Los perros de Riga (37 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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Putnis asintió con la cabeza.

—Al coronel Murniers nunca le gustó la nación letona —afirmó Putnis—. Aunque haya desempeñado el papel del policía profesional al margen del ámbito político, en el fondo es un secuaz fanático del viejo orden. Para él, Dios siempre estará en el Kremlin. Ha sido la garantía para que pudiese formarse una alianza perversa con distintos delincuentes. Cuando el mayor Liepa empezó a tomarse libertades, Murniers intentó dejar pistas que me acusasen a mí. He de reconocer que tardé mucho tiempo en sospechar lo que ocurría. Luego decidí seguir haciendo el papel de ignorante.

—De todos modos, no lo entiendo —insistió Wallander—. Debe de haber algo más. El mayor Liepa hablaba de una conspiración, algo que abriría los ojos de Europa ante lo que ocurría en este país.

Putnis asintió pensativo.

—Por supuesto que había algo más —afirmó—. Algo más grave que la corrupción de un policía de alta graduación protegiendo sus privilegios con toda la brutalidad necesaria. Era un complot diabólico, y el mayor Liepa pronto lo entendió así.

Wallander tenía frío. Todavía estaba cogido de la mano de Baiba. Los hombres armados de Putnis se habían apartado y esperaban junto a la puerta contra incendios.

—Todo estaba muy bien calculado —prosiguió Putnis—. A Murniers se le había ocurrido una idea que logró implantar en el Kremlin y entre la cúpula de los círculos rusos de Letonia. Había visto la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro.

—Utilizar la nueva Europa sin fronteras para ganar dinero con el tráfico de estupefacientes —dijo Wallander—. Hacia Suecia, entre otros países. Y al mismo tiempo servirse de este contrabando para desacreditar los movimientos nacionales letones. ¿Estoy en lo cierto?

Putnis asintió con la cabeza.

—Me di cuenta desde el principio de que usted era un policía muy sagaz, señor Wallander; muy analítico y muy paciente. En efecto, así lo había calculado Murniers. Se atribuiría el tráfico de estupefacientes a los movimientos para la libertad de Letonia. La opinión pública les retiraría la simpatía de manera drástica, incluso en Suecia. ¿Quién querría apoyar un movimiento político de liberación que agradece el apoyo infestando el país con drogas? Nadie puede negar que Murniers había creado un arma muy peligrosa y refinada que de una vez por todas podría quebrar el movimiento para la liberación en este país.

Wallander reflexionó sobre lo que Putnis había dicho.

—¿Lo entiendes? —le preguntó a Baiba.

Ella asintió lentamente con la cabeza.

—¿Dónde está ahora el sargento Zids? —preguntó.

—En cuanto tenga las pruebas necesarias, Murniers y el sargento Zids serán detenidos —respondió Putnis—. Murniers debe de estar muy preocupado en estos momentos. Creo que no sabía que nosotros hemos vigilado a los hombres que a su vez les vigilaban a ustedes. Podrán reprocharme haberles dejado correr grandes riesgos innecesarios, pero supuse que sería la única posibilidad que usted tendría para encontrar los documentos que debió de dejar el mayor Liepa.

—Ayer, cuando salí de la universidad, el sargento Zids estaba esperándome —informó Baiba—. Me amenazó con matar a Upitis si no le entregaba los papeles.

—Upitis es totalmente inocente —dijo Putnis—. Murniers tomó como rehenes a los dos hijos pequeños de su hermana, y le amenazó con matarlos si no confesaba ser el asesino del mayor Liepa. En realidad no hay límites para Murniers. El país entero respirará aliviado cuando sea desenmascarado. Será condenado a muerte y lo ejecutarán, al igual que al sargento Zids. Se divulgará la investigación del mayor y el complot será revelado, no solo en un juicio, sino también ante todo el pueblo. Además, causará sensación fuera de nuestras fronteras.

Wallander sintió cómo la sensación de alivio recorría su cuerpo. Todo había acabado.

Putnis sonrió.

—Lo único que nos falta es leer la investigación del mayor Liepa —concluyó—. Después podrá volver a casa de verdad, inspector Wallander. Huelga decir que le agradecemos toda la ayuda que nos ha prestado.

Wallander sacó la ficha con el número que llevaba en el bolsillo.

—La carpeta es azul —dijo—. Está en una bolsa en la consigna. Pero me gustaría quedarme con los discos.

Putnis se echó a reír.

—Es usted muy hábil, señor Wallander. No comete errores innecesarios.

¿Fue el tono de voz que usó lo que le desenmascaró? Wallander no supo de dónde provino la espantosa sospecha. Sin embargo, cuando Putnis se guardó la ficha en el bolsillo del uniforme, comprendió con una claridad aterradora que acababa de cometer el error más grave de toda su carrera. Lo sabía sin saberlo, la intuición se entremezclaba con las ideas, y la boca se le quedó seca.

