—En forma indirecta, por supuesto, a través de uno de sus espías conocidos —explicó Lucky mientras los dos consejeros lo observaban paralizados de asombro.
—No logro comprenderte —dijo Henree en voz apenas audible. Conway, evidentemente, estaba incapacitado para hablar.
—Era necesario. Tenía que presentarme ante los piratas sin despertar sus sospechas. Si me hubiesen hallado en una nave a la que creyeran en misión cartográfica, me habrían asesinado sin alternativas. Por otra parte, si me hallaban en una trampa para bobos, cuyo secreto conocían a través de un presunto golpe de suerte, me considerarían como un polizón. ¿No lo veis? En una nave cartográfica sólo sería un miembro de la tripulación que no logró huir a tiempo. En una nave preparada para estallar, no sería más que un pobre tipo que no sabía en qué lío se había metido.
—Podían haberte asesinado aun así. Podrían haber pensado que les tendías una trampa, que era un espía. Y, de hecho, casi ha sucedido así.
—Es verdad. Casi ha sucedido así —admitió Lucky.
Y, entonces, Conway estalló:
—¿Y qué ha ocurrido con el plan original? ¿Íbamos o no a explotar en una de sus bases? Cuando pienso en los meses que invertimos en la construcción del Atlas, en el dinero que se gastó...
—¿De qué habría servido que explotara en una de las bases? Hablamos de un inmenso hangar de naves piratas, pero, en realidad, no era más que la expresión de un deseo. Una organización asentada en los asteroides por fuerza estará descentralizada. Los piratas tal vez no tengan más de tres o cuatro naves en cada lugar. No ha de haber espacio para instalar más. Hacer estallar tres o cuatro naves significaría muy poco, comparado con lo que se podría haber hecho si yo me hubiera infiltrado en la organización pirata.
—Pero no has tenido éxito —dijo Conway—. A pesar de todos los riesgos absurdos que has corrido, no lo has logrado.
—Por desgracia el capitán pirata que abordó el Atlas era demasiado suspicaz o, tal vez, demasiado inteligente para nosotros. Trataré de no volver a subestimarlos. Pero no todo es negativo. Ahora ya es un hecho para nosotros que Sirio está detrás de ellos. Además, tenemos a mi amigo el ermitaño.
—No nos significará gran ayuda —observó Conway—. Por lo que has dicho acerca de él, me ha parecido que sólo estaba interesado en mezclarse con los piratas lo menos posible, así que bien poco será lo que sepa.
—Quizá pueda decirnos más cosas que las que él mismo cree —opinó Lucky secamente—. Por ejemplo, hay una cierta información que podrá darnos y que me permitirá continuar con mis esfuerzos trabajando contra la piratería desde dentro.
—No irás allá otra vez —dijo Conway con tono terminante.
—Eso no es lo que me propongo —repuso Lucky.
—¿Dónde está Bigman? —preguntó Conway, los ojos llenos de desconfianza.
—Aquí, en Ceres. No te preocupes. En realidad —y una sombra atravesó las facciones de Lucky—, ya tendría que estar aquí El retraso ya comienza a molestarme un poco.
John Bigman Jones utilizó su pase especial para franquear el puesto de guardia en la puerta de la Torre de Control. Mientras corría, casi, a lo largo de los pasillos, murmuraba palabras incoherentes.
Un rubor pronunciado en su cara nariguda había disminuido la intensidad de sus pecas y los mechones de su pelo rojizo parecían las estacas de una cerca. Muchas veces Lucky le había dicho que hacía crecer su cabello verticalmente para ganar algunos centímetros de estatura, pero él siempre negaba el hecho con gran énfasis.
La puerta de acceso a la Torre se abrió tan pronto como Bigman interceptó el rayo de la célula fotoeléctrica y luego de trasponerla, el hombrecito echó una mirada alrededor.
Dentro había tres hombres. Uno de ellos tenía puestos los auriculares y estaba a cargo del receptor sub-etérico; otro estaba frente a la calculadora y el tercero vigilaba la pantalla visora del radar.
—¿Quién ha sido el cerebro que me ha llamado chiquitín? —preguntó airado Bigman.
Perplejos y ceñudos, los tres se volvieron hacia él, al mismo tiempo.
El individuo de los auriculares se quitó uno, el de la oreja izquierda.
— ¡Por el espacio! ¿Quién eres tú? ¿Cómo diablos te has metido aquí?
Bigman se irguió sacando pechó.
—Me llamo John Bigman Jones; mis amigos me dicen Bigman. Todos los demás me aman señor Jones. Nadie puede llamarme chiquitín y seguir entero y tan fresco. Quiero saber quién de vosotros ha cometido ese error.
El hombre de los auriculares repuso:
—Me llamo Lem Fisk y puedes llamarme como te plazca, siempre que lo hagas en cualquier otro lugar. Vete de aquí o me bajaré, te cogeré de una pierna y te echaré fuera.
El individuo que atendía la calculadora dijo:
—Eh, Lem, éste es el pobre diablo que corría por la pista hace unos minutos. No tiene sentido que perdamos el tiempo con él. Llama a los guardias para que lo echen.
—Tonterías —respondió Lem Fisk—, no necesitamos a los guardias para ocupamos de este tío.
Se quitó los auriculares, reguló el receptor sub-etérico en el punto de señal automática, y luego dijo:
—Bien, hijo, has venido y nos has hecho una pregunta amable de un modo amable. Yo te daré una respuesta amable. Yo te he llamado chiquitín, pero aguarda, no te enfurezcas. Es que ha habido una razón. Mira, tú eres un tipo alto de veras, eres como un trago largo de agua. Y mis amigos se han reído con ganas cuando yo te he dicho chiquitín.
De uno de sus bolsillos Fisk cogió una cigarrera de plástico. En su rostro se dibujaba una sonrisa suave.
—Ven aquí —aulló Bigman, baja y te levantaré el sentido del humor con un par de puñetazos.
—Calma, calma —dijo Fisk, chasqueando la lengua—. Mira, muchacho, coge un cigarrillo. Largos, ¿lo ves? Casi tanto como tú. Me parece que se puede llegar a crear una situación confusa, si lo piensas. Tal vez no podremos decir si tú estás fumando o si el cigarrillo te fuma a ti.
Los otros dos hombres de la Torre se echaron a reír a carcajadas.
Bigman estaba rojo de furia. Las palabras se le atascaban en la lengua:
—¿No quieres pelear?
—Prefiero el tabaco. Es una pena que no me imites. —Fisk se echó hacia atrás y extendió el cigarrillo frente a sus ojos, como si estuviese admirando su longitud y blancura—. Y, además, no puedo permitirme pelear con niños.
Con una amplia sonrisa se llevó el cigarrillo a los labios y se halló con que el cigarrillo ya no estaba.
Su pulgar, índice y medio aún se mantenían separados a la justa medida, pero no había cigarrillo entre ellos.
— ¡Cuidado, Lem! —gritó el hombre que se hallaba a cargo de la pantalla de radar—. Tiene una pistola de agujas.
—No es una pistola de agujas —gruñó Bigman—, no es más que un zumbador.
La diferencia era muy importante, pues los proyectiles de un zumbador, aun siendo similares a las agujas, eran frágiles y no explosivos. Se los utilizaba para práctica de tiro al blanco y para algunos juegos. Si una bala de zumbador rozaba la piel humana, no hacía ningún daño serio, aunque escociera como el demonio.
La sonrisa de Fisk desapareció por entero.
Furioso, gritó:
—Cuidado con eso, bobo. Puedes dejar ciego a alguien.
Bigman seguía apuntando. El caño delgado del zumbador asomaba entre los dedos de su mano derecha.
—No te dejaré ciego —repuso—, pero te daré donde no te puedas sentar por un mes. Y como ya has visto, mi puntería no es tan mala. Y en cuanto a ti —se dirigió ahora al individuo que estaba junto a la calculadora— , si te mueves un solo centímetro más hacia la alarma, te meteré una aguja de zumbador en la mano.
—¿Pero qué quieres? —preguntó Fisk.
—Baja y pelea.
—¿Contra el zumbador?
—No, a puño limpio. Pelea limpia. Tus compañeros serán testigos.
—No puedo liarme a golpes con un tipo más pequeño que yo.
—Entonces tampoco tienes derecho a insultarlo. —Bigman alzó el zumbador—. No soy más pequeño que tú. Tal vez por fuera lo parezco, pero por dentro soy tan grande como tú. Tal vez más grande. Contaré hasta tres.
Con un ojo cerrado, hizo puntería.
— ¡Galaxia! —juró Fisk—. Ya bajo. Muchachos, vosotros sois testigos: me veo forzado a hacerlo. Trataré de no lastimar demasiado a este tonto.
De un brinco bajó de su asiento. El hombre que atendía la calculadora se hizo cargo del receptor sub-etérico.
Fisk medía más de un metro setenta, o sea que superaba a Bigman por toda una cabeza o tal vez más; junto a él el diminuto marciano parecía un niño, más que un hombre. Pero los músculos de Bigman eran muelles de acero bajo perfecto control; con el rostro inexpresivo aguardó a que el otro se aproximara.
Fisk ni siquiera levantó su guardia; sólo extendió la mano derecha, con la intención de coger a Bigman del cuello y arrojarlo por la puerta aún abierta.
Bigman evitó el brazo de su oponente; su izquierda y su derecha se estrellaron contra el ancho plexo solar del otro en un rápido uno-dos y, casi al mismo tiempo, bailoteó para ponerse fuera del alcance de los puños del
otro.
Fisk se puso verde y se sentó con una mano sobre el estómago, entre gruñidos de dolor.
—De pie, muchacho —le dijo Bigman—. Te estoy aguardando.
Los otros dos hombres de la Torre parecían congelados en una total inmovilidad ante la marcha de las cosas.
Con lentitud Fisk se puso en pie. Su rostro estaba congestionado de ira, pero se acercó con precaución.
Bigman se hizo a un lado.
Fisk arremetió. Bigman ya estaba a cinco centímetros del lugar. Fisk arrojó un fuerte golpe de derecha, que fue a dar a un centímetro de la mandíbula de Bigman.
El hombrecito se contoneó como un corcho en una superficie agitada de agua. Ocasionalmente sus brazos detuvieron un golpe.
Fisk, aullando sin coherencia, se precipitó enceguecido contra su rival que, a su lado, parecía un mosquito. Bigman lo esquivó una vez más y su mano abierta abofeteó la mejilla rasurada del otro; el golpe resonó como un disparo, como si un meteoro atravesara las primeras capas de aire denso en torno a un planeta. Roja, la marca de los cuatro dedos se dibujaba sobre la mejilla de Fisk.
Por un instante el operador del receptor sub-etérico permaneció en pie, anonadado. Como una serpiente, Bigman se deslizó hacia adelante y sus puños se estrellaron contra las mandíbulas de Fisk, que se dobló por la mitad.
De pronto Bigman oyó el repiqueteo distante de la alarma general.
Sin demora giró sobre sus talones y se precipitó hacia la puerta. Esquivó con agilidad a un trío de guardias que avanzaba a la carrera por el corredor, ¡y desapareció!
—¿Y por qué aguardas a Bigman? —preguntó Conway.
—Te explicaré cómo veo la situación —repuso Lucky—. Nada hay que necesitemos con mayor urgencia que una información detallada acerca de las actividades de los piratas. Y me refiero a información que provenga de dentro; ya he tratado de infiltrarme y las cosas no se produjeron tal como yo suponía. Ahora soy un hombre marcado, porque ellos me conocen. Pero no conocen a Bigman, y él no tiene conexión oficial con el Consejo. Ahora, si pudiéramos inventar un cargo contra él, la acusación de algún crimen, para que resulte más realista, sabes, Bigman se iría de Ceres en la nave del ermitaño...
— ¡Oh, espacio! —gruñó Conway.
—Escúchame, ¿quieres? Irá al asteroide del ermitaño. Si los piratas están allí. ¡Estupendo! Si no están, dejará la nave a la vista y aguardará a que lleguen a la casa del ermitaño. Es un lugar muy cómodo.
—Y cuando ellos lleguen —intervino Henree— lo matarán.
—No lo matarán. Por eso irá en la nave del ermitaño. Querrán saber dónde está Hansen, y ni qué decir de mí, de dónde ha llegado Bigman, cómo se ha apoderado de la nave. Ellos necesitan saber todo eso. Y le darán tiempo para que hable.
—¿Y justificar cómo eligió el asteroide de Hansen en medio de todas las rocas de la creación? Para explicar eso sí que le darán un largo tiempo.
—No; eso es muy sencillo. La nave del ermitaño estaba en Ceres, cosa que es verdad; la he dejado fuera, sin guardia, de modo que él podrá cogerla fácilmente. Hallará las coordenadas espacio-tiempo del asteroide de origen en el libro de bitácora. Para Bigman no se trata sino de un asteroide, no muy alejado de Ceres y tan bueno como cualquier otro, y sólo tendrá que describir una línea recta para ir hasta allí y aguardar a que la conmoción en Ceres se amortigüe.
—Es arriesgado —adujo Conway.
—Bigman lo sabe. Y te lo diré una vez más: debemos correr riesgos. La Tierra ha subestimado la amenaza de los piratas tanto...
Lucky se interrumpió, pues la señal luminosa del tubo comunicador centelleó con rápidas alternancias.
Conway, con un movimiento impaciente de la mano, dio paso a la señal del analizador y luego se enfrentó al aparato.
—Está en la longitud de onda del Consejo —dijo— y, por Ceres, es uno de esos revuelos del Consejo.
La diminuta pantalla visora, sobre el tubo comunicador, mostraba la característica señal de ajuste en la que alternaban dibujos de luz y sombra.
De un manojo que cogió de su maletín.
Conway extrajo una pequeña varilla metálica y la introdujo en una hendidura del tubo comunicador. La varilla era un ordenador de cristalita, cuya porción activa consistía en una estructura especial de diminutos cristales de tungsteno encajados en una matriz de aluminio. El aparato tenía la función de filtrar la señal sub-etérica a través de un canal específico. Lentamente Conway ajustó el ordenador moviéndolo hacia fuera y hacia dentro del tubo, hasta tanto se correspondiese con exactitud con un ordenador similar por su naturaleza, pero opuesto por su función, que se hallaba al otro lado de la señal.
El momento del ajuste perfecto fue anunciado por el enfoque total en la
pantalla visora.
Lucky se puso en pie.
— ¡Bigman! —dijo—. ¿Dónde estás? ¡Por el espacio!
La carita de Bigman les hacía gestos traviesos en la pantalla.
—Pues, precisamente, estoy en el espacio. A ciento ochenta mil kilómetros de Ceres. Estoy en la nave del ermitaño.
Furioso, Conway preguntó con los dientes apretados:
—¿Será ésta otra de tus triquiñuelas? ¿No me has dicho que estaba en Ceres?
—Es que he creído que aquí estaba —respondió Lucky—. ¿Qué ha ocurrido, Bigman?