Los perros de Skaith (21 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: Los perros de Skaith
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Tras un momento, añadió:

—Y hay algo peor; algo parecido a la locura empieza a apoderarse de mi pueblo.

Se quedó en silencio. Stark, al acecho, no escuchaba nada en el bosque.

Sanghalaine volvió a hablar, en voz baja, con un tono teñido de cansancio.

—Los mercaderes y los nómadas del mar nos han hablado de los navíos estelares y de los hombres llegados de los cielos. Había una posibilidad de salvar a mi pueblo. Embarqué y vine al norte, a Skeg, para poder tener una opinión más cierta. Los navíos estaban allí, y los hombres de otros mundos, pero no pude acercarme, pues los Heraldos no me lo permitieron. Pregunté que dónde podría obtener el permiso. En Ged Darod, me respondieron. Y en Ged Darod me han respondido... pero eso ya lo sabes. Mi largo viaje habrá sido inútil a menos que Pedrallon pueda ayudarme.

Se rió intensa y amargamente.

—Los extranjeros de capa negra venían a solicitar la despedida de los navíos para preservar la seguridad de Nuestra Madre Skaith. Pero los Señores Protectores ya habían decidido. De modo que también ellos hicieron su viaje en vano.

Mentalmente, Stark escuchó la voz de Morn.

«Viene. Solo».

Pasaron unos minutos antes de que Stark escuchara el sordo sonido de unos cascos. Un hombre penetró en el bosquecillo, una forma oscura e imprecisa sobre una montura igual de siniestra.

—¿Dama Sanghalaine?

Su voz era joven, tensa a causa de la excitación y la sensación de peligro. Se sobresaltó al ver la alta silueta de Stark junto a la de la mujer.

—¿Quién eres?

—Eric John Stark —replicó—. Me llaman el Hombre Oscuro.

Silenció. Luego un suspiro.

—¡Has escapado! Ged Darod está llena de rumores. Algunos decían que habías muerto... vi varios cadáveres. Otros decían que te habías escondido o fugado, o que nunca llegaste a la ciudad. Jal Bartha y los Hijos de Skaith recorren la ciudad, examinando a los muertos...

Stark le interrumpió.

—Queremos ver a Pedrallon.

—Sí. Mi dama, habrá que dejar aquí la carroza, el carro y la escolta.

—A excepción de Morn.

—Bien, pero sólo él. ¿Puedes cabalgar?

—Tan bien como tú.

Sanghalaine le dio una capa y Morn la puso como silla en una de las bestias.

—Dale también una a Stark.

—¿A qué distancia vamos?

—Un buen trecho hacia el este —respondió Llandric, poco contento al ver que eran cuatro y no dos.

Habría preferido tener el consentimiento de Pedrallon, aunque a Stark tampoco le importaba.

Salieron del bosque. La noche estrellada de la llanura era lo suficientemente oscura como para que nadie les viera. Pese a todo, Llandric montaba inquieto.

—Los Errantes están en marcha —explicó—. Los Heraldos les conducen al sitio. ¿Ha enviado Tregad refuerzos a Irnan?

—Ya están en camino.

En varias ocasiones divisaron antorchas a lo lejos, pequeñas llamas móviles. Stark esperaba que Tuchvar y los perros estuvieran seguros en el valle. Si la situación se tornaba peligrosa, el muchacho debería emplear su buen juicio.

El terreno se fue haciendo cada vez más accidentado, más salvaje. La llanura fue dando paso a una serie de montículos, apenas amasijos de arbustos rugosos. Las monturas tropezaban. Contemplando el cielo con ansiedad, Llandric no dejaba de azuzarlas. Stark pensaba que había pasado ya una hora cuando el accidentado terreno terminó y se encontraron al borde de un vasto pantano pálido en el que unos hombrecillos morenos, rápidos y feroces como nutrias, les esperaban.