Putnis continuó sonriendo mientras sacaba una pistola del bolsillo. Se acercaron los soldados, se dispersaron por el tejado y apuntaron sus armas contra Baiba y Wallander. Ella parecía no entender lo que ocurría y Wallander se quedó mudo por la humillación y el miedo. En ese instante la puerta contra incendios se abrió y apareció el sargento Zids. Wallander pensó aturdido que Zids había estado tras la puerta esperando su entrada triunfal. La función ya había acabado y no tenía que esperar entre bastidores.

—Su único error —dijo Putnis con voz inexpresiva—. Todo lo que acabo de explicarle es verdad, salvo que, en realidad, hablaba de mí mismo. Todo lo que he dicho sobre Murniers se refiere a mí. Por tanto tenía usted razón y estaba equivocado al mismo tiempo, inspector Wallander. Si usted fuese marxista como yo, comprendería que de vez en cuando hay que colocar el mundo al revés para poder enderezarlo después.

Putnis retrocedió unos pasos.

—Espero que se hará cargo de que no puede regresar a Suecia —comentó—. A pesar de todo, estará muy cerca del cielo cuando muera, aquí en el tejado, inspector Wallander.

—¡No le haga daño a Baiba! —suplicó Wallander—. ¡A Baiba no!

—Lo siento —respondió Putnis.

Alzó el arma. Wallander vio que pensaba matar a Baiba en primer lugar. No podía hacer nada, solo morir en aquel tejado del centro de Riga.

En ese instante, se abrió de golpe la puerta contra incendios. Putnis se sobresaltó y se volvió en dirección al ruido inesperado. Encabezando a un gran número de policías armados, el coronel Murniers se lanzó hacia el tejado. Al ver a Putnis pistola en mano, no dudó un momento. Llevaba el arma reglamentaria y disparó tres tiros seguidos en el pecho de Putnis. Wallander se tiró encima de Baiba para protegerla, cuando estalló un terrible tiroteo en el tejado. Los hombres de Murniers y de Putnis intentaban ponerse a cubierto tras las chimeneas y las tuberías de ventilación. Wallander se dio cuenta de que habían quedado en plena línea de fuego e intentó proteger a Baiba tras el cuerpo inerte de Putnis. De pronto, vio al sargento Zids agazapado detrás de una de las chimeneas. Sus miradas se cruzaron y después Zids miró a Baiba. Wallander comprendió que pensaba tomarlos como rehenes a ella o a los dos para escapar con vida. Los hombres de Murniers eran superiores en número, y varios de los que acompañaban a Putnis ya habían caído. Wallander vio que la pistola de Putnis estaba al lado del cuerpo sin vida del coronel, pero antes de tener tiempo siquiera de alcanzarla, Zids se abalanzó sobre él. Wallander le propinó un puñetazo con la mano herida, y el intenso dolor le hizo gritar de rabia. Zids se sobresaltó por el golpe, le sangraba la boca, pero el desesperado ataque de Wallander apenas le había alterado. Su cara rezumaba odio cuando levantó la mano para matar al inspector sueco que tantos problemas les había causado a él y a sus superiores. Wallander comprendió que iba a morir y cerró los ojos. Cuando sonó el disparo, sintió que todavía seguía vivo, y abrió los ojos. Baiba estaba arrodillada junto a él, con la pistola de Putnis entre las manos; le había disparado a Zids una bala certera en el entrecejo. Lloraba, pero Wallander pensó que sería de rabia y de alivio, y ya no por el temor y la duda que tanto tiempo había albergado.

El tiroteo se acabó tan pronto como había empezado. Dos de los hombres de Putnis estaban heridos y los demás muertos. Murniers miraba con tristeza a uno de sus propios hombres, muerto por una ráfaga en el pecho. Después se dirigió a ellos.

—Siento mucho que haya tenido que pasar por todo esto —se disculpó—, pero tenía que escuchar lo que decía Putnis.

—Seguramente podrá leerlo en los documentos que dejó el mayor —respondió Wallander.

—¿Cómo podía estar seguro de que existieran? ¿Y menos aún de que usted los encontrara?

—Podía haberlo preguntado —replicó Wallander.

Murniers negó con la cabeza.

—Si me hubiese puesto en contacto con alguno de ustedes, habría entrado en una guerra abierta con Putnis. Él habría huido al extranjero y jamás lo hubiésemos atrapado. De hecho, no tenía otra elección que vigilarles, por lo que seguimos los pasos de los vigilantes de Putnis.

Wallander se sentía tan cansado que no pudo seguir escuchando más. La sangre le latía en la mano herida. Se apoyó en Baiba y se levantó.

Luego se desmayó.

Cuando despertó, yacía en la camilla de un hospital; le habían enyesado la mano y esta, por fin, había dejado de dolerle. El coronel Murniers estaba en el umbral de la puerta con un cigarrillo en la mano y le miraba con cara sonriente.

—¿Se encuentra un poco mejor? —preguntó—. Los médicos letones son muy hábiles. Su mano era un espectáculo digno de ver. Se llevará como recuerdo las radiografías.

—¿Qué pasó? —inquirió Wallander.

—Se desmayó. A mí me habría pasado lo mismo, de estar en su situación.

Wallander paseó la mirada por la habitación.

—¿Dónde está Baiba Liepa?

