Los refugios de piedra (58 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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–Siendo así, ¿por qué no os sentáis en esa piel y empezamos? –dijo la Primera de Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.

En cuanto se sentaron, la muchacha sirvió la infusión en los vasos. Ayla miró a Mejera y sonrió, ella le devolvió la sonrisa con timidez. Ayla notó que era muy joven. Parecía nerviosa. Pensó que debía de ser la primera vez que participaba en aquella ceremonia. Seguramente los zelandonia utilizaban la ocasión como experiencia formativa.

–No hay ninguna prisa –dijo el Zelandoni de la Tercera, que ayudaba a la acólita con los vasos–. Tiene un sabor muy fuerte, pero con la menta no es tan desagradable.

Ayla tomó un sorbo y decidió que eso de si era o no tan desagradable era una cuestión de opiniones. En otras circunstancias la habría escupido. La hoguera estaba apagada, pero la bebida seguía bastante caliente. Ayla pensó que alguno de los ingredientes daba mal sabor a la menta. Además, aquello no era una infusión. Había hervido, no reposado, y con el hervor se perdían las mejores cualidades de la menta. Pensó que quizá había otras hierbas inocuas o curativas compatibles con los ingredientes principales para obtener un resultado final más agradable. Raíces de regaliz, tal vez, o flores de tilo. En cualquier caso, el sabor no era como para paladearlo y acabó tomando el brebaje de un trago.

–Jondalar, ¿es ésta la piedra que trajiste del sitio donde reposa el cuerpo de Thonolan? –preguntó la Primera enseñándole la piedra gris, pequeña y lisa, que presentaba una cara azul iridiscente.

–Sí, es ésta –contestó él–. Reconocería esa piedra en cualquier sitio.

–Bien. Es una piedra poco común, y estoy convencida de que contiene aún restos del elán de tu hermano. Cógela y después cogeos de la mano tú y Ayla, de manera que sostengáis la piedra entre los dos. Aproxímate más a mi asiento y dame tu otra mano. Tú, Ayla, acércate un poco y toma de la mano a Mejera.

«Mejera debe de ser una acólita nueva, pensó Ayla. Posiblemente es la primera vez que se somete a una experiencia como ésta. También para mí es la primera vez con los zelandonia, pero ya viví algo parecido cuando estuve en la Reunión del Clan con Creb y, desde luego, también con Mamut.» Empezó a recordar su experiencia con el anciano del Campamento del León que intercedía con el mundo de los espíritus y eso no la tranquilizó. Cuando Mamut se enteró de que ella tenía aquellas raíces especiales que usaban los mog-ures quiso probarlas, pero no conocía bien sus propiedades y eran mucho más poderosas de lo que él creía. Prácticamente se perdieron los dos en el vacío y Mamut le recomendó que no las utilizara nunca más. Aunque le quedaban algunas de aquellas raíces, Ayla no tenía la menor intención de emplearlas.

Los cuatro que habían tomado la bebida estaban sentados en círculo y cogidos de la mano; la Primera ocupaba un asiento bajo y acolchado y los demás estaban en el suelo sobre la piel. La Zelandoni de la Undécima llevó un candil y lo colocó justo en el centro del círculo. Ayla había visto ya candiles parecidos, pero aquél la intrigó. Mientras contemplaba la piedra que contenía fuego, empezaba a notar los efectos de la bebida.

El candil era de piedra caliza. La forma general, incluida la sección del recipiente y la prolongación del asa, había sido tallada en una piedra más dura, como el granito. Después se había pulido y decorado con marcas simbólicas grabadas con un punzón de pedernal. Dentro había tres mechas, cuyas puntas sobresalían de la grasa líquida. Una mecha era de liquen, que se encendía rápidamente y quemaba bien, fundiendo la grasa; la segunda era de musgo seco, trenzado en forma de cuerda, y daba una buena luz; y la tercera estaba hecha con fibras secas del tallo de una seta porosa, y absorbía tan bien la grasa líquida que seguía ardiendo incluso después de terminarse el aceite. La grasa animal que utilizaban como combustible se había fundido previamente en agua hirviendo para que las impurezas cayesen al fondo y sólo quedase encima el sebo blanco y puro después de colado. La llama ardía clara sin despedir humo ni hollín. Ayla miró alrededor y, con desánimo, vio que un zelandoni apagaba un candil y después otro y otro. Al cabo de un momento todos los candiles estaban apagados salvo el del centro del círculo. Pese a sus diminutas dimensiones, la luz del único candil se propagaba e iluminaba las caras de las cuatro personas cogidas de la mano con un resplandor dorado y cálido. Pero más allá del círculo una oscuridad absoluta llenaba todos los rincones, todas las grietas y todos los nichos de una negrura que parecía espesa y tensa. Ayla estaba atemorizada. Volvió la cabeza y advirtió un punto de luz en el largo pasadizo. Algunos de los candiles que los habían guiado hasta allí seguían encendidos, pensó, y expulsó el aire que sin darse cuenta había retenido en los pulmones.

