Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–No, no lo soy –contestó Ayla–. El Mamut me adoptó en el Hogar del Mamut. No había sido llamada, pero estaba adiestrándome cuando me fui con Jondalar.
La mujer sonrió.
–No te habrían adoptado si no estuvieses predestinada; seguro que oirás la llamada.
–No creo que sea ése mi deseo –declaró Ayla.
–Eso es posible –dijo la Primera Acólita de la Segunda, y a continuación se volvió para seguir mostrándoles el camino hacia el interior de la Roca de la Fuente.
Más adelante empezaron a ver un resplandor que iba haciéndose cada vez más intenso. Tras la total oscuridad de la cueva, sin más luz que la de las débiles llamas, la vista se había ya acostumbrado, y de pronto una iluminación mayor resultaba cegadora. El pasadizo se ensanchó, y Ayla vio a varias personas que aguardaban en una zona más amplia. Parecía abarrotada. Al llegar, reconoció a algunas y advirtió que todos eran zelandonia menos Jondalar y ella.
La corpulenta donier de la Novena Caverna se hallaba instalada en un asiento que alguien debía de haberle llevado hasta allí. Se levantó y sonrió.
–Os esperábamos –dijo abriendo los brazos. Ayla dedujo que se trataba de un abrazo formal, una manera de saludar en público a personas con las que existían estrechas afinidades.
Uno de los otros zelandonia saludó a Ayla con un gesto de asentimiento. Ella le devolvió el mismo saludo al hombre de baja estatura y complexión menuda que identificó como el Zelandoni de la Undécima, quien le había impresionado con su fuerte apretón de manos y su seguridad en sí mismo. Un hombre de mayor edad, el Zelandoni de la Tercera, le sonrió, y ella le correspondió también con una sonrisa; era el que tan amable y comprensivo se había mostrado con ella cuando intentaba ayudar a Shevoran. Reconoció prácticamente a todos los demás y recordó haberlos saludado en algún otro momento.
Habían encendido una pequeña fogata sobre un montón de piedras que habían acarreado hasta allí con ese propósito y que volverían a llevarse al marcharse. Junto a un humeante cuenco de madera para cocinar de tamaño considerable, había un odre de agua. Ayla observó a una joven extraer un par de piedras de cocinar del fondo del cuenco con unas pinzas de madera y sustituirlas por otras que tenía calentándose al fuego. Cuando las piedras entraron en contacto con el agua, se elevó una nube de vapor. La muchacha alzó la cabeza, y Ayla reconoció a Mejera, que le sonrió.
Entonces La Que Era la Primera añadió algo que llevaba en una bolsa.
«Prepara una decocción, para que hierva, no una infusión, pensó Ayla. Probablemente el brebaje contiene alguna raíz o trozos de corteza, algo fuerte.» Cuando volvieron a añadir piedras, un vapor de un aroma muy intenso impregnó el aire. Era fácil distinguir la fragancia de la menta, pero Ayla percibió también otros olores y sabores que intentó identificar; sospechó que la verdadera finalidad de la menta era camuflar algún gusto desagradable.
Dos personas extendieron sobre el suelo rocoso y húmedo, cerca del asiento de la Zelandoni, una piel gruesa y acolchada.
–Ayla, Jondalar, venid aquí y poneos cómodos –dijo la voluminosa mujer indicando la piel–. Quiero que bebáis esto.
La muchacha que se encargaba de la poción del cuenco repartió cuatro vasos del brebaje.
–Aún no está a punto, así que tened un poco de paciencia.
–Ayla ha estado mirando las pinturas de las paredes –explicó Jonokol–. Creo que le gustaría ver más. Sería más distraído que quedarse aquí esperando a que la bebida esté lista.
–Sí, me gustaría ver más –se apresuró a corroborar Ayla, cada vez más nerviosa por tener que beber una decocción desconocida, y destinada con toda seguridad a ayudarla a encontrar otro mundo. Sus anteriores experiencias con brebajes similares no habían sido demasiado placenteras.