—En su apartamento. Estaba muy serena cuando la dejé allí hace unas horas.

Wallander tenía la boca seca. Se sentó con cuidado en el borde de la camilla.

—Café —dijo—. ¿Me pueden servir una taza de café?

Murniers sonrió.

—En mi vida he encontrado a nadie que tome tanto café como usted —rió—. Por supuesto que le darán café. Si se encuentra mejor, le sugiero que vayamos a mi despacho para concluir este asunto. Después supongo que usted y Baiba tendrán mucho de qué hablar. Antes le darán un calmante por si le empieza a doler la mano otra vez. El médico que se la enyesó dijo que podía ocurrirle.

Cruzaron la ciudad en el coche de Murniers. Era muy avanzada la tarde y ya anochecía. Cuando entraron por el portal del cuartel general de la policía, Wallander deseó que esa fuese la última vez. Camino del despacho, el coronel Murniers se detuvo y sacó de una caja fuerte guardada bajo llave la carpeta azul. Un guardia armado custodiaba el gran armario.

—Ha sido muy inteligente por su parte guardarla bajo llave —comentó Wallander.

Murniers le miró sorprendido.

—¿Inteligente? —replicó Murniers—. Necesario, inspector Wallander. Que Putnis no esté no significa que se hayan solucionado todos los problemas. Seguimos en el mismo mundo, inspector Wallander, este país se está resquebrajando por las discrepancias. Y esas no desaparecen con tres disparos en el pecho a un coronel de la policía.

Wallander reflexionó sobre las palabras de Murniers mientras se dirigían al despacho. Un hombre con una bandeja de café en las manos estaba en posición de firmes delante de la puerta. Wallander recordó la primera visita a ese sombrío despacho como algo muy lejano. ¿Sería capaz de abarcar algún día todo lo que había sucedido desde entonces?

Murniers sacó una botella de una de las cajoneras del escritorio y llenó dos copas.

—Es indecente brindar cuando han muerto tantas personas —empezó—. Sin embargo, considero que nos lo merecemos, principalmente usted, inspector Wallander.

—No he hecho más que cometer errores —objetó Wallander—. He tenido ideas equivocadas y he tardado demasiado en descubrir las conexiones.

—Al contrario —respondió Murniers—. Estoy muy impresionado por su aportación, por no mencionar su valentía.

Wallander negó con la cabeza.

—No soy una persona valiente —admitió—. Me sorprende que todavía esté vivo.

Apuraron las copas y se sentaron a la mesa forrada de fieltro verde. Los papeles del mayor estaban en medio.

—En realidad solo tengo una pregunta —dijo Wallander—. ¿Upitis...?

Murniers asintió con la cabeza.

—La astucia y la brutalidad de Putnis no tenían límite y necesitaba un chivo expiatorio. Sobre todo buscaba el motivo para expulsarle a usted. Enseguida vi cómo desaprobaba y temía su eficiencia. Hizo secuestrar a dos niños pequeños, inspector Wallander, los dos hijos de la hermana de Upitis. Si este no se inculpaba de la muerte del mayor Liepa, los niños morirían. Upitis no tenía elección. A menudo me pregunto qué habría hecho yo en su lugar. Ahora le han liberado, por supuesto, y Baiba Liepa sabe que no era un traidor. También hemos encontrado a los dos niños secuestrados.

—Todo empezó con un bote salvavidas que las corrientes arrastraron hasta la costa sueca —afirmó Wallander tras un rato en silencio.

—El coronel Putnis y sus compinches acababan de empezar la gran operación de tráfico de estupefacientes hacia Suecia, entre otros países —respondió Murniers—. Putnis había colocado allí a unos cuantos de sus agentes. Habían elaborado un mapa de distintos grupos de emigrantes letones y empezarían a distribuir la droga, lo que desacreditaría a todo el movimiento de liberación letón. Sin embargo, debió de ocurrir algo a bordo de uno de los navíos que transportaba la droga desde Ventspils. Al parecer, algunos de los hombres del coronel dieron un improvisado golpe palaciego con la intención de hacerse con una gran partida de anfetaminas para su propio provecho. Los descubrieron, los mataron y los arrojaron a un bote salvavidas. En la confusión se les olvidó sacar la droga que había dentro del bote. Según tengo entendido, estuvieron buscando el bote durante más de veinticuatro horas sin resultado alguno. Podemos estar contentos de que llegara a la costa sueca; de lo contrario, es muy probable que el coronel Putnis hubiese logrado su propósito. Por supuesto, fueron los astutos agentes de Putnis los que robaron la droga en su comisaría tras saber que nadie había descubierto el contenido del bote.

—Tiene que haber algo más —insistió Wallander reflexivo—. ¿Por qué decidió Putnis matar al mayor Liepa tras su regreso?

—Putnis estaba desquiciado. No sabía qué podía haber indagado el mayor Liepa en Suecia, no podía correr el riesgo de dejarle con vida si no podía controlar lo que hacía en cada momento. Mientras el mayor Liepa estuviera en Letonia podía vigilarle, o al menos saber con quién se veía. Se puso nervioso, y el sargento Zids recibió la orden de matarle, y lo hizo.

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