—Pues tú me has dicho que había que actuar de prisa, de modo que he cogido al toro por los cuernos. Uno de esos tipos de la Torre de Control me estaba dando guerra. Así que le puse la mano encima un poco, y aquí estoy. —Bigman rió con placer—. Habla con los guardias y pregúntales si no están buscando a un tipo como yo por el cargo de agresión contra uno de la Torre.
—Esto no es lo más brillante de todo lo que podrías haber hecho — observó Lucky con tono grave—. Tendrás más de un problema para convencer a los hombres de los asteroides de que eres capaz de una agresión. No quiero herirte en tus sentimientos, pero se te ve un poco diminuto para eso.
—Pues pondré fuera de combate a unos pocos —respondió Bigman—. Me creerán, pero no es por eso que he llamado.
—Bien, ¿por qué has llamado?
—¿Cómo llegaré hasta el asteroide de este tipo?
Lucky frunció el entrecejo.
—¿Has mirado en el libro de bitácora?
— ¡Gran Galaxia! He mirado en todas partes. Hasta bajo el colchón. No hay ningún registro de ninguna clase de coordenadas.
El sentimiento de intranquilidad de Lucky aumentaba.
—Es extraño, y peor que extraño. Mira, a Bigman —habló con voz incisiva, de prisa— iguala la velocidad de Ceres. Dame tus coordenadas con respecto a Ceres ahora mismo y mantenlas así, sea como fuere, hasta que yo te llame. Estás demasiado cerca de Ceres para que los piratas te molesten, pero si te alejaras un poco más, tal vez llegarías a enfrentarte con problemas. ¿Me oyes?
—Sí, te he oído. Déjame calcular mis coordenadas.
Lucky tomó nota y cortó la comunicación.
Con tono preocupado masculló:
— ¡Por el espacio! Alguna vez aprenderé a no dar nada por supuesto.
Henree se mostraba inquieto:
—¿No sería mejor hacer regresar a Bigman? Es un plan muy arriesgado y, ya que no tienes las coordenadas, tendrías que cancelario.
—¿Cancelarlo? —preguntó a su vez Lucky—. ¿Dejar a un lado el único asteroide que conocemos como base pirata? ¿Sabes de algún otro? ¿De uno solo? Debemos hallar ese asteroide. Es nuestra única clave para deshacer el nudo.
—Tiene razón, Gus —intervino Conway—; allí hay una base.
Lucky pulsó una tecla del intercomunicador y aguardó.
La voz de Hansen, soñolienta y alarmada a la vez, respondió:
— ¡Hable! ¡Hable!
—Aquí Lucky Starr, señor Hansen. Lamento molestarlo, pero le ruego que baje al despacho del doctor Conway lo más pronto que le sea posible.
Luego de una pausa, la voz del ermitaño respondió:
—Sí, por supuesto, pero no sé el camino.
—El guardia que está a su puerta se lo indicará. Ya mismo me pondré en contacto con él. ¿Puede estar aquí dentro de dos minutos?
—Dos y medio, quizá —dijo Hansen, de buen humor. Ahora su voz sonaba más normal.
— ¡Estupendo!
Hansen cumplió su palabra; cuando llegó, Lucky aguardaba; con la puerta aún abierta, interrogó al guardia:
—¿Ha habido algún problema en la base esta tarde? ¿Alguna agresión, tal vez?
El guardia pareció sorprenderse.
—Sí, señor. El individuo agredido, sin embargo, se niega a presentar una acusación. Asegura que fue una pelea limpia.
Lucky cerró la puerta y comentó:
—Es lógico; a cualquier hombre normal le disgustaría despertar en la guardia y admitir que un tipo del tamaño de Bigman lo ha vapuleado. Luego me comunicaré con las autoridades y haré que el cargo quede registrado por escrito, de todos modos; para el archivo...
Señor Hansen.
—Sí, señor Starr.
—Debo preguntarle algo y no he querido que la respuesta quedase flotando en el sistema de intercomunicación. Dígame, por favor, cuáles son las coordenadas de su asteroide. Las de espacio y las de tiempo, por supuesto.
Los ojos azules de Hansen, fijos y redondos, arrojaron una mirada perpleja sobre Lucky en aquellos mismos momentos.
—Pues bien, tal vez les resulte difícil creerlo, pero, de verdad, no podría decírselo a ustedes.
Los ojos de Lucky horadaron el rostro de su interlocutor.
—Es difícil creerlo, señor Hansen. Yo pensaba que usted sabría sus coordenadas tan bien como un habitante de nuestro planeta sabe las señas de su casa.
El ermitaño se miró las puntas de los pies y luego, suavemente, asintió:
—Sí, creo que es así. Y ésas son las señas de mi casa. Sin embargo, las desconozco.
Conway intervino:
—Si este hombre, en forma deliberada...
—Un momento —interrumpió Lucky—. Seamos pacientes. El señor Hansen podrá darnos alguna explicación.
Todos estaban pendientes del ermitaño.