La Zelandoni la observó atentamente por un momento. Conocía a Jonokol lo suficiente para saber que no habría hecho tal proposición sin un buen motivo. Debía de haber notado cierta inquietud en Ayla, y ciertamente parecía alterada.
–Adelante, pues, Jonokol, ¿por qué no le enseñas las pinturas de las paredes? –accedió la Primera.
–Me gustaría acompañarlos –dijo Jondalar, que tampoco estaba demasiado tranquilo–. Quizá podría guiarnos la mujer de la antorcha.
–Con mucho gusto –aceptó la Primera Acólita de la Segunda Caverna al tiempo que cogía la misma antorcha de antes–. He de volver a encenderla.
–Hay unas obras magníficas detrás de los zelandonia, pero prefiero no molestarlos –comentó Jonokol–. Te enseñaré una cosa interesante en este pasadizo.
La condujo por un pasillo que se desviaba del principal hacia la derecha. Inmediatamente a la izquierda, se detuvo ante otro panel con un reno y un caballo.
–¿También lo has hecho tú? –preguntó Ayla.
–No, lo hizo mi maestra. Precedió a la hermana de Kimeran como Zelandoni de la Segunda –dijo Jonokol–. Era una pintora excepcional.
–Excelente sin duda, pero me parece que el discípulo ha superado a la maestra –afirmó Jondalar.
–Bueno, pero para los zelandonia no cuenta tanto la calidad como la experiencia –matizó la Primera Acólita de la Segunda–. Estas pinturas son sólo para contemplarlas.
–Ya lo supongo –repuso Jondalar con una sonrisa burlona–, pero a mí personalmente eso es lo que me gusta: contemplarlas. He de admitir que no espero con mucho entusiasmo esta… ceremonia. Estoy dispuesto a participar y estoy seguro de que será interesante, pero la verdad es que prefiero que sean los zelandonia quienes vivan esas experiencias.
Jonokol sonrió comprensivamente.
–No eres el único que piensa así, Jondalar. A la mayoría de la gente le gusta mantenerse firmemente agarrada a este mundo. Venid, os enseñaré otra cosa antes de que nos tengamos que poner serios.
El acólito artista los guio hacia otra zona del lado derecho del pasadizo donde se habían formado más estalagmitas y estalactitas de lo normal. La pared se hallaba cubierta de formaciones calcáreas, pero encima de los abultamientos había pintados dos caballos que se integraban en la pared creando la impresión de una larga capa peluda de invierno. El de detrás se encabritaba con un efecto de gran animación.
–Tienen mucha vida –comentó Ayla, muy intrigada. Había visto caballos en posturas semejantes.
–Los muchachos, al verlo, siempre dicen que el de detrás «se encabrita buscando placeres» –explicó Jondalar.
–Es una interpretación –dijo la acólita–. Podría ser un macho intentando montar a la hembra de delante, pero yo creo que se dejó expresamente ese punto de ambigüedad.
–¿Los pintó tu maestra, Jonokol? –preguntó Ayla.
–No. No sé quién es el autor –contestó él–. Nadie lo sabe. Los pintaron hace mucho tiempo, por las mismas fechas que los mamuts. Dicen que son obra de nuestros antepasados, nuestros abuelos.
–Ayla –dijo la mujer–, querría enseñarte algo.
–¿Piensas enseñarle la vulva? –preguntó Jonokol un tanto extrañado–. No acostumbra a enseñarse en la primera visita.
–Ya lo sé, pero me parece que con ella deberíamos hacer una excepción –adujo la acólita. Con la luz en alto, los guio hacia un lugar no muy alejado de los caballos.
