Al atravesar la órbita de Mercurio los contadores de radiación enloquecieron: su repiqueteo era continuo; Lucky los cubrió con su mano brillante y el ruido cesó. Toda la radiación que penetraba en la nave y la colmaba, incluidos los poderosos rayos gamma, era detenida por la resistencia del aura insustancial que circundaba el cuerpo del joven.
La temperatura, luego de descender hasta una mínima de cuarenta grados, volvía a elevarse, a pesar de la protección exterior de la Shooting Starr, superando los ochenta y cinco grados, y aún ascendía. Los registros de gravedad indicaban que el Sol se hallaba a sólo dieciséis millones de kilómetros.
Un cazo lleno de agua, que Lucky había colocado sobre una mesa, y que había comenzado a humear una hora antes, ahora bullía con toda fuerza: el termómetro indicaba el punto de ebullición del agua, cien grados centígrados.
Cada vez más próxima al Sol, la Shooting Starr se había acercado hasta los ocho millones de kilómetros y ya no se aproximaría más; en realidad atravesaba ahora las zonas exteriores de la atmósfera más rarificada del Sol: su corona. El Sol es un cuerpo gaseoso por entero, aunque se trata, en su mayor proporción de un gas que no puede existir en la Tierra ni siquiera dentro de las más especiales condiciones de laboratorio. O sea que este cuerpo no posee una superficie propiamente dicha y su «atmósfera» es parte misma del Sol. Al atravesar la corona, en cierto modo, Lucky estaba marchando a través del Sol, tal como le había dicho a Bigman.
La curiosidad le invadía; ningún hombre había estado antes tan cerca del Sol y tal vez ningún hombre volvería a estarlo. Y con certeza ningún hombre que llegara a esa situación podría mirar hacia el Sol con sus ojos, porque la menor de las radiaciones solares, de tremenda intensidad, significaría a esa distancia la muerte.
Pero Lucky llevaba el escudo de energía marciano. ¿Podría soportar la radiación solar a ocho millones de kilómetros? Comprendía que no era prudente arriesgarse, pero el impulso de su curiosidad era poderoso. La principal placa visora de la nave estaba pertrechada con un equipo formado por series de sesenta y cuatro módulos estroboscópicos, que se exponían al Sol durante cuatro segundos cada serie y durante un millonésimo de segundo cada módulo. Para el ojo o la cámara, la exposición parecería continua, pero objetivamente cada módulo de cristal recibía un cuarto de millonésimo de la radiación que el Sol estaba emitiendo. Aun con este mecanismo automático, era imprescindible hacer uso de gafas de diseño especial, casi opacas por entero.
Los dedos de Lucky, sin un deseo consciente, se movieron hacia los controles. No podía tolerar la idea de perder esa oportunidad. Ajustó la placa visora en dirección al Sol, utilizando el registro de gravedad como punto de referencia.
Giró luego la cabeza y oprimió el contacto; transcurrió un segundo, dos segundos... Creyó que sentía un aumento de temperatura en la nuca; aguardó, casi, una radiación letal. Pero no sucedió nada.
Muy lentamente se volvió.
Lo que sus ojos vieron permanecería en él por el resto de su vida. Una superficie brillante, rugosa, rizada, colmó la pantalla. Era una porción del Sol. Sabía que era imposible verlo en su totalidad dentro de la pantalla, porque a esa distancia el Sol tenía un diámetro veinte veces mayor que el visible desde la Tierra y cubría una extensión del firmamento cuatrocientas veces más grande.
Dentro de la pantalla se veían un par de manchas solares, negras contra la masa brillante. Filamentos de blancura incandescente las rodeaban en giros que convergían dentro de ellas. Áreas palpitantes se movían a través de la pantalla en forma evidente, mientras Lucky observaba. Esto se debía a la tremenda velocidad de la Shooting Starr más que al mismo movimiento de rotación solar que, aun en el ecuador, no superaba los dos mil trescientos kilómetros por hora.
Mientras Lucky seguía observando, estallidos de rojo gas llameante se elevaban hacia él, se proyectaban, turbios, contra un fondo inflamado, y luego, al alejarse del Sol y enfriarse, se convertían en negras lenguas humeantes.
Un cambio en los controles y Lucky enfocó con la pantalla visora un sector del borde del Sol; el gas llameante (las denominadas «prominencias», que son gigantescas llamaradas de gas hidrógeno) se destacó con su definido rojo carmesí contra la negrura del espacio. En fantástica y lenta danza, esas prominencias se adelgazaban y adquirían formas insólitas. Lucky sabía que cada una de ellas podría cubrir una docena de planetas del tamaño de la Tierra y que la misma Tierra podría precipitarse dentro de una mancha solar sin siquiera producir una alteración muy visible.
Con un movimiento repentino cerró los contactos del dispositivo estroboscópico. A esa distancia, su seguridad física no le impedía sentirse oprimido por la insignificancia de la Tierra y todas las cosas en ella encerradas.
La Shooting Starr había descrito una amplia curva en torno al Sol y se alejaba hacia las órbitas de Mercurio y Venus. Ahora iba en plena desaceleración. La proa de la nave se oponía a la dirección del vuelo y los motores principales funcionaban, con todo su poder, como freno.
Luego de dejar atrás la órbita de Venus, Lucky se quitó el escudo de energía y lo guardó. Los sistemas de enfriamiento de la nave se esforzaban por eliminar el exceso de temperatura. El agua potable estaba aún caliente y las comidas enlatadas habían hecho expandir los botes a causa de la presencia de burbujas de gas en su interior.
Caía el Sol. Lucky le echó una mirada: una esfera perfecta, resplandeciente. Sus irregularidades, sus manchas y prominencias móviles no se distinguían ya. Sólo su corona, siempre visible en el espacio, aunque desde la Tierra sólo pudiese observarse durante los eclipses, asomaba en todas direcciones. Lucky se estremeció involuntariamente al pensar que él la había atravesado.
En ese instante navegaba a veinticuatro millones de kilómetros de la Tierra y a través de su telescopio observó los contornos familiares de los continentes, que se asomaban entre desflecadas masas de bancos de nubes. Sintió que le escocía la añoranza y que surgía, fortalecida, su decisión de evitar la guerra, por el bien de los muchos y desprevenidos millones de seres humanos que habitaban ese planeta, cuna de todos los hombres que ahora poblaban las lejanas estrellas de la Galaxia.
También la Tierra quedaba atrás.
Una vez sorteado Marte, nuevamente dentro del cinturón asteroidal, Lucky se dirigió hacia el sistema jupiteriano, ese sistema solar en miniatura, dentro del Sistema Solar Mayor. En el centro se hallaba Júpiter, más grande que todos los demás planetas sumados; a su alrededor giraban cuatro lunas gigantescas, tres de las cuales tenían casi el mismo tamaño que la Luna de la Tierra y la cuarta, Ganímedes, era mucho más grande. En realidad, Ganímedes era mayor que Mercurio y casi igual a Marte. Además de las cuatro lunas, docenas de satélites cuyos diámetros oscilaban entre cientos de kilómetros y centímetros, giraban en torno al planeta central.
En el telescopio de la nave, Júpiter era un globo amarillo, creciente, recorrido por listas estrechas y anaranjadas, una de las cuales se hinchaba configurando lo que alguna vez fue conocido como el «gran punto rojo». Tres de las lunas principales, Ganímedes entre ellas, estaban de un mismo lado; la cuarta se hallaba al lado opuesto.
Durante la mayor parte del día Lucky hala mantenido comunicación constante con las oficinas del Consejo en la Luna. Su ergómetro tentaba el espacio en búsqueda ansiosa. Aunque había detectado varias naves, Lucky sólo se interesaba por aquélla de diseño sirio, aquella cuyo motor describiría las líneas que él habría de reconocer con certeza en el mismo instante en que apareciesen.
Y no se equivocaba. A una distancia de treinta y dos millones de kilómetros las primeras oscilaciones de la aguja ergométrica despertaron sus sospechas. Viró apenas, para marchar en la dirección exacta, y las curvas características fueron aumentando de intensidad.
A ciento sesenta mil kilómetros su telescopio descubrió un punto. A dieciséis mil, el punto tenía forma definida: la nave de Antón.
A mil seiscientos kilómetros -Ganímedes estaba a ochenta millones de kilómetros de ambas naves. Lucky envió su primer mensaje, exigiendo a Antón que virara con su nave hacia la Tierra. A ciento sesenta kilómetros de distancia recibió respuesta: un disparo de energía que hizo vibrar sus generadores y sacudió a la Shooting Starr como si hubiera sufrido un choque con otra nave.
El rostro fatigado de Lucky se contrajo en un gesto de preocupación.
La nave de Antón tenía armas mejores que las que él había supuesto.
Durante una hora las maniobras de ambas naves fueron poco significativas. Lucky tenía la mejor y más veloz nave, pero el capitán Antón contaba con su tripulación. Cada uno de los hombres de Antón era un especialista.
Uno podía apuntar, otro disparar, un tercero controlaba los bancos de reactores y el mismo Antón dirigía y coordinaba cada operación.
Lucky, mientras intentaba hacerlo todo a la vez y por sí mismo, se veía obligado a buscar palabras que sonaran fuertes y convincentes.
—No lograrás descender en Ganímedes, Antón, y tus amigos no se atreverán a auxiliarte saliendo al espacio antes de saber qué ha sucedido... Todo es inútil, Antón; conocemos vuestros planes... No intentes enviar ningún mensaje a Ganímedes, Antón; estamos interceptando todo el sub- éter entre tu nave y Júpiter. No superarás la interferencia... Las naves del gobierno estarán aquí de un momento a otro, Antón. Cuenta tus minutos: no te quedan muchos, a menos que te rindas. Entrégate, Antón..., entrégate.
Y todo esto mientras la Shooting Starr se escurría por entre el fuego más nutrido que Lucky hubiera visto en su vida, sin alcanzar a eludir los disparos en todos los casos. Los depósitos de energía de la nave comenzaban a indicar agotamiento. El joven consejero quería convencerse de que la nave de Antón sufría los mismos inconvenientes, pero él disparaba muy poco contra el pirata y no daba casi nunca en el blanco.
No se atrevía a quitar sus ojos de la pantalla. Las naves terrestres, que se precipitaban hacia el lugar, aún tardarían horas. En esas horas Antón podría agotar sus reservas de energía, librarse de la persecución y dirigirse sin más hacia Ganímedes, mientras su Shooting Starr, claudicante, sólo podría marchar a la zaga sin capacidad ofensiva... Y si otra nave pirata irrumpiese de pronto en la pantalla...
Lucky no se atrevía a seguir desarrollando esos pensamientos. Tal vez se había equivocado al no dejar que fuesen las naves del gobierno las que efectuaran esa tarea, en primer lugar. Pero no, se dijo a sí mismo, sólo la Shooting Starr podía haber sorprendido a la nave pirata a ochenta millones de kilómetros de Ganímedes, sólo la velocidad de sus motores y, más importante aún, sólo la sensibilidad de su ergómetro. A esta distancia de Ganímedes la intervención de unidades de la flota en una batalla no era
arriesgada; más cerca de Ganímedes sería demasiado arriesgado.
Constantemente abierto el receptor de Lucky se activó de pronto, para quedar colmado con el rostro sonriente de Antón.
—Veo que otra vez te has quitado a Dingo de encima.
—¿Otra vez? —dijo Lucky—. ¿Admites que durante el duelo operaba bajo órdenes tuyas?
En ese momento, un sensor de energía, dirigido contra la nave de Lucky, concretó un rayo de fuerza destructora; el joven lo eludió con una aceleración que le desfiguró el rostro.
Antón rió a carcajadas.
—No te entretengas tanto conmigo. Casi te hemos cogido. Claro que Dingo tenía sus órdenes. Sabíamos muy bien qué estábamos haciendo. Dingo no sabía quién eras tú, pero yo sí. Casi desde el primer momento.
—Es lástima que el saberlo no te haya servido de nada —dijo Lucky.
—A Dingo es a quien no le ha servido de nada. Tal vez te divierta saber que ha sido, digamos, ejecutado. Es malo cometer errores. Pero esta charla está fuera de lugar. Solo me he comunicado contigo para decirte que esto me ha hecho pasar un rato excelente, pero que ahora me iré.
—No tienes dónde ir —dijo Lucky.
—Oh, intentaré ir hacia Ganímedes.
—No llegarás. Te detendremos.
—¿Quiénes? ¿Las naves del gobierno? Pues no las veo aún y aquí no hay ninguna que pueda detenerme a tiempo.
—Yo puedo detenerte.
—Ya lo has hecho. ¿Pero qué puedes hacer contra mí? Por la forma en que peleas, debes ser la única persona a bordo. De haberlo sabido desde un principio, no me habría entretenido tanto tiempo contigo. No puedes vencer a una tripulación completa.
Con voz intensa Lucky amenazó:
—Puedo chocaros, puedo haceros trizas.
—Tú también te harás trizas. Recuérdalo.
—Eso no cuenta.
—Por favor, pareces un boy scout. Sin duda, ahora nos recitarás el juramento de los grupos exploradores.
Lucky alzó la voz:
— ¡Vosotros, hombres de a bordo! ¡Oídme! Si vuestro capitán intenta dirigirse hacia Ganímedes, chocaré con vuestra nave. Esto representa una muerte segura para todos, a menos que os rindáis. Os prometo un juicio imparcial a todos. Os prometo la mayor consideración posible si cooperáis con nosotros. No permitáis que Antón malgaste vuestras vidas para beneficiar a sus amigos de Sirio.
—Habla, habla, soplón —dijo Antón—. Les estoy permitiendo escuchar. Ellos saben muy bien qué clase de juicio pueden aguardar y también qué clase de consideración. Una inyección de veneno enzimático. —Sus dedos hicieron el movimiento de insertar una aguja en la piel de otro—. Eso es lo que obtendrán. No te temen; adiós, muchachito del gobierno.
En los cuadrantes de los registros de gravedad, las agujas descendieron en el momento en que la nave de Antón aceleró y comenzó a alejarse. Lucky observó sus pantallas visoras.
¿Dónde estaban las naves del gobierno? ¡Maldito sea todo el espacio! ¿Dónde estaban las naves del gobierno?
Aumentó la aceleración y las agujas se elevaron nuevamente.
La distancia que separaba a una nave de otra disminuyó. La nave de Antón aceleró y también lo hizo la Shooting Starr, cuya capacidad de aceleración era mucho mayor.
En el rostro de Antón la sonrisa no se borró tan fácilmente.
—Ochenta kilómetros de distancia —dijo, y continuó—: setenta. —Hubo otra pausa—: sesenta. ¿Has dicho tus oraciones, soplón?
Lucky no respondió. No tenía otra alternativa: tendría que chocar. Antes que permitir que Antón se le escapara, antes que permitir que se precipitase una guerra, detendría a los piratas suicidándose si no había otro remedio. Las dos naves describían amplias curvas convergentes.