Las coordenadas de los distintos cuerpos en la Galaxia constituyen la corriente sanguínea de los viajes espaciales. Cumplen la misma función que las líneas de latitud y longitud en la superficie bidimensional de un planeta. Pero el espacio es tridimensional y, ya que en él los cuerpos se mueven en todo sentido, las coordenadas necesarias son muy complejas.
Básicamente hay una posición inicial común a la que se denomina posición cero. En el caso del Sistema Solar, la posición del Sol es la posición cero. A partir de este punto de partida, se necesitan tres números. El primero representa la distancia de un objeto o una posición hasta el Sol. El segundo y tercer número son dos mediciones angulares que indican la posición del objeto con referencia a una línea imaginaria que conecta el Sol con el centro de la Galaxia. Si se conocen tres series de estas coordenadas, correspondientes a tres momentos distintos y separados en el tiempo, la órbita de un cuerpo puede ser calculada y conocer así su posición relativa al Sol en cualquier momento dado.
Las naves espaciales pueden calcular sus propias coordenadas con respecto del Sol o, si fuese más conveniente, con respecto del más cercano de los cuerpos mayores, cualquiera que sea. En las Líneas Lunares, cuyas naves hacían la trayectoria entre la Tierra y la Luna, la Tierra constituía el «punto cero». Las coordenadas propias del Sol se calculaban con respecto del centro de la Galaxia y con respecto del meridiano galáctico principal, pero esto sólo era importante en los viajes interestelares.
Algunas de estas ideas atravesaron la mente del ermitaño mientras permanecía bajo la mirada atenta de los tres consejeros. Era complicado explicarlo. Sin embargo, de pronto, Hansen dijo:
—Sí, puedo explicarlo.
—Estamos aguardando —puntualizó Lucky.
—Jamás en quince años tuve necesidad de utilizar las coordenadas. En los dos últimos años no abandoné mi asteroide ni siquiera por unas horas; antes de ello, todos los viajes que he hecho, uno o dos por año, fueron breves: a Ceres o a Vesta, para comprar provisiones o algún recambio. Cuando lo hacía, utilizaba coordenadas locales, calculadas siempre en el momento. Nunca organicé una tabla general porque nunca tuve necesidad de hacerlo.
»Sólo me alejaba por un día o dos, tres a lo sumo, y mi roca no iría a dar muy lejos en ese lapso, porque se traslada con la corriente de asteroides, un poco más lentamente que Ceres o Vesta cuando está lejos del Sol y un poco más deprisa cuando está más cercano. Cuando me dirigía hacia la posición que había calculado, mi roca podía haberse deslizado quince o hasta ciento cincuenta mil kilómetros con respecto de su posición anterior, pero siempre estaba al alcance del telescopio de la nave. Por tanto, siempre me era posible ajustar mi trayectoria a simple vista. Jamás utilicé las coordenadas solares comunes porque nunca tuve necesidad de hacerlo, y eso es todo.
—Lo que usted está diciendo —resumió Lucky— es que no puede regresar a su roca ahora. ¿O ha calculado las coordenadas locales antes de partir?
—Ni siquiera pensé en ello —dijo el ermitaño, con tono apesadumbrado— Mi último viaje fue hace dos años y no he puesto atención en el hecho hasta el instante en que usted me ha llamado aquí.
El doctor Henree intervino:
—Un momento. Un momento. —Había encendido una nueva pipa y la chupaba con fuerza—. Tal vez esté equivocado, señor Hansen, pero cuando usted tomó posesión del asteroide, debió haber presentado papeles a la Oficina Terrestre del Mundo exterior, ¿no es verdad?
—Sí —respondió Hansen—, pero era sólo una formalidad.
—Puede ser. No discuto ese punto. Pero aún así las coordinadas de su asteroide deben estar registradas allí. Hansen pensó durante algunos segundos y luego negó, sacudiendo la cabeza.
—Me temo que no, doctor Henree. Sólo asentaron la coordenada-tipo para el primero de enero de ese año. Era para identificar el asteroide, con un número de código, en caso de litigio de posesión. No se preocupaban más que por eso y no es posible trazar una órbita con una sola serie de coordenadas.
—Pero usted mismo debe de haber obtenido valores orbitales. Lucky nos ha dicho que en un principio usted utilizó al asteroide como lugar de vacaciones. De modo que usted debía saber cómo hallarlo año tras año.
—Eso era quince años atrás, doctor Henree. Y obtuve entonces los valores, sí. Y esas cifras están en algún libro de anotaciones en el asteroide, pero no las he memorizado.
Los ojos oscuros de Lucky estaban cubiertos por una nube de preocupación; luego de una pausa, el joven dijo:
—Esto es todo, por ahora, señor Hansen. El guardia le acompañará hasta su habitación y le llamaremos luego, si es necesario. Mister Hansen — agregó mientras el ermitaño se ponía de pie—, si recuerda algo acerca de las coordenadas, háganoslo saber.
—Así lo haré, señor Starr —repuso Hansen con tono grave.
Nuevamente quedaron solos los tres consejeros. La mano de Lucky pulsó un control del tubo comunicador.
