Los perros de Skaith (22 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: Los perros de Skaith
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Un chasquido.

Silencio.

—¿Conoces bien a ese hombre, Pedrallon? —preguntó Stark—. ¿Se puede confiar en él?

—Como en cualquier ser de otro mundo.

Pedrallon le miró a la cara y Stark descubrió que su edad era mayor de lo que pensó en un principio. La piel lisa y sin arrugas ocultaba madurez y fuerza.

—Ninguno de vosotros ha venido por amor a Skaith. Venís por vuestras propias razones. Razones egoístas. Y tú, tú sobre todo, has causado un daño incalculable al sistema de gobierno estable que rige mi mundo. Has intentado destruir las bases de una estructura muy antigua y abatirla, no para el interés de Skaith, sino para el de Ashton y el tuyo propio. El interés de Irnan, Tregad e Iubar no es más que un factor accidental que usas en provecho propio. Por eso te odio, Stark. También he de reconocer que no acepto de buen grado el que existan seres en otros mundos. Siento en mi alma que nosotros, los habitantes de Skaith, somos los únicos hombres verdaderamente de raza humana y que los demás son apenas subhumanos. Pero mi mundo está enfermo y como médico debo emplear los procedimientos que sean para curarlo. Por eso trato contigo y con Penkawr-Che y con otros hombres semejantes que sólo están aquí para roer los huesos de Skaith. Conténtate con que trabaje contigo. No pidas más.

Le dio la espalda a Stark y se dirigió a Llandric.

—Tenemos mucho que hacer.

La mayor parte de aquel «mucho» consistía en informar a su red, que parecía extenderse por sorprendentes lugares, a pesar del pequeño número de seguidores. Pedrallon no estaba dispuesto a darle a Stark detalle alguno. El Hombre Oscuro fue conducido a otro edificio de cañas desde el que nada podía oír. Sanghalaine y Morn fueron llevados a otro. A Stark le llevó algo de comer uno de los hombres, que se negó a contestar a sus preguntas, consintiendo tan sólo en decir que no era un Heraldo. Sin saberlo, contestó a una pregunta: Pedrallon era un jefe carismático que subyugaba a sus seguidores tanto por la fuerza de su personalidad como por la claridad de su pensamiento. Sería muy útil en Pax.

En la isla hacía calor y se estaba en calma. El Viejo Sol se levantaba para su viaje diario a través del cielo. Reinaba un sentimiento de paz y soledad profundas. A Stark le era difícil descubrir que estaba casi al final de su largo viaje y que casi había conseguido sus dos objetivos.

Casi.

Llegado a aquel punto, era inútil extrapolar. Los sucesos conducirían a sus propias soluciones... o no. Deliberadamente, hizo un vacío en su mente y durmió, rodeado de los ruidos del pantano, hasta que le despertaron para reunirse con los demás.

En el mediodía dorado, los hombrecillos morenos les llevaron por senderos cubiertos por el agua bajo pálidas ramas. Al principio, eran siete. Dos de los hombres de Pedrallon fueron ante ellos. Durante el viaje, otros dos, y luego Llandric, abandonaron al grupo y desaparecieron entre los árboles fantasmales. Su paso turbaba las raíces que buscaban la luz. Llandric llevaba las instrucciones de Sanghalaine para sus cocheros y escolta. Luego, seguiría hasta Ged Darod. Morn acompañaría a Sanghalaine. La ligazón entre los Ssussminhs, habitantes del mar, y la casa reinante de Iubar era aparentemente muy antigua y fuerte.

Llegaron al lugar en que debían esperar, y Pedrallon despidió a los hombres del pantano con fuertes apretones en las muñecas y llevándose las manos a la frente. Los hombrecillos se fundieron silenciosamente en la espesura.

Morn clavó las puntas del tridente en el lodo, se quitó la ropa de cuero y se sumergió en un punto donde el agua era poco profunda. Se quedó tendido con los ojos medio cubiertos por membranas transparentes.

Su voz gimió en la mente de Stark como olas entre los bajíos.

«Añoro el mar frío».

—En Pax: podrás tener el entorno que prefieras —le dijo Stark.

Una importante parte de la ciudad estaba destinada a la comodidad de los no humanos de cualquier especie, algunos tan extraños que sus alojamientos tenían que contar con compartimentos estancos y todas las comunicaciones se efectuaban mediante salas de aislamiento con paredes de cristal.

Se instalaron en un terreno seco junto al agua, camuflados por una abundante vegetación. Más allá, la llanura se extendía vacía y tranquila bajo el sol. Estaban más lejos de Ged Darod que cuando penetraron la noche anterior en el pantano. No se divisaba a ningún ser vivo.

Durante un buen rato nadie habló. Cada uno se concentraba en su propio pensamiento. Pedrallon seguía vistiendo la ropa de los suyos, una túnica de seda pintada, pero llevaba, en un macuto, la túnica de Heraldo, roja, y la vara de mando. Las brumosas ropas de Sanghalaine se veían un tanto arrugadas. Su rostro parecía cansado, pálido. Stark pensó que tenía miedo. Nada sorprendente. Iba a dar un inmenso paso hacia lo desconocido.

—Todavía puedes cambiar de opinión —le dijo.

La mujer le miró e hizo un gesto negativo. La fiereza real de los Jardines del Placer había desaparecido. Sólo quedaba una mujer, muy bella, pero vulnerable, humana. Stark sonrió.

—Te deseo buena suerte.

—Deséanosla a todos —dijo Pedrallon con inusitada vehemencia.

—¿Tienes dudas? Seguramente no.

—Dudo de cada cosa que me encuentro en el camino. Vivo lleno de dudas. Si hubiera podido actuar de otro modo... Ya te dije que te odiaba, Stark. ¿Me entenderías si te dijera que me odio más a mí mismo?

—Lo entendería.

—¡No pude conseguir que se atuvieran a razones! ¡Y todo estaba ante sus ojos! Por el norte y el sur, el frío avanza cada año, expulsando ante sí a los más remotos pueblos. La tierra se encoge, cada vez hay más bocas que alimentar con lo poco que queda. Saben lo que pasará, pero persisten en prohibir la emigración.

—Se quedan con lo que conocen. Las inevitables muertes poco importan. Como pasó después de la Gran Migración, volverán a reinar.

—Entonces hicimos mucho bien —comentó Pedrallon orgulloso—. Éramos una fuerza que proporcionaba estabilidad. Vencimos a la locura.

Stark no le contradijo.

—Mi propio pueblo tampoco lo comprende —continuó Pedrallon—. Cree que el Viejo Sol no le abandonará como ha abandonado a los otros. Cree que sus templos, sus jardines y sus ciudades de marfil siempre seguirán en pie. Cree que los lobos hambrientos nunca se arrojaran sobre él. Me enfurezco contra mi pueblo. Pero le amo.

Un rugido llenó el tranquilo ambiente.

Sanghalaine levantó los ojos y se llevó una mano a la boca, estupefacta.

El cielo crepuscular tronó, se tiñó de pálidas llamaradas. Un súbito viento inclinó los árboles.

El navío de Penkawr-Che aterrizó en la llanura.

Cuando se alzó la primera de las Tres Reinas, Stark se hallaba a bordo de un ronco caza. Iba a buscar a Tuchvar y a los perros.

26

La tecnología moderna tenía sus cosas buenas. A Stark le alegraba ver cómo los kilómetros desfilaban bajo él iluminados por las Tres Reinas. Los había recorrido de formas mucho más incómodas.

El caza estaba lejos de ser nuevo, y Penkawr-Che no era evidentemente un fanático de la limpieza. Nada brillaba, ni siquiera el cañón láser montado en el morro del aparato. Pero el sonido de los motores era regular y los rotores le permitían desplazarse deprisa por el cielo relativamente virgen del antiguo Skaith. Los cazas fueron prohibidos casi inmediatamente por los Heraldos, en parte para impedir que los extranjeros fueran a donde quisieran, pero casi en exclusiva porque algunos tripulantes realizaron algunos aterrizajes poco afortunados. Las Hermanas Menores del Sol atraparon a un grupo en una montaña y sacrificaron a todos mientras cantaban el Himno de la Vida. Las Bandas Salvajes se comieron a otro, y un tercero, queriendo explorar unas ruinas prometedoras a cien kilómetros de Skeg, se convirtió en el aperitivo de los Hijos del Mar. La mayor parte de los extranjeros se contentaron, desde entonces, con traficar en Skeg.

El piloto era un hombre enérgico de músculos desarrollados, con la piel azulada y los rasgos marcados de una raza que no era familiar a Stark. En la aleta derecha de la nariz portaba una joya de oro que representaba un insecto. Era un buen piloto. Hablaba «lingua franca», el universal, muy mal y muy poco, lo que no le iba mal a Stark, de inclinaciones poco habladoras. El piloto le miraba de soslayo ocasionalmente, como si pensase que Stark, sin afeitar y con la misma túnica que llevaba en Tregad, no correspondía con su idea de lo que era un héroe.

Stark, por su parte, pensaba que aquel comandante tampoco era el más adecuado para ser el capitán de un carguero interestelar. No simpatizó con Penkawr-Che, que se parecía bastante a un tiburón, especialmente cuando sonreía, cosa que hacía con mucha frecuencia y sólo a través de los dientes. No habría elegido como compañero de lucha a Penkawr-Che en ningún combate que no estuviera ganado de antemano. Los móviles del hombre eran, de cualquier modo que se mirasen, mercenarios. Pero Stark, mientras el hombre mantuviera su parte del trato, nunca le molestaría. Penkawr, «Che» sólo significaba capitán, le dio la impresión de un hombre cuya única preocupación fuese él mismo. Si a aquel hecho se unía el aspecto de su navío, el «Arkeshti», Stark no pudo llegar a otra conclusión que la de pensar que Penkawr era uno de esos mercaderes cuyos negocios apenas se distinguían de la piratería. Pero era el contacto de Pedrallon, y había que conformarse. Lo mismo que Pedrallon.

El caza cubrió la distancia en muy poco tiempo. Stark vio las rutas de los peregrinos, casi desiertas aquella noche, y el brillo de Ged Darod recortándose en la llanura. Le hizo un gesto al piloto y éste viró, trazando una larga curva hacia el oeste y descendiendo casi a la altura de las copas de los árboles. En los bosques se veían senderos. Algunos conducían a los pasos de las montañas y las bandas de Errantes marchaban por ellos, dirigiéndose hacia Irnan. Llegarían tarde a la batalla. Cuando el caza les sobrevolaba, se precipitaban frenéticamente bajo la imaginaria protección de los árboles.

El caza sobrepasó la cresta de un acantilado y planeó, bailando como una libélula.

—¿Dónde? —preguntó el hombre azul.

Stark escrutó el farallón, volviéndose para mirar hacia Ged Darod y las rutas. La luz de las Tres Reinas era suave, hermosa, equívoca.

—Más lejos.

El caza cubrió trescientos metros.

—Todavía más lejos.

Los peregrinos de la ruta más próxima, pequeñas y diseminadas siluetas, se inmovilizaron, estupefactos por el extraño sonido de los motores.

—Allí —dijo Stark.

El caza aterrizó.

—Sube —ordenó Stark—, y mantén la zona despejada, sea como sea.

Abrió el panel, saltó, y corrió a través del violento remolino que creaba el caza al despegar.

Encontrar el sendero por el que él mismo descendió el farallón le llevó unos minutos. Subió, calculando que el valle donde dejó a Tuchvar y los perros se encontraría a unos doscientos metros a la derecha. El insistente ruido de los motores seguía violando el silencio. En la parte alta del acantilado, bajo los árboles, las sombras eran muy espesas.

En su mente, la voz de Gerd gritó:

«¡N´Chaka!»

Bajo el ruido de los motores, oyó algo más, sintió un movimiento rápido, preciso. Saltó hacia un lado.

Los gemidos siguieron casi inmediatamente. Pero el puñal había golpeado. El dolor le estalló en el hombro derecho. Al menos había evitado que la hoja le atravesase el corazón o la garganta. Vio brillar la guarda incrustada de joyas, la agarró y tiró de ella. Brotó sangre caliente que le empapó la manga. En el sotobosque se oía mucho ruido. Cuerpos que se debatían, sollozos, gritos, pisotones, los ladridos de la jauría. Sujetando el puñal con la mano derecha, volvió al sendero.

Dos hombres rodaban por tierra en medio de una agonía de dolor. Llevaban capas negras y cuando Stark apartó los capuchones se encontró con los rostros no totalmente humanos de Fenn y Ferdic que le miraron fijamente con sus ojos nictálopes exorbitados por el terror.

«¡No matar!» Les ordenó a los perros.

En voz alta, añadió:

—Si os movéis, estáis muertos.

Los perros atravesaron el sendero, seguidos, de lejos, por Tuchvar.

—Quítales las armas —dijo Stark.

La sangre le corría lentamente entre los dedos, y goteaba en la tierra. Gerd le olisqueó, gruñó y se le erizó el pelo del espinazo.

—La cosa volante ha asustado a los perros —dijo Tuchvar, inclinado sobre los dos Hijos—. Luego me dijeron dónde estabas y nos pusimos en marcha en el acto...

Miró a Stark y se olvidó de lo que hacía.

—¡Quítales las armas!

Tuchvar obedeció.

—De pie —exigió Stark.

Fenn y Ferdic, todavía temblando, obedecieron, mirando las compactas siluetas de los perros que se recortaban en la sombra.

—¿Estabais solos?

—No. Traíamos a seis asesinos para que nos ayudaran cuando nos aseguramos de que no estabas entre los hombres que murieron en Ged Darod. Decían que estarías en Irnan, o camino de Irnan. Salimos de Ged Darod con la esperanza...

Le faltó aliento. Luego, prosiguió:

—Cuando la cosa volante pasó por encima de los bosques, nuestros hombres huyeron, pero nosotros nos quedamos para ver lo que pasaba. Es algo de otro mundo... Sin embargo, nos habían dicho que todos los navíos habían salido de Skaith.

—No todos —replicó Stark. Tenía ganas de librarse de ellos—. Decidle a Kell de Marg que os dejo con vida como pago por las que arrebaté en la puerta del norte. Decidle que no lo volveré a hacer. Ahora, idos, antes de que os eche a los perros.

Huyeron, desapareciendo en los densos y oscuros bosques.

Dudoso, Tuchvar dijo:

—Stark...

Grith apoyó el hombro en el muchacho, haciéndole retroceder. Los perros daban vueltas, formando un círculo, gimiendo extraña, salvajemente. El gruñido de Gerd era ininterrumpido y sus ojos ardían. Sin apartar la mira, Stark le dijo a Tuchvar:

—Desciende a la llanura.

—Puedo ayudarte...

—Nadie me puede ayudar. Ve.

Tuchvar sabía que era verdad. A disgusto, obedeció, alejándose lentamente.

Stark, doblando las rodillas, se echó hacia adelante, separando los pies, empuñando el cuchillo con la mano izquierda. Usaba las manos indistintamente, como un tigre emplea las patas. La sangre corría con regularidad por sus dedos. No intentó cortar la hemorragia; Gerd no le daría tiempo.

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