Tomaron las monturas de las riendas y las condujeron. Primero sobre unas planchas que se apresuraron a quitar en cuanto pasaron, y luego por un sendero a través de una charca de agua que les llegaba por las rodillas. Se sentía el pesado olor de las aguas estancadas y de las plantas a medio pudrir. Unos árboles bajos formaban un techo sobre los jinetes que interceptaba la luz de las estrellas. Troncos de árboles de un color espectral se adivinaban medio hundidos en el agua. Todo estaba oscuro y, sin embargo, los hombrecillos andaban sin dudas, volviéndose, virando, rodeando, hasta que Stark perdió el sentido de la orientación.

Al fin, alcanzaron una isla llena de barro. Echando pie a tierra, recorrieron una corta distancia sobre un sendero bordeado por crecidos arbustos cubiertos de flores nocturnas. Stark vio un rayo de luz, distinguió una amplia y baja estructura prácticamente invisible bajo unos árboles mucho más altos.

Llandric llamó de un modo convenido en una superficie seca que no era madera.

Un crujido estático se escuchó en el interior, detrás de las delgadas paredes, y una voz dijo claramente.

—Esperan, suben cada vez más altas. La mitad de Skeg debe estar envuelta en llamas.

Iluminando el umbral, se abrió una puerta. Un hombre les miró y les dijo con irritación:

—Entrad, entrad.

Sin ceremonia, se dio la vuelta, evidentemente más interesado por lo que pasaba en la habitación que por los recién llegados. Para compensar aquella grosería, Llandric cedió el paso a la dama Sanghalaine del modo más educado posible. Morn la seguía, bajando la cabeza para pasar por la puerta; Stark atravesó el umbral después de Morn.

La casa estaba hecha con cañas, atadas o trenzadas para formar las vigas y los muros. La técnica era tan fácil, los diseños tan elaborados, que Stark supo que se trataba del milenario saber de los sombríos habitantes del pantano. Debía haber más islas diseminadas por la ciénaga, y las ciudades secretas que hubiera en ella estarían compuestas por casas como aquélla. Si llegaban extranjeros indeseables sin permiso, los aborígenes se retirarían para esperar a los intrusos, despistarles y ahogarles. O quizá, les dirían sonriendo que los guiarían en sus pesquisas. Los del pantano podrían guiar a los buscadores durante semanas sin llevarles a aquella isla en particular, y nadie podría sospechar su existencia. No era sorprendente que los Heraldos no hubieran dado ni con el transmisor ni con Pedrallon.

El transmisor se encontraba en un extremo de la larga habitación. Una máquina muy sencilla con una fuente de poder prácticamente inagotable y cuadrantes a toda prueba. La voz metálica que emergía del aparato hablaba skaithiano con cierto acento.

—La tienda se cierra, Pedrallon. No puedo hacer más que volver a casa.

Un silencio. Luego:

—¿Lo escuchas?

Como fondo, un mugido tormentoso atravesando por un cielo invisible.

—Otro más. Soy el sexto.

Su voz denotaba cierta prisa, como si fuera a cortar la comunicación.

—¡Espera!

El hombre del traje de seda sentado en una alfombra de cañas ante el transmisor estuvo a punto de golpear la máquina con el puño.

—¡Espera, Penkawr-Che! Hay alguien que quiere hablarte.

Miró por encima del hombro y sus ojos se desorbitaron al ver a Stark.

—Sí, ha venido alguien. ¿Quieres esperar?

—Cinco minutos. Ni uno más. Insisto, Pedrallon...

—Sí, sí, ya lo sé.

Pedrallon se levantó. Era delgado, ágil, vivo, con la piel ambarina de los trópicos. Stark se sorprendió al considerar que el segmento más rico, próspero, favorecido de la población hubiera originado a Pedrallon, el rebelde, cuyo propio pueblo no estaba en peligro inminente. De modo automático fue consciente de la inmensa vitalidad de aquel hombre, de su total devoción a una causa que hacía arder sus ojos oscuros con llamaradas que sólo eran contenidas por una voluntad de hierro. La mirada de Pedrallon rozó a Sanghalaine, pasó por Morn, se clavó en Stark.