Empezaba a invadirla una extraña sensación. La decocción tenía un efecto rápido. Le daba la impresión de que las cosas iban más despacio o ella más deprisa. Miró a Jondalar y descubrió que él estaba mirándola, y la asaltó la curiosa sensación de que ella sabía lo que él pensaba. Después miró a la Zelandoni y a Mejera y tuvo la misma sensación, pero no tan nítida como con Jondalar. No obstante, pensó que todo aquello podían ser imaginaciones suyas. Empezó a tomar conciencia de que se oía una música, flautas, timbales y personas que cantaban pero sin palabras. No sabía cuándo ni dónde había comenzado. Cada cantor emitía una sola nota, o una serie de notas repetitivas, hasta quedarse sin aliento y entonces tomaba aire y volvía a empezar. Casi todos los cantores y timbaleros repetían lo mismo una vez tras otra, pero unos cuantos cantores excepcionales variaban su melodía, al igual que los flautistas, cada uno empezaba y acababa a su antojo, y eso quería decir que no había dos personas que comenzasen o se interrumpiesen al mismo tiempo. El efecto era un sonido continuo de tonos entretejidos que cambiaban cada vez que arrancaban nuevas voces y se detenían otras, con una superposición de melodías divergentes. A veces era atonal, a veces casi armónico, pero en conjunto era una fuga extraordinaria, preciosa y potente.

Las otras tres personas del círculo también cantaban. La Primera, con su magnífica voz de contralto, era una de las que variaban sus tonos de una manera melódica. Mejera tenía una voz aguda y pura, y emitía una serie de tonos simples y repetitivos. Jondalar también producía una repetición de tonos, un cántico que había perfeccionado y del que se sentía satisfecho. Ayla nunca lo había oído cantar, pero notó que tenía un timbre vibrante, y le gustó. No entendía por qué no cantaba más a menudo.

Tuvo la impresión de que debía unirse a ellos, pero cuando vivía con los mamutoi había intentado cantar y había comprobado que era incapaz de seguir una melodía. De pequeña no había aprendido y ya era demasiado tarde. Oyó entonces que uno de los hombres situados cerca de ellos canturreaba de una manera monótona. Se acordó de la época en que vivía sola en el valle y tarareaba de una manera parecida por las noches para adormilarse con la bolsa de piel con la que había llevado a su hijo, arrugada y hecha un rebuño, contra el vientre.

En voz muy baja empezó a canturrear de forma monótona en un tono grave y siguió el ritmo ligeramente encogida. La música resultaba sobrecogedora, su propio canturreo la relajaba, los sonidos producidos por los Otros le proporcionaban consuelo, una sensación de protección y de apoyo. Gracias a esa sensación le resultó más fácil abandonarse a los efectos del brebaje, que comenzaba a notar cada vez más poderosamente.

Empezó a tener una conciencia muy clara de las manos que tenía cogidas. A la izquierda notaba la mano de la muchacha, fría, húmeda y flácida. Apretó la mano de Mejera pero no notó que la muchacha le correspondiera a su vez con un apretón. Incluso en eso se mostraba tímida y juvenil. En contraste, la mano de la derecha era cálida, seca y un tanto encallecida por el trabajo. Jondalar le sujetaba la mano con firmeza como lo hacía ella, y Ayla era en extremo consciente de la piedra que sostenían entre los dos. Le transmitía una sensación ligeramente desconcertante, pero la mano de él le daba seguridad.

Aunque no lo viera, estaba segura de que la faceta plana y opalescente se hallaba en contacto con su palma, lo cual significaba que la parte triangular y rugosa del otro lado estaba en contacto con la palma de Jondalar. Se concentró y tuvo la impresión de que la piedra aumentaba de temperatura adaptándose al calor de sus cuerpos, sumándose a ellos como si empezase a formar parte de ellos, o ellos de la piedra. Recordó el escalofrío experimentado al entrar en la cueva, y que el frío se había hecho más intenso a medida que se adentraba en sus profundidades, pero en ese momento, sentada en la piel y vestida con ropa de abrigo, no tenía frío.

Concentrada en la llama del candil, pensó en el agradable calor del fuego de un hogar. Observó la trémula llama atrapada en aquella pequeña incandescencia; se sintió aislada de todo lo demás. Contempló cómo temblaba y flameaba la diminuta luz amarilla. Tenía la impresión de poder controlar la llama con su respiración.

Al mirar con más atención aún, le pareció que la luz no era del todo amarilla. Para que se quedara totalmente quieta mientras la examinaba, contuvo la respiración. En el centro la llama era redonda, con la parte más brillante junto al extremo de la mecha. Dentro del amarillo había una zona más oscura que partía de la punta de la mecha y se estrechaba en forma de cono a medida que ascendía por la llama. Sobre el amarillo donde se iniciaba la llama se advertían tonalidades azules. Nunca había observado con tal atención e intensidad la llama de un candil de aceite. Cuando volvió a respirar, la llama empezó a oscilar al ritmo de la música; cada vez era más radiante y se reflejaba en la superficie resplandeciente del sebo fundido. Los ojos de Ayla se llenaron de una luminiscencia refulgente hasta que ya no vio nada más.

Se sintió grácil, ingrávida, despreocupada, como si pudiese flotar en la cálida luz. Todo era fácil, nada exigía esfuerzo. Sonrió, ahogó una risa y miró a Jondalar. Pensó en la vida que había empezado a crecer dentro de ella, y una oleada de intenso amor por el niño la invadió y superó. Jondalar no pudo evitar responder a aquella sonrisa radiante; ella lo vio sonreír y se sintió feliz y querida. La vida era jubilosa, y ella quería su parte.

Sonrió a Mejera, y ésta le correspondió con una sonrisa incierta; después se volvió hacia la Zelandoni y la incluyó en su felicidad. Desde un rincón desapasionado de su mente que parecía haberse distanciado de ella daba la impresión de observarlo todo con extraña lucidez.

–Estoy preparada para llamar al elán de Shevoran y dirigirlo hacia el mundo de los espíritus –dijo la que era la Primera interrumpiendo su canto. Su voz le sonó lejana incluso a ella misma–. Después de ayudarlo, intentaré encontrar el elán de Thonolan. Jondalar y Ayla tendrán que colaborar. Pensad en cómo murió y dónde descansan sus huesos.

Para Ayla el sonido de las palabras de la Zelandoni era como una música cada vez más intensa y compleja. Percibió tonos que resonaban en las paredes de alrededor y tuvo la sensación de que la corpulenta donier entraba a formar parte del canto reverberante que volvía a sonar, penetrando en la propia cueva. Vio que la mujer cerraba los ojos. Cuando los abrió se habría dicho que miraba algo muy lejano. De pronto los ojos se le quedaron en blanco, y cuando volvió a cerrarlos, pareció desmoronarse en su asiento.

Mejera empezó a temblar. Ayla no sabía si era por miedo o si sencillamente estaba fuera de sí. Volvió a mirar a Jondalar. Él parecía mirarla, y le sonrió, pero ella se dio cuenta de que también él tenía la mirada perdida en el vacío y contemplaba algo lejano dentro de su mente. De repente, Ayla se encontró de nuevo en las inmediaciones de su valle.

A
yla oyó algo que le heló la sangre y le aceleró el corazón: el eco del rugido de un león cavernario... y un grito humano
. Jondalar estaba con ella, tenía la impresión de que estaba dentro de ella; notó en la pierna el dolor de una herida provocada por la garra de un león, pero perdió el conocimiento.
Ayla se detuvo, le palpitaba la sangre en los oídos. Hacía mucho tiempo que no oía ningún sonido humano, pero sabía que aquel grito procedía de seres como ella. Estaba tan atónita que ni siquiera era capaz de pensar. El grito la atraía... alguien estaba pidiendo ayuda
.

La inconsciencia en que se hallaba Jondalar hacía que su presencia ya no fuera tan dominante, lo que le permitía escuchar a los otros: la Zelandoni, lejana pero poderosa; Mejera, más cercana pero insegura; y la música, con las voces y la flautas, débiles pero reconfortantes, y los timbales, graves y sonoros.

Oyó el rugido del león cavernario y vio la melena rojiza. Advirtió entonces que Whinney no estaba nerviosa, y sabía por qué… ¡Es Bebé! ¡Whinney, es Bebé!

Había dos hombres. Apartó al león que había criado y se arrodilló para examinarlos. Sentía extrañeza y curiosidad, pero su principal preocupación era poder hacer algo por ellos como curandera. Sabía que eran hombres, pese a que eran los primeros seres de los Otros que recordaba haber visto
.

Supo de inmediato que nada podía hacer por la vida del hombre del cabello oscuro. Estaba en el suelo, con el cuello roto. Las marcas de los dientes en el cuello revelaban la causa. Pese a que no conocía a ese hombre, su muerte le produjo una honda consternación. Se le llenaron los ojos de lágrimas. No era que lo quisiera, sino que tuvo la sensación de haber perdido algo muy valioso antes de poder apreciarlo. Le entristeció hondamente el hecho de que la primera vez que veía personas como ella una estuviese muerta
.

Deseaba dar reconocimiento a su carácter humano, honrarlo mediante un entierro, pero al examinar al otro hombre comprendió que no podría hacerlo. El hombre del cabello amarillo todavía respiraba, pero la vida se le escapaba por la herida de la pierna. Su única esperanza era trasladarlo a la caverna lo antes posible para curarlo. No había tiempo para entierros
.

No sabía qué hacer. No quería dejar al hombre muerto allí con los leones... Advirtió que había muchas piedras sueltas en el fondo del cañón ciego y que en su mayor parte estaban amontonadas tras unas rocas no muy estables. Arrastró el cadáver hacia el fondo del cañón cerca del pedregal…

Luego, una vez que tuvo al otro hombre herido atado a la angarilla, volvió al fondo del cañón con una lanza larga y robusta del clan. Contempló al hombre muerto y sintió lástima por su muerte. Con los mudos gestos y movimientos del clan se dirigió al mundo de los espíritus
.

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