Al detenerse, bajó la antorcha para iluminar una formación de roca muy curiosa que sobresalía de la pared y se prolongaba por el suelo, elevándose. Observándola, Ayla advirtió una zona de piedra realzada con rojo, pero sólo cuando se fijó mejor comprendió qué representaba, y eso porque había atendido a más de una mujer en el momento del parto. A un hombre debía de resultarle más fácil reconocerlo. Por casualidad –o por un designio sobrenatural–, la piedra había tomado la forma exacta de un órgano sexual femenino. La forma, los pliegues e incluso la depresión que constituía la entrada de la vagina: todo estaba allí. Sólo se había añadido el color rojo, para destacarla, y para que fuera más fácil encontrarla.
–¡Es una mujer! –exclamó Ayla, atónita–. ¡Es exactamente como una mujer! No había visto nunca nada igual.
–¿Entiendes ahora por qué es tan sagrada esta cueva? La Madre la creó para nosotros. Esto es la prueba de que esta cueva es la Entrada a la Matriz de la Madre –aseveró la mujer que se preparaba para servir a la Gran Madre Tierra.
–¿Ya lo habías visto, Jondalar? –preguntó Ayla.
–Sólo una vez. Me lo enseñó la Zelandoni. Es impresionante. Una cosa es que un artista como Jonokol mire la pared de una cueva, vea la figura que está en ella y la saque a la superficie para que la contemplen los demás. Pero esto ya estaba aquí. El color añadido sólo lo hace más visible.
–Todavía quiero enseñarte algo más –dijo Jonokol.
Retrocedió, y cuando llegaron a la zona más amplia donde esperaban todos, pasó rápidamente y dobló a la derecha, otra vez por el pasadizo principal. Al final de éste, a la izquierda, había un recinto circular, y en la pared unas depresiones cóncavas, como la cara opuesta de un bulto redondeado. En algunas de esas concavidades había mamuts pintados de modo que produjeran una insólita ilusión. A primera vista no parecían depresiones, sino que más bien adoptaban la forma de un estómago de mamut, redondeado hacia afuera. Ayla tuvo que mirarlo dos veces y después tocarlo para convencerse de que eran cóncavas de verdad –no convexas–, y que eran huecos y no bultos.
–¡Es increíble! –prorrumpió Ayla–. Están pintados de manera que parecen lo contrario de lo que son.
–Éstos sí son nuevos, ¿verdad? No recuerdo haberlos visto –observó Jondalar–. ¿Los has pintado tú, Jonokol?
–No, pero conoceréis a la mujer que los hizo.
–Todo el mundo coincide en que es excepcional –dijo la acólita–, como lo es Jonokol, naturalmente. Tenemos suerte de contar con dos artistas de tanto talento.
–Por allí hay algunas figurillas –indicó el acólito mirando a Ayla–. Rinocerontes lanudos, un león cavernario, un caballo grabado; pero el pasadizo es muy estrecho y cuesta llegar. Una serie de rayas marcan el final.
–Ya debe de estar todo a punto –recordó la mujer–. Mejor será que volvamos.
Mientras se daban la vuelta para regresar, Ayla miró una última vez la pared de la derecha, frente al espacio en forma de capilla destinado a los mamuts. La asaltó una angustiosa sensación. Tenía miedo de saber qué ocurriría. Ya le había pasado antes. La primera vez había sido cuando preparó la bebida con unas raíces especiales para los mog-ures. Iza le había dicho que era demasiado sagrada para malgastarla, y por eso no se le permitía hacer pruebas. Enseguida se había desorientado, primero por masticar las raíces para reblandecerlas, luego por probar las bebidas que se habían preparado para la noche de la ceremonia y la celebración especial. Al descubrir un poco de líquido en el cuenco antiguo, se lo había bebido para no malgastarlo. El potente brebaje se había hecho aún más fuerte con el rato de reposo, y le había hecho un efecto atroz. Desorientada, había seguido la luz de las hogueras hasta las profundidades laberínticas de la cueva, y cuando se encontró con Creb y los otros mog-ures, ya no pudo volver.
Después de aquella noche, Creb cambió, y tampoco ella había vuelto a ser la misma de siempre. Comenzaron entonces los sueños misteriosos, los despertares con sensaciones extrañas y las visiones enigmáticas que la transportaban a otros lugares y que a veces eran premonitorias. Esos sueños se habían hecho más fuertes y predominantes durante el viaje.
Ahora, contemplando la pared, la sólida piedra empezó a parecerle débil. La superficie dura del muro donde se reflejaban las hogueras parecía blanda, honda y absolutamente negra. Y ella se encontraba allí, dentro de aquel espacio amenazador y nebuloso, y no hallaba la manera de escapar. Se sentía agotada, débil y herida en lo más hondo de sí. Apareció entonces Lobo. Corría a través de la hierba alta, hacia ella, en su busca.
–¡Ayla, Ayla! ¿Te encuentras bien? –preguntó Jondalar.
–¡Ayla! –exclamó Jondalar.
–¡Oh, Jondalar! He visto a Lobo –dijo ella, parpadeando y sacudiendo la cabeza para librarse de la sensación de aturdimiento y vaga premonición.
–¿Qué quieres decir con eso de que has visto a Lobo? No ha venido con nosotros. ¿Es que no te acuerdas? Lo has dejado con Folara –dijo Jondalar, temeroso y preocupado.
–Ya lo sé, pero estaba allí –contestó ella señalando la pared–. Ha venido a buscarme cuando lo necesitaba.
–No es la primera vez –dijo Jondalar–. Te ha salvado la vida en más de una ocasión. Quizá era un recuerdo.
–Quizá sí –contestó ella. Pero, en realidad, no lo creía.
–¿Dices que has visto un lobo en esa pared? –preguntó Jonokol.
–No exactamente en la pared –dijo Ayla–, pero Lobo estaba.
–Creo que deberíamos volver –sugirió la acólita, pero miraba a Ayla intrigada.
–Aquí los tenemos –dijo la Zelandoni de la Novena cuando los vio regresar por el pasadizo–. ¿Estáis ya más tranquilos y dispuestos a empezar?
Sonreía, pero Ayla tuvo la sensación de que la corpulenta mujer estaba impaciente y no del todo complacida.
Después del vivo recuerdo de cuando había bebido un líquido que había alterado su percepción, y su momento de confusión al ver a Lobo en la pared, Ayla tenía aún menos ganas que antes de beber una poción que la llevase a otra clase de realidad o a otro mundo, pero tenía la impresión de que no podía elegir.
–No es fácil conservar la calma en una cueva como ésta –adujo Ayla–, y tomar esa infusión me aterroriza, pero si crees que es necesario estoy dispuesta a hacerlo.
La Primera volvió a sonreír, y esta vez su sonrisa parecía sincera.
–Tu franqueza es de agradecer, Ayla. Es cierto que no es fácil conservar la calma aquí dentro. No es ése el objetivo de esta cueva. También es normal que te asuste tomar la infusión. Es muy poderosa. Me disponía a explicarte que te notarás un poco rara después de beberla, y que sus efectos no son del todo previsibles. Suelen desaparecer al cabo de un día o dos, y no sé de nadie que haya tenido efectos perjudiciales, pero si prefieres no tomarla nadie te lo tendrá en cuenta.
Ayla pensó si realmente podía negarse, pero aunque le complaciera tener la opción, aún le costaba más decir que no.
–Si tú quieres, estoy preparada –dijo.
–Estoy segura de que tu participación será útil, Ayla –afirmó la donier–. Y también la tuya, Jondalar. Pero quiero que comprendas que también tú tienes derecho a negarte.
–Ya sabes que el mundo de los espíritus siempre me ha inquietado, Zelandoni –repuso él–, y después de dos días de cavar tumbas y de la ceremonia funeraria he estado ya más cerca de él de lo que querría volver a estarlo hasta que me llame la Madre. Pero fui yo quien te pidió que ayudases a Thonolan, y lo mínimo que puedo hacer es colaborar en la medida de mis posibilidades. La verdad es que ya tengo ganas de acabar.