—Esperaba a la dama de Iubar. No a ti.

—Estaba con ella —explicó Llandric—. Debí... Pensé que querrías...

Se obligó a pronunciar una frase completa.

—Es el Hombre Oscuro.

—Lo sé —replicó Pedrallon.

Y el odio marcó su rostro. Un odio desnudo, sorprendente.

25

La expresión se borró en un instante. Pedrallon habló apresuradamente.

—Estoy en comunicación con Penkawr-Che desde hace algún tiempo. No he podido convencerle para que participe en ningún plan que permita emigrar a los skaithianos. Quizá uno de vosotros tenga más suerte.

Stark hizo que Sanghalaine se adelantase.

—Háblale.

La mujer, titubeante, miró la caja. Stark señaló el micrófono.

—Ahí.

—¿Penkawr-Che?

—No perdamos tiempo.

—Soy Sanghalaine de Iubar, en el Blanco Sur. Estoy autorizada para prometerte la mitad del tesoro de mi reino si te llevas a mi pueblo...

La voz dura y metálica la interrumpió.

—¿Que me lleve? ¿Adónde? ¿A un mundo que nunca ha oído hablar de ellos y que se negará a admitirles? Los eliminarían. Y, si me atrapase la Unión Galáctica, perdería la licencia, el navío y veinte años de mi vida, así como la mitad del tesoro de tu país. La UG no admite contrabando de poblaciones. Además...

El hombre, tras una pausa, continuó hablando, con la entonación precisa y los dientes apretados de ansiedad.

—Como he intentado explicar continuamente, un navío sólo puede llevarse a una parte de la población. Transportar a mucha gente necesitaría varios navíos y varios aterrizajes. No dudo que en la segunda tanda los Heraldos esperarían con un comité de recepción. Han pasado dos de los cinco minutos.

Roja de cólera, Sanghalaine se acercó a la caja negra.

—Si quisieras, seguramente podrías...

—Perdón, mi dama —pidió Stark, apartándola con firmeza—. Penkawr-Che...

—¿Quién me habla?

—Díselo, Pedrallon.

Cada una de las frases de Pedrallon fue tan impersonal y sonora como un disparo.

—El hombre de otro mundo llamado Stark, el Hombre Oscuro de la profecía, llegado del Norte. Ha tomado la Ciudadela. Ha tomado Yurunna. Ha obligado a los Señores Protectores a ocultarse en Ged Darod. Entró en Tregad con un ejército. Tregad se ha rebelado y ha enviado fuerzas a Irnan para levantar el asedio.

Penkawr-Che se rió.

—¿Todo eso, amigo Pedrallon? Sin embargo, no detecto mucha alegría en tu voz. ¿Por qué? ¿Las viejas lealtades todavía viven en tu alma?

—Te hago notar —dijo Pedrallon fríamente— que la situación ha cambiado.

—¡Y cómo! Skeg está en llamas, cada extranjero del enclave sólo puede salvar la vida en la huida y nos dicen que si volvemos a Skaith nos matarán en cuanto aterricemos. ¿Bien?

—Bien —contestó Stark—. Traigo a Simon Ashton desde la Ciudadela.

—¿Ashton?

Sintió que el hombre, en la sala de comunicaciones del navío, se envaraba.

—¿Ashton está vivo?

—Sí. Llévale a Pax y la Unión Galáctica te recibirá como a un héroe. Llévate a todos los Nobles de Irnan y Tregad que puedas y pasaras por ser un tipo humanitario. Como delegados, podrían ir a Pax junto con Ashton y los burócratas resolverían todos los problemas que tú encuentras insolucionables. Incluso puede que te recompensaran. Te garantizo que los irnanianos te pagarán muy bien.