—Active la transmisión —pidió.
La voz del operador de la Central de Comunicaciones le respondió:
—¿El mensaje anterior era para usted, señor? No me fue posible cortar la comunicación, de modo que...
—Está bien; transmisión, por favor.
Lucky ajustó el ordenador y utilizó las coordenadas de Bigman como punto cero en la onda sub-etérica.
—Bigman —dijo, en cuanto apareció su rostro en la pantalla—, abre el diario de navegación nuevamente.
—¿Tienes las coordenadas, Lucky?
—Aún no. ¿Has abierto el diario?
—Sí.
—¿Ves un trozo de papel suelto, lleno de anotaciones y cálculos?
—Aguarda. Sí. Aquí está.
—Ponlo frente a tu transmisor. Necesito verlo.
Lucky cogió un folio y copió las cifras.
—Está bien, Bigman, quítalo de la pantalla. Oye ahora, quédate dónde estás, ¿comprendes? Quédate dónde estás, ocurra lo que ocurra, hasta que yo vuelva a llamarte. Cortaré la transmisión. Fuera.
El joven se volvió hacia Conway y Henree y explicó:
—Desde la roca del ermitaño hasta Ceres hice mi trayectoria a ojo.
Corregí la trayectoria tres o cuatro veces, utilizando el telescopio de la nave y los nonios de observación y medición. Esos son mis cálculos.
Conway asintió con la cabeza:
—Supongo que ahora te propones hacer los cálculos en orden inverso para hallar las coordenadas de la roca.
—Es una tarea bastante simple, sobre todo si disponemos del Observatorio de Ceres.
Conway se puso de pie, pesadamente.
—No puedo menos que pensar que has puesto demasiadas esperanzas en esto, pero nos dejaremos llevar por tu instinto por ahora. Vayamos al Observatorio.
Pasillos y ascensores los acercaron a la superficie de Ceres, mil metros por encima de las oficinas del Consejo de Ciencias, en las entrañas del asteroide. El ambiente era frío, ya que el Observatorio trataba por todos los medios posibles de mantener una temperatura constante y tan cercana a la de la superficie como el cuerpo humano pudiese soportar.
Con gran lentitud y cuidado un joven matemático iba desenmarañando los cálculos de Lucky, alimentaba con ellos el computador y controlaba las operaciones.
En una silla muy incómoda, el doctor Henree acurrucaba su cuerpo delgado; parecía buscar un poco de calor en su pipa a la que mantenía casi cubierta entre sus largos dedos; de pronto, en medio de la tensa espera, el científico murmuró:
—Tengamos la esperanza de que todo esto conduzca a algo positivo.
—Así tendrá que ser —respondió Lucky.
El joven estaba sentado, con los ojos fijos y pensativos, abarcando en una mirada indefinida la pared opuesta.
—Oye, tío Héctor, hace unos minutos has hablado de mi «instinto». Pero ya no se trata de instinto; ya no. Esta carrera de la piratería hoy es bien distinta de la que hubo veinticinco años atrás.
—Sus naves espaciales son más difíciles de detener, si te refieres a eso —respondió Conway.
—Sí, ¿pero no es muy extraño que sus correrías estén limitadas al cinturón de asteroides?
—Son prudentes. Veinticinco años atrás, cuando sus naves espaciales recorrían toda la trayectoria hasta Venus, nos vimos forzados a montar una ofensiva y atacarlos de frente. Ahora se han instalado en los asteroides y el gobierno no se decide a adoptar medidas demasiado costosas.
—Hasta ahí todo es lógico —comentó Lucky—, pero ¿cómo obtienen lo necesario para mantener su organización? Siempre se ha dicho que los piratas no hacen sus incursiones por el puro placer de hacerlas, sino para coger naves, alimentos, agua, recambios, todo tipo de abastecimiento. Ahora se diría que más que nunca esto les es imprescindible. El capitán Antón se jactó ante mí de sus cientos de naves y miles de mundos. Bien podría haber sido una mentira para impresionarme, pero no dudó en disponer del tiempo necesario para el duelo de pistolas impelentes, deslizándose abiertamente por el espacio durante horas, como si no tuviera temor alguno de una interferencia gubernamental. Y, además, Hansen dijo que los piratas se han apropiado de distintos asteroides de ermitaños como lugares de aterrizaje. Hay cientos de rocas pertenecientes a ermitaños. Si los piratas mantienen tratos con ellos, ya sean todos o sólo una parte, también esto significa la existencia de una importante organización.
»Ahora bien, ¿de dónde obtienen alimentos para mantener tan amplia organización, si al mismo tiempo hacen menos incursiones que las que llevaban a cabo veinticinco años atrás? El pirata Martín Maniu, un tripulante, me habló de mujeres y familias. Me dijo que había trabajado en los tanques. Tal vez ha trabajado en el cultivo de la levadura. Hansen tenía comida de levadura en su asteroide y no era levadura de Venus. Yo sé cuál es el gusto de la levadura de Venus.