Primera. La habían guiado en la visita a la profunda cueva con animales pintados en Roca de la Fuente. Oyó comentarios y preguntas de curiosidad entre los reunidos, que sabían que la Primera les preparaba algo espectacular. En su mayoría, los de mayor edad y más experimentados se predisponían ya a una actitud crítica. Conocían y comprendían las técnicas y el impacto de las demostraciones espectaculares y estaban resueltos a no dejarse engañar fácilmente por trucos o distracciones.
Cuando el fuego y los candiles estuvieron apagados, había aún claridad suficiente para ver, debido a algún que otro rayo de sol que se filtraba a través de las paredes. El alojamiento no estaba completamente a oscuras. Ayla echó un vistazo alrededor y vio que la luz penetraba sobre todo por el contorno de la entrada, pese a que la cortina estaba echada, y por otro acceso menos visible situado casi en el extremo opuesto. Más tarde, pensó, rodearía el espacioso alojamiento de la zelandonia por su parte exterior para intentar localizar esa segunda abertura.
La Primera era consciente de que la demostración sería mucho más impresionante de noche, con una oscuridad absoluta, pero eso no tenía importancia para quienes se encontraban allí. Éstos comprenderían las posibilidades de inmediato.
–¿Quiere alguien venir a comprobar que el fuego de este hogar está totalmente apagado? –propuso la Primera.
La donier de la Decimocuarta se ofreció voluntaria en el acto. Dio unas palmadas en la arena con cuidado y hundió los dedos en algunos puntos calientes. Finalmente se irguió para anunciar:
–La arena está seca, y caliente en algunos sitios, pero el fuego está apagado y no hay brasas.
–Ayla, dinos qué necesitas para encender fuego –instó la Primera.
–Lo tengo aquí casi todo –respondió la joven, y sacó el yesquero que tantas veces había utilizado a lo largo del viaje–. Pero se necesita yesca. Servirá cualquier cosa en la que el fuego prenda enseguida, por ejemplo, fibras de laureola o madera podrida de un tocón viejo si está seca, y sobre todo si está resinosa. También conviene tener a mano leña menuda y, naturalmente, unos cuantos trozos de madera grandes.