—Y yo —dijo Pedrallon—, que ya te he dado una fortuna, estoy dispuesto a darte otra.

—Eso me interesa —confirmó Penkawr-Che—. ¿Dónde está Ashton?

—Camino de Irnan.

—Habrá una batalla. No arriesgaré el navío.

—La ganaremos.

—No puedes garantizar eso, Stark.

—No. Tú si puedes.

Otro tono en la voz del hombre: rechazo calculado.

—¿Cómo?

—Llevarás cazas a bordo.

La voz sonó menos reservada.

—Tengo cuatro.

—¿Armados?

—Vistos los lugares en los que aterrizo, es necesario.

—Es lo que pensaba. ¿Tienen o pueden acoplárseles altavoces?

—Sí.

—En ese caso, sólo necesito cuatro buenos pilotos. ¿Cuántos pasajeros puedes llevar?

—En este viaje, a no más de veinte. Tengo la cala presurizada llena de carga y no tengo camarotes.

—En las otras naves, ¿habría algún capitán interesado?

—Me enteraré.

El transmisor chasqueó y se quedó en silencio.

Sanghalaine miraba a Stark. Manchas de color teñían sus pómulos, sus ojos eran de un gris invernal, tormentoso, sin el menor sol. Morn la dominaba con su alta talla, llevando entre las manos el pesado tridente.

—¿Y yo, Stark? ¿Y los míos?

Vio la razón de su cólera; Stark le parecía arbitrario e ingrato.

—Ve con Ashton y los demás. Defiende tu causa en Pax. Cuantos más seáis los que pedís ayuda, más posibilidades habrá de que Pax os la conceda.

La mujer no dejaba de mirarle.

—No entiendo lo de Pax. Ni lo de la Unión.

Con la voz vibrante por la excitación, Pedrallon intervino.

—No comprendemos muchas cosas. Pero yo me propongo partir y...

Morn sacudió la cabeza y le hizo un gesto a Pedrallon para que se callase.

«Mi estilo es más adecuado para Sanghalaine». Le dijo mentalmente a Stark. «¡Piensa!»

Sanghalaine miró sorprendida a Morn y se detuvo a escuchar.

Stark pensó. Pensó en Pax, la ciudad que había devorado un planeta: alta, profunda, ancha, compleja, repleta de millares de seres llegados de toda la galaxia. Terrible. Bella. Incomparable. Pensó en el Poder, el otro nombre de la Unión. En las leyes que llegaban a los más lejanos planetas. En la paz, la libertad, la prosperidad. En los navíos que brillaban entre los soles.

Y, en la medida en que podía hacerlo un hombre, pensó en la galaxia.

Infinitamente más rápidos y evocadores que las palabras, sus pensamientos pasaban de su cerebro al de Morn y del de éste al de Sanghalaine.

La expresión de Sanghalaine cambió. Morn dijo:

«Basta».

Con los ojos entornados, Sanghalaine murmuró:

—No lo había entendido.

—Ashton tiene en Pax una cierta importancia. Hará todo lo que pueda para ayudar a los tuyos.

Hizo un gesto con la cabeza, titubeante, y se sumió en profundos pensamientos.

El transmisor emitió un chasquido y Penkawr-Che habló.

—No hay nadie más. La mayoría llevan refugiados a bordo.

Penkawr-Che, en apariencia, no llevaba.

—Algunos tienen las calas llenas o se niegan a realizar aterrizajes de emergencia. Tendréis que contentaros conmigo. ¿Dónde quedamos?

Establecieron la cita.

—No dejes que se acerquen mucho cuando descienda, Stark; me parece que no entienden mucho de todo esto.

Como fondo, se oyó el despegue de otra nave.

—Ahora me toca a mí. Por todos los dioses, ¡qué espectáculo! Una ciudad en llamas es algo muy bonito. Espero que algunos de los Errantes de Gelmar se quemen el